Hughes
Abc
Casi siento que debo una disculpa porque no participo mucho del entusiasmo por el enorme éxito de Argentina en la Copa del Mundo. Sí, entiendo por supuesto lo que significa para ese país, para la consagración de Messi y alcanzo a valorar la gran obra de Scaloni, un técnico de mérito.
Pero a mí lo ‘emocionante’, lo realmente emocionante me pareció verlo en Francia. Mbappé me exaltó más de lo que hizo Messi. Maradona fue él. Me sentí golpeado por la capacidad para irse a por el partido. Especialmente una jugada, muy al final, en la que colgó un centro medido al que no llegó por poco un compañero. En ese momento, Mbappé parecía el baloncestista que decide irse hacia la canasta, hacerlo todo, con un sentido de la omnipotencia que aprendimos en Michael Jordan y que a los de mi generación nos parece la mejor expresión de la capacidad del deportista: esa mezcla de exitosa determinación y plasticidad.
Me gustó Mbappé, como a todos, tanto que sentí que la Copa la merecía él. No me aproximé a eso por geopolítica, patriotismo, o forofismo; me dejé llevar por una inercia infantil. Era la ley del deporte, la mera fascinación: lo merecía Mbappé, el mejor es Mbappé. Pero aun más que él, y es difícil, me maravilló lo que vimos en la Francia del segundo tiempo. Absolutamente dominada por Argentina, y hundida en el marcador, Francia no tenía salida cuando Deschamps movió el banquillo. Y al hacerlo pareció equivocarse. Fue como si al error inicial del planteamiento sumara otro mayor que dejaba a su equipo, a Mbappé, aún más estrangulado, aún más lejos del gol.
Pero hervía algo dentro. Entraron Thuram, Kolo Muani, Coman, Camavinga, luego Fofana… hasta ser Francia un equipo nuevo. Un equipo de una velocidad pasmosa, poderosísimo en los choques. Coman se iba por una banda y Camavinga empujaba por ese lugar misterioso suyo que parece estar entre el interior, el mediocentro y el lateral (¿una posición nueva?) y que impulsa a su equipo de una forma personal, como si tocara un nervio exacto. La potencia de Upamecano, la corporeidad asaltante de Kolo Muani o la rapidez y fuerza de Thuram, en el sitio opuesto al de su padre, como si fuera su reflejo en el espejo del tiempo…
Deschamps se había corregido a sí mismo en plena final, y en plena final había sentenciado, de alguna forma, a algunos de sus mejores jugadores: a Dembele, a Griezmann, a Giroud, a Theo, en una revolución deportiva que empujó a Francia hacia el empate y hacia una sensación de algo nuevo, distinto, superior… Fueron, para mí, los grandes minutos del Mundial. Son eso que me llevo como aficionado, el último grito, el camino a seguir…
Hubo cosas muy buenas. Fueron buenos los minutos de España en el primer partido, esa coralidad era la actualización del tiquitaca, limitada, eso sí, por unas condiciones técnicas y físicas concretas; fueron magníficos los instantes en que vislumbramos las nuevas posibilidades inglesas en la media y los extremos con Bellingham, Foden y Saka, ¿cuándo controló Inglaterra así el juego? Hubo minutos excelentes sueltos de Brasil, esa eterna gloria balompédica, esa alegría única, y ¡oh Neymar, genio más elegante, con quien más se ha cebado el Dios del fútbol! Y brilló hasta sorprender el contragolpe casi cultural, casi civilizatorio de Marruecos, en el que era imposible no ver la expresión de un sentido distinto del espacio, de las distancias, de la agonía y del rival… ¡La sura conjunta, crisantemo fervoroso en los penaltis!
Pero sobre todo fue esa última Francia, el poderío físico y la velocidad nueva, prometedora y futurista de ese equipo que parecía anunciar el fútbol que será y ya es…
Estaba el Bayern, con Coman y Upamecano; estaba el Madrid de Tchouaméni y Camavinga…
La colocación de los jugadores, de esos enormes jugadores, parece que pide a gritos un redibujo táctico, una reubicación en el espacio… ¿responden al mismo 4-3-3? Repito: ¿qué es Camavinga? Y si no sabemos bien qué es Camavinga, ¿qué es Camavinga más Mbappé más Coman más Kolo Muani? ¿Admiten ser constreñidos en el mismo molde? El empuje de Camavinga influyó en el partido como en las remontadas del Madrid. Y esa descarga de poder físico de muchos, multiplicadora, transformó el fútbol hasta llevarlo a otro plano, hasta convertir la final en la mejor que recordamos.
¿Qué tuvieron en común las remontadas del Madrid y esos últimos minutos legendarios ya de la final? Entre otras cosas, esa exuberancia de Camavinga, que en el Bernabéu se sumó a la de Vinicius/Mbappé… ¿No sentimos algo similar cuando el Madrid los juntó a Valverde y Tchouaméni? Esa acumulación, pero más llena de potencia, más atómica, la puso Francia en el campo.
Francia fue eso, y jugando así llevó el fútbol a otro nivel. Rozó la Copa del Mundo, cambió de piel, se hizo la Francia del 2024 (Eurocopa) y elevó el fútbol a un estadio nuevo apasionante de potencia y pasión… Nada ha sido igual de divertido. Fue un cambio estructural de Deschamps, que durante la primera parte parecía un cadáver deportivo y en unos minutos acabó transformando todo en una de las mutaciones más asombrosas que recordamos porque no sólo cambió el partido, es que cambió el fútbol, enseñó una marcha nueva, como un salto tecnológico repentino y transformó Francia hasta un punto sociológico y político…
Porque sí, todos lo vimos y muchos no nos atrevimos a decir lo evidente: esa Francia era negra, no un poco o muy negra, era totalmente negra. Quedó Lloris en la puerta y el resto era pura y excelsa negritud. Y es algo que se siente en el Madrid y tampoco se dice por el tabú de la raza. Fantaseamos ya con un Madrid negro, por lo que el deportista negro aporta al fútbol, una intensidad muscular y una riqueza de fibras y ritmos que repotencia el juego. En Rusia 2018, Mbappé (por la derecha) tenía el colchón de Kanté, Pogba y Matuidi; ayer tuvo, en un momento dado, a Kolo, Coman, Tchoua, Thuram, Camavinga y Francia voló hasta marcar tres y poder marcar cuatro o cinco. Fue extraordinario. Y quizás no me hubiera atrevido a comentarlo si no fuera por un artículo de Tunku Varadarajan (gran madridista) en el Wall Street Journal. El autor partía de esa realidad innegable: Francia era ya toda negra, y lo hacía para reconocer cómo la selección francesa integra racialmente en torno a la idea de mérito. Francia no sólo como logro de ‘integración’, Francia también y sobre todo como expresión del mérito. Porque en la racialidad completa de Francia brilla ante todo el mérito.
El fútbol se acerca en ella, en este momento, a la alta velocidad del atletismo que domina la raza negra (la portería sería aún como la natación, predominantemente blanca) y esto tiene unas repercusiones políticas de las que Estados Unidos podría aprender, según el autor.
Pero mi comentario no pretende ir tan lejos, por fascinante que sea la evolución ‘política’ del equipo nacional francés, en la que Benzema, creo, ha sido una especie de chivo expiatorio a efectos disciplinarios: bajo Deschamps, con su aspecto inequívocamente francés, Francia somete ‘republicanamente’ a los talentos africanos y coloniales, los integra en una pauta táctica y de comportamiento, olvidados ya los viejos problemas. Eso funciona deportivamente y Francia es la gran potencia futbolística del mundo.
No me atrevo a extrapolar ahora mismo esto en la sociedad francesa por mi ignorancia sobre el asunto; no creo poder interpretarlo como promesa, a escala, de un semejante éxito futuro porque creo que es algo muy concreto que por el momento se queda en el fútbol: su intersección con la integración deportiva en Clarefontaine; y pese a la derrota, la final fue el espectáculo de ver cómo eso, la definitiva apuesta por el mérito que hizo Deschamps con 2-0, asaltaba la historia del fútbol como una promesa del próximo mundial.
El toque español fue superado por el pressing alemán y ambos son superados por el fútbol francés desde presupuestos individuales, técnicos y físicos que Deschamps disciplina casi institucionalmente. Su fallo fue no verlo antes, no dar entrada antes a esa fuerza desatada de músculos, potencia y velocidad. No rendirse antes el mérito generacional. Conservó una Francia de méritos antiguos, funcionariales, de viejas pautas tácticas, de respetos honoríficos y prudencia de expertos y al reaccionar y superar todo eso se le apareció el futuro del fútbol convertido en un equivalente racial de los cien metros lisos: un espacio para la plena negritud que evoluciona el fútbol como lo hizo la Brasil negra de Pelé y el jeito.
¿No lo hizo también la Holanda de Cruyff sin ganar con una idea colectivista, sistematizadora, industrialmente polifuncional y a la vez ‘solidarista’ o comunal de su ‘todos lo hacen todo’?
Para mí, Francia es la otra gran subcampeona porque es heraldo de un nuevo fútbol que no es táctico sino una revuelta de la individualidad, sólo que de una individualidad muy concreta: la adición del refinamiento técnico y táctico al mayor talento físico posible (¡Upamecano!).
El otro día escribí en una columnita que Francia desde 1998 (campeona) tenía algo similar al Madrid desde la Galaxia (año 2000): el acomodamiento táctico a la individualidad. Suenan nombres comunes: Zidane, o la obsesión Mbappé, pero también y sobre todo los mediocentros, los pivotes, que son una gran obra francesa de los últimos años: Makelele, Tchouaméni, Vieira (¡que el Madrid casi tuvo!), Desailly (que destrozó al Barça de Cruyff) o Kanté, dominador de Europa unos cuantos años…
Estos pivotes descomunales, abarcadores del mediocampo entero, permitían liberar al crack y al conjunto, que abandonaba la homogeneidad del fútbol total… ¿No permitió Makelele la mejor expresión de todos los que estaban por delante?
El Madrid, creo, o quienes mandan en el Madrid, han visto hace tiempo que el futuro es Francia (con Brasil) y en la pujanza insolente de Camavinga un equipo se pareció a otro. Francia no culminó la remontada, pero la fascinación del Mundial fueron esos jóvenes jugadores lanzando a Mbappé, rey del fútbol, del fútbol nuevo.