Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Nuestra Constitución prohibió precisamente el mandato imperativo a fin de que en vez de ejecutar los falsos representantes aquello que quiere el pueblo, se sometan, por el contrario, a la disciplina de Partido y a la disciplina del voto parlamentario. Todo diputado hodierno es, científicamente hablando, un arrastrado ante su Jefe de Partido, que le ha metido en las listas electorales a cambio de su fidelidad lacayuna, o mejor, perruna. El hecho mismo de que se multe a los diputados que son díscolos con su voto parlamentario revela la farsa de nuestra representación parlamentaria. Sin embargo, los españoles gastamos ingentes cantidades de dinero inútil para tener tres centenares de palmeros diputados rastreros, que no pueden actuar con libertad y honor. Por los menos, por dignidad a la institución, el poder de la Nación o poder legislativo debería quedar constituido por los nueve o diez jefes de Partido con representación. No sería democracia, pero sería una falsa democracia mucho más barata y con más dignidad que ésta, por representar mejor la realidad oligarca. Y el mismo hecho de que haya habido tránsfugas a los que sus organizaciones políticas les ha querido linchar, tras arrojarlos a la gehena, nos indica la intrínseca naturaleza perversa de nuestra “representación política”.
Sin retirar la razón estatal de delinquir no se puede remediar la causa eficiente del delito político. No hay alternativa en el estado de partidos a la corrupción que lo fundamenta.
“Nuestra Constitución de 1978 perdura porque no se cumple”, decía nuestro Antonio García-Trevijano. Efectivamente, el propio Tribunal Constitucional ha dejado paladinamente claro, ya varias veces, que los escaños pertenecen al diputado elegido, y no a su partido, y que, por tanto, no puede existir ninguna razón constitucional para expulsar a los malfamados “tránsfugas” del Parlamento. Sin embargo, el diputado que no es ignominiosamente rastrero ante su Jefe de Partido no vuelve a repetir jamás en las listas electorales. Secuestrados los poderes del Estado por los Partidos Políticos, la participación política de los españoles se hace imposible a pesar del papel mojado de nuestra Constitución, una Constitución que perdura porque no se cumple. Así, el indulto no se concede a los súbditos, sino que es una patente de corso exclusiva para la clase política a fin de que ésta pueda seguir realizando sus crímenes sin castigo ni responsabilidad alguna.
Un sistema político que garantiza que diez de los doce miembros que componen el Tribunal Constitucional sean nombrados por los Partidos Políticos se asegura mafiosamente que los agentes judiciales más lacayos y rastreros sean miembros de dicho Tribunal, excusándose de ejercer tamaño deshonor en tan alta función los jueces más ejemplares y honestos. Los buenos ya no quieren con sus personas aumentar el número de los rastreros. En 1981 el TC, ni corto ni perezoso, despertó a todos los españoles con la siguiente perla taxativa: “Hoy en día todo Estado democrático es un Estado de partidos” ( STC 3/1981, FJ1 ). Buen mozo de cuerda que es. La realidad de nuestro sistema político es verdaderamente aterrador; pues supone un cuadro dantesco de indignidad en el que no existen ni ciudadanía ni tampoco soberanía del pueblo español. Los únicos soberanos que existen hoy en España son una docena de políticos que dirigen como nababes unos cuantos partidos políticos. La definición que el TC da de nuestro Estado coincide totalmente con la que siempre dio Trevijano, con la diferencia de que para Trevijano ese Estado no puede ser democrático, que Estado democrático y Estado de partidos es un oxímoron insuperable.
Con la anulación efectiva de la abstención, al no tener ninguna consecuencia moral ni política, y del quorum, los politicastros hodiernos ya pueden conseguir el milagro de ser representantes de los ciudadanos sin los ciudadanos. Representación sin representación, representación sin representados, representación sin ciudadanos, democracia sin ciudadanos, democracia sin democracia. Como no se puede llamar a esa turba despotismo ilustrado, la llamaremos cleptocracia despótica. Es así que la Constitución ni siquiera cumple el derecho fundamental de que los ciudadanos tengan derecho a participar en los asuntos públicos. Los partidos profanan el poder. Por ello, desde hace ya muchos años, la sociedad española vive en un estado de ánimo decadentista, consciente de que los partidos no la representan en la esfera del poder político. Y es que el partido-institución es la negación absoluta de la finalidad social del partido político. De ahí la necesidad de que el futuro partido político se defina, además, en su práctica por cuatro notas de sentido negativo: antidogmático, antiburocrático, antidemagógico y antirrepresivo. Sólo un partido político concebido y organizado en tales términos podrá servir de instrumento adecuado para procurar su finalidad social en una Democracia.
Decía Simone Weil: “En casi todas partes –aún a menudo en relación con cuestiones puramente técnicas– la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido la obligación de pensar”. Si el pluralismo político sólo se pudiera expresar a través de los partidos del consenso ya no habría tal pluralismo.
Quizás alguien, de forma sin duda apresurada, podría criticar a Antonio de “inocencia eserista”, cuando pretendía acabar con el régimen oligárquico de esta partidocracia sin ninguna organización política, o partido, detrás, influyendo sólo en las vanguardias culturales para conseguir “poco a poco”, paulim, la hegemonía cultural en España de los ideales de la libertad política colectiva. Efectivamente la sociedad civil no expresa sus ideas hegemónicas en los parlamentos o en las elecciones, sino en los medios de comunicación. Pero, en Trevijano, Gramsci triunfa sobre Lenin, al que no sin razón los liberales rusos comenzaron a llamarlo en 1909 “el nuevo inquisidor”. Tampoco Trevijano creía que se podía terminar con la partidocracia española desde la propia Constitución, al ser ésta coherente con los propios usos corruptos de los partidos políticos. Se ha convertido a los partidos en elementos estatales y se les da en la Constitución el oligopolio de la acción política.
En el fondo no hay mucha diferencia entre el consentimiento popular que prestan las masas al gobierno de un dictador y al que otorgan las mismas mayorías sociales, en las urnas, a las oligarquías políticas que las maltratan y desprecian en nombre de la “democracia”. El argumento de que se vota a lo menos malo, dentro de lo que hay, era para Trevijano una versión suave, pero paladina, de la justificación y legitimación del servilismo político por la sola circunstancia de que los gobernantes no son tan malévolos como podrían ser. Por lo que, sean como sean, les deberíamos estar siempre agradecidos. La mínima protección que brinda a las masas el estado del bienestar, y que los gobiernos podrían suprimir o disminuir, como ya empieza a sugerirse en esta Europa confrontada contra sí misma, establece un vínculo moral de agradecimiento canino de las clases pasivas y subvencionadas al dictador, o al jefe de la banda gobernante que mantiene las migajas de los auxilios sociales.
Blog de la vida privada ("Humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito." Peter Sloterdijk)