MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
Se debería sonreír por todo esto, pero se siente un gran malestar. Se siente un frío de enfermedad súbita en el alma.
Ya en su casa y en la cama, a Javier le vino a la memoria sus lecturas de Joaquín Costa en la sobria y hermosa Biblioteca Municipal de Zamora, en la época azul de su primera juventud, cuando su padre ejercía de fiscal jefe en la Audiencia Provincial de aquella antigua ciudad vaccea, perla del ancho y viejo río Duero, de rumores célticos. Y se dio cuenta con horror que la expresión latina “Quod oligarchae placuit, legis habet vigorem”, tan airadamente usada por el diáfano aragonés Costa, mantenía indemne su desconsoladora vigencia cien años después. Pero peores que los desvergonzados y desaprensivos oligarcas, nuevamente vencedores y triunfantes, mucho peores, eran los compañeros jueces de Javier, que habían sacrificado los intereses de la Justicia al sosiego de su digestión, que habían transigido con la injusticia para no tener problemas en la Administración de Justicia. Otra vez triunfaba el espíritu de servidumbre, la obediencia del esclavo, las Almas Muertas de Gógol: “Como su merced disponga –respondió Selifán, mostrándose conforme con todos–. Si hay que azotarme se me azota. Yo no tengo nada en contra. ¿Por qué no me van a azotar si he dado motivo? Para eso está la voluntad del amo. Hace falta mantenerlo todo en orden. Si hay que azotarme, se me azota. ¿Por qué no me van a azotar?”
Desde su llegada a la Audiencia Nacional había encontrado delante un camino intransitable, inhóspito, barrido por vientos glaciales, infectado de bichos venenosos, enfangado del lodo moral que le salpicaba el rostro y, sobre todo, entorpecido de obstáculos que sus colaboradores, aquellos mismos que le debían asegurar y defender la marcha, venían de noche subrepticiamente a suscitarle y a erizar de espinos silvestres y aulagas el trabajo de su conciencia independiente…
Los mismos periódicos que le habían proclamado como el sostén fuerte del orden basado en una justicia igual para todos, el triunfo de la isonomía clásica, comenzaron también contra él un tiroteo maligno. La “auri sacra fames”, como una hija bastarda del rey Midas, hace venal todo lo que toca.
Pero a pesar de la dura y pusilánime realidad, entregada siempre a la confortable garantía de la piara, todavía había docenas de hombres que sentían dolor físico ante las atribulaciones de la Justicia en España. Para empezar, cinco personas recurrieron la decisión de archivar la mayor parte de la causa que se había abierto contra las anfractuosas prácticas empresariales del mayor Nabab y capitán de los medios de comunicación del país. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional había sido socialmente muy criticada por decidir esconder los grandes pecados del magnate cántabro bajo el manto de un total abstrusismo resolutivo. Y, sobre todo, ahí estaba la querida peña de amigos leales, incoercible, numantinamente irreductible, protectora e ilimitadamente amparadora contra las dolientes ortigas de la vida, inspirada y alentada siempre por Antonio. La Historia continúa.
Cuando los gobernantes de la larga etapa felipista, en sus años de ocaso inquietante y locura prepotente, eran acusados con abrumadoras pruebas de escándalos financieros, malversaciones, prevaricaciones, nepotismo, abuso del poder y terribles crímenes, sacaron aquellos mismos socialistas, siempre probos e inmaculados para sí mismos, el espantajo tremebundo de la conspiración, de una conspiración gótica, tenebregosa, ojipelambruda y cornicapricuda. No es que algunas docenas de ellos fueran unos ladrones ni unos criminales –tal como la tozudez de las pruebas habían ido luego proclamando en todos los grandes medios–, sino que existía una trama conspiratoria contra el Régimen juancarlista que los infamaba calumniosamente con crímenes espectaculares y alevosos latrocinios. Luego se vio que la pretendida infamia era sólo la pura y exacta definición de sus actos.
Del mismo modo, cuando se dieron palmarias pruebas indiciarias de que en el voraz imperio polanquista, pieza clave aledaña del gobierno, pudieron existir turbios manejos dinerarios, los polanquistas sacaron el espantajo, como estafermo inane, del complot republicano. Como si fuera la sola existencia imaginaria de ese estafermo comodín quien por un arte de birlibirloque hubiera hecho al imperio polanquista suspecto de problemática decencia mercantil. Pero, ¿qué importaban las ideas políticas que mantuviese y sostuviese Antonio García-Trevijano, amigo del juez que investigó el imperio polanquista para que éste hiciera justicia imparcialmente sobre aquella escabrosidad financiera palpable? ¿Es que el delito presunto que se estaba juzgando dependía del sistema político en que se cometía presuntamente para ser o no ser delito? Porque si tal presunto delito dependía del régimen para ser calificado, entonces el régimen entero sería un pacto de ladrones. Y si un juez, por ventura, tiene un amigo que es acérrimo “hincha” de un equipo de fútbol ferozmente antagonista del que es aficionado el señor justiciable al que el juez procesa a la sazón, ¿estará ineluctablemente contaminado el juez para impartir justicia con absoluta imparcialidad? ¿Cómo se pudo fabricar una historia tan burda para hacer invulnerable a Polanco? ¿Qué le deberían haber importado a Polanco las ideas políticas que defendía un buen amigo del juez que le juzgaba? ¿Es que acaso se le estaba juzgando a Polanco por su posición política? ¿Es que el presunto delito por el que se le juzgaba tenía que ver con un ideario político o posición política? ¿Acaso en una democracia el señor Cebrián y el señor Polanco podrían haber exigido que todos los amigos del juez que les juzgaba fueran acérrimos y exacerbados juancarlistas? ¿Desde cuándo eligen a los amigos de los jueces las personas justiciables? Pues muy mal querían a Don Juan Carlos I si se escudaban en él en vez de demostrar su inocencia por los procedimientos usuales y naturales. Y lo más grotesco es que el juez Garzón, montando una Tebaida, entrase en este mismo combate con la misma argumentación que el Sr. Polanco. En definitiva, si “el sistema” –que diría Mario Conde– imposibilitó a Javier Gómez de Liaño que juzgase finalmente las presuntas fechorías del Sr. Polanco y sus adláteres, tendríamos que afirmar que la vieja máxima, ya citada, “Quod oligarchae placuit, legis habet vigorem”, que tanto repudió el buen corazón de Joaquín Costa –todo un Trevijano de su época– aún es cierta en España, e incluso más cierta que en el franquismo, para vergüenza de “esta democracia”. Es así que las cimas de la sociedad española estarían sumergidas en la tiniebla –el cierzo cántabro vespetino– y no se podrían ver con los ojos de las instituciones propias de un Estado democrático, mientras que los valles de la sociedad serían los únicos que estuvieran en plena luz, supervisados por dichas instituciones. Como siempre. La desafricanización de España no sólo no ha empezado, sino que parece aún un movimiento subversivo, una tentación infame. Si el juez Javier Gómez de Liaño, la mejor brújula y áncora que tuvo el barco de la Audiencia Nacional, tan azotado y zarandeado por las más peligrosas galernas, quedó apartado y excluido de Sogecable, y castigado y martirizado por no rendir pleitesía al poder manifiestamente real, bien podría ocurrir que la “causa victrix” ya no fueran los sagrados intereses de la Justicia, sino miserables intereses personales. La causa de Catón nunca coincidirá con la causa de estos dioses mortales.
Doctor en Filología Clásica
Se debería sonreír por todo esto, pero se siente un gran malestar. Se siente un frío de enfermedad súbita en el alma.
Ya en su casa y en la cama, a Javier le vino a la memoria sus lecturas de Joaquín Costa en la sobria y hermosa Biblioteca Municipal de Zamora, en la época azul de su primera juventud, cuando su padre ejercía de fiscal jefe en la Audiencia Provincial de aquella antigua ciudad vaccea, perla del ancho y viejo río Duero, de rumores célticos. Y se dio cuenta con horror que la expresión latina “Quod oligarchae placuit, legis habet vigorem”, tan airadamente usada por el diáfano aragonés Costa, mantenía indemne su desconsoladora vigencia cien años después. Pero peores que los desvergonzados y desaprensivos oligarcas, nuevamente vencedores y triunfantes, mucho peores, eran los compañeros jueces de Javier, que habían sacrificado los intereses de la Justicia al sosiego de su digestión, que habían transigido con la injusticia para no tener problemas en la Administración de Justicia. Otra vez triunfaba el espíritu de servidumbre, la obediencia del esclavo, las Almas Muertas de Gógol: “Como su merced disponga –respondió Selifán, mostrándose conforme con todos–. Si hay que azotarme se me azota. Yo no tengo nada en contra. ¿Por qué no me van a azotar si he dado motivo? Para eso está la voluntad del amo. Hace falta mantenerlo todo en orden. Si hay que azotarme, se me azota. ¿Por qué no me van a azotar?”
Desde su llegada a la Audiencia Nacional había encontrado delante un camino intransitable, inhóspito, barrido por vientos glaciales, infectado de bichos venenosos, enfangado del lodo moral que le salpicaba el rostro y, sobre todo, entorpecido de obstáculos que sus colaboradores, aquellos mismos que le debían asegurar y defender la marcha, venían de noche subrepticiamente a suscitarle y a erizar de espinos silvestres y aulagas el trabajo de su conciencia independiente…
Los mismos periódicos que le habían proclamado como el sostén fuerte del orden basado en una justicia igual para todos, el triunfo de la isonomía clásica, comenzaron también contra él un tiroteo maligno. La “auri sacra fames”, como una hija bastarda del rey Midas, hace venal todo lo que toca.
Pero a pesar de la dura y pusilánime realidad, entregada siempre a la confortable garantía de la piara, todavía había docenas de hombres que sentían dolor físico ante las atribulaciones de la Justicia en España. Para empezar, cinco personas recurrieron la decisión de archivar la mayor parte de la causa que se había abierto contra las anfractuosas prácticas empresariales del mayor Nabab y capitán de los medios de comunicación del país. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional había sido socialmente muy criticada por decidir esconder los grandes pecados del magnate cántabro bajo el manto de un total abstrusismo resolutivo. Y, sobre todo, ahí estaba la querida peña de amigos leales, incoercible, numantinamente irreductible, protectora e ilimitadamente amparadora contra las dolientes ortigas de la vida, inspirada y alentada siempre por Antonio. La Historia continúa.
Cuando los gobernantes de la larga etapa felipista, en sus años de ocaso inquietante y locura prepotente, eran acusados con abrumadoras pruebas de escándalos financieros, malversaciones, prevaricaciones, nepotismo, abuso del poder y terribles crímenes, sacaron aquellos mismos socialistas, siempre probos e inmaculados para sí mismos, el espantajo tremebundo de la conspiración, de una conspiración gótica, tenebregosa, ojipelambruda y cornicapricuda. No es que algunas docenas de ellos fueran unos ladrones ni unos criminales –tal como la tozudez de las pruebas habían ido luego proclamando en todos los grandes medios–, sino que existía una trama conspiratoria contra el Régimen juancarlista que los infamaba calumniosamente con crímenes espectaculares y alevosos latrocinios. Luego se vio que la pretendida infamia era sólo la pura y exacta definición de sus actos.
Del mismo modo, cuando se dieron palmarias pruebas indiciarias de que en el voraz imperio polanquista, pieza clave aledaña del gobierno, pudieron existir turbios manejos dinerarios, los polanquistas sacaron el espantajo, como estafermo inane, del complot republicano. Como si fuera la sola existencia imaginaria de ese estafermo comodín quien por un arte de birlibirloque hubiera hecho al imperio polanquista suspecto de problemática decencia mercantil. Pero, ¿qué importaban las ideas políticas que mantuviese y sostuviese Antonio García-Trevijano, amigo del juez que investigó el imperio polanquista para que éste hiciera justicia imparcialmente sobre aquella escabrosidad financiera palpable? ¿Es que el delito presunto que se estaba juzgando dependía del sistema político en que se cometía presuntamente para ser o no ser delito? Porque si tal presunto delito dependía del régimen para ser calificado, entonces el régimen entero sería un pacto de ladrones. Y si un juez, por ventura, tiene un amigo que es acérrimo “hincha” de un equipo de fútbol ferozmente antagonista del que es aficionado el señor justiciable al que el juez procesa a la sazón, ¿estará ineluctablemente contaminado el juez para impartir justicia con absoluta imparcialidad? ¿Cómo se pudo fabricar una historia tan burda para hacer invulnerable a Polanco? ¿Qué le deberían haber importado a Polanco las ideas políticas que defendía un buen amigo del juez que le juzgaba? ¿Es que acaso se le estaba juzgando a Polanco por su posición política? ¿Es que el presunto delito por el que se le juzgaba tenía que ver con un ideario político o posición política? ¿Acaso en una democracia el señor Cebrián y el señor Polanco podrían haber exigido que todos los amigos del juez que les juzgaba fueran acérrimos y exacerbados juancarlistas? ¿Desde cuándo eligen a los amigos de los jueces las personas justiciables? Pues muy mal querían a Don Juan Carlos I si se escudaban en él en vez de demostrar su inocencia por los procedimientos usuales y naturales. Y lo más grotesco es que el juez Garzón, montando una Tebaida, entrase en este mismo combate con la misma argumentación que el Sr. Polanco. En definitiva, si “el sistema” –que diría Mario Conde– imposibilitó a Javier Gómez de Liaño que juzgase finalmente las presuntas fechorías del Sr. Polanco y sus adláteres, tendríamos que afirmar que la vieja máxima, ya citada, “Quod oligarchae placuit, legis habet vigorem”, que tanto repudió el buen corazón de Joaquín Costa –todo un Trevijano de su época– aún es cierta en España, e incluso más cierta que en el franquismo, para vergüenza de “esta democracia”. Es así que las cimas de la sociedad española estarían sumergidas en la tiniebla –el cierzo cántabro vespetino– y no se podrían ver con los ojos de las instituciones propias de un Estado democrático, mientras que los valles de la sociedad serían los únicos que estuvieran en plena luz, supervisados por dichas instituciones. Como siempre. La desafricanización de España no sólo no ha empezado, sino que parece aún un movimiento subversivo, una tentación infame. Si el juez Javier Gómez de Liaño, la mejor brújula y áncora que tuvo el barco de la Audiencia Nacional, tan azotado y zarandeado por las más peligrosas galernas, quedó apartado y excluido de Sogecable, y castigado y martirizado por no rendir pleitesía al poder manifiestamente real, bien podría ocurrir que la “causa victrix” ya no fueran los sagrados intereses de la Justicia, sino miserables intereses personales. La causa de Catón nunca coincidirá con la causa de estos dioses mortales.