La propaganda rusa, cuyo comienzo es difícil precisar, debió
intensificarse a poco del cambio de régimen, en cuanto se tuvo allá
lejos la sensación de la debilidad de los elementos conservadores del
nuevo Estado. Recuerdo que pocos días antes del incendio de los
conventos, en mayo de 1931, iba yo casualmente de noche y a pie detrás
de un grupo de tres personas que hablaban libremente y en alta voz de
política. Eran comunistas, y en su tono y en sus esperanzas sobre el
triunfo había tal firmeza, que me hubieran impresionado de no tener
arraigada la convicción de que el ideario nacional, inclusive el más
revolucionario, era refractario a la táctica bolchevique.
El día de los incendios pudimos ver que no era así. La propaganda había sido enorme, aunque subterránea;
el número de afiliados conocido, muy pequeño; en las primeras
elecciones generales sólo hubo uno o dos diputados comunistas (¡cuántas
veces exhibimos este argumento tranquilizador!); pero las
trescientas columnas de humo que subieron al cielo desde todas las
ciudades de España, el mismo día y casi a la misma hora, en plena paz
y sin provocación proporcionada a la bárbara respuesta, y con una
técnica destructora admirable y desconocida del pueblo español,
demostraron que la organización exótica existía ya y que hacía con
ímpetu sus primeros ensayos. No para tomar una actitud retrospectiva
frente a aquel suceso, sino porque conviene recordar la verdad, debo
hacer constar ahora, que la única
protesta que en ese sentido salió del campo republicano fue la que firmé
yo con otras dos personas de nombre ilustre y notorio. Sin duda
hubo otros grupos y personalidades aisladas que tuvieron nuestra misma
actitud. Pero no existió la reacción colectiva, decisiva y enérgica de
los liberales españoles frente a lo que ya era realidad incuestionable.
Muchos de los españoles de espíritu liberal que habían acordado una
confianza condicional a la República, en cuanto régimen nuevo en el que
cupiesen con desembarazo reformas de política general y de orden social,
que eran tan necesarias e inevitables que subsisten en el mismo
programa nacionalista de hoy, pero no como pretexto de un movimiento de
clase extremista, destructivo y dictatorial al estilo ruso, se volvieron
desde aquel día a su campo; y aquel día, en realidad, empezó la lenta agonía de la recién nacida República. Y, repito, no por lo que sucedió, sino por lo que, debiendo haber sucedido, dejó de suceder.
Sin el apoyo de los «enemigos de buena voluntad» la República no podía
vivir. Durante varios años se han burlado los extremistas de lo que
propugnábamos, que solo «ampliando la base de la República» con
generosidad se la podía consolidar. Hoy esos mismos extremistas para
seguir viviendo tienen que fingir ante el mundo su respeto a todo lo que
no respetaron e inclusive el catolicismo.
El liberal español unía al defecto común a todos los liberales del
mundo, a saber: una ceguera de colores, que sólo le permitía ver el
antiliberalismo negro, pero no el rojo; la vieja tradición anticlerical,
que, como tantas veces se ha dicho, era más que un sentimiento un
tópico; pero capaz de todas las concesiones y de todas las debilidades.
El liberal anticlerical era frecuentemente, en su vida privada,
perfectamente ortodoxo. Una vez hice yo una estadística de los hombres que llevaban al cuello medallas religiosas (a favor de la indiscreción que es posible en una consulta médica) y comprobé que los portadores de medallas eran en su mayoría hombres afiliados a los partidos burgueses de la izquierda.
Publiqué estos datos en una revista francesa, y creyendo que era una
errata, pusieron «derecha» donde debla decir, en efecto, «izquierda».
Pero estos mismos izquierdistas de la medalla se hubieran avergonzado de
no considerar en público la quema de los conventos como un suceso
conveniente a la salud pública. La opinión fue injusta atribuyendo
particularmente a algunos hombres la responsabilidad de aquella
catástrofe, precursora de tantas otras, La responsabilidad fue del
liberal español, que no supo darse cuenta de la gravedad y de la
significación radicalmente antiliberal de lo ocurrido, y a la vez que
contribuía a su impunidad se desprendía lastimosamente de la autoridad
política que le quedaba.
A partir de aquella fecha el tono
comunista de la agitación española fue creciendo y desenvolviéndose con
arte supremo para no mostrarse demasiado potente y alarmante en las
elecciones y en las demás manifestaciones públicas. La apariencia
del poder comunista era siempre inferior a su verdadera realidad. Sin
embargo, al fin, y con el pretexto del triunfo de las derechas en las
elecciones, intentaron un golpe de mano revolucionario y netamente
comunista para ocupar el poder en octubre de 1934. Esto no lo recuerdan
en el extranjero, donde no tienen por qué saber la historia de España al
detalle, aun siendo tan reciente. Pero los
españoles, que no lo han podido olvidar, se ríen del súbito puritanismo
con que los mismos que entonces hicieron la revolución contra algo tan
legal como unas elecciones, se cubren hoy el rostro con la toga porque
una parte del pueblo y del ejército se sublevó, a su vez, dos años más
tarde, ante las violencias del poder, algunas de la magnitud del
asesinato del jefe de la oposición por la propia fuerza pública.
Los «gubernamentales» de hoy son los «rebeldes» de 1934. Es, pues, más
veraz llamarles comunistas y anticomunistas y dejar de lado lo de
«rebeldes», denominación que suscita un grave problema de prioridad.
La sublevación de Asturias en octubre de 1934 fue un intento en regla de
ejecución del plan comunista de conquistar a España. Y la elección de
España fundábase no sólo en la facilidad especifica que creaba en este
país, siempre inquieto, un régimen nuevo que había renunciado desde el
primer momento a toda autoridad; no sólo apoyándose en el viejo e
inexacto tópico de una comunidad de psicología entre el pueblo español y
el ruso, sino, además, en que seguramente el triunfo del comunismo
en España hubiera supuesto, a muy breve fecha, por razones de geografía y
de biología racial, un grave quebranto del fascismo europeo, y, sobre
todo, la rápida conversión al comunismo de la mayor parte de la América
latina. La fase preparatoria de esta conversión —la captación del liberalismo americano— estaba ya muy adelantada.
El movimiento comunista de Asturias fracasó por puro milagro. Pero dos
años después tuvo su segundo y formidable intento. Que la España roja
que hoy todavía lucha, es, en su sentido político, total y absolutamente
comunista no lo podrá dudar nadie que haya vivido allí sólo unas horas,
o que aun estando lejos no contemple el panorama español a través de
esos ingenuos, pero eficaces espejismos de la libertad: el bien del
pueblo, la democracia o la República constitucional. Los comunistas
militantes, ya desenmascarados, claro es que no ocultan su designio. Los
no comunistas, uncidos por la fatalidad a la causa roja, hablan todavía
de que defienden una República democrática, porque saben que la
credulidad humana es infinita. Pero estos mismos, cuando
conversan en privado, no ocultan que mantienen su equivoco por miedo, o
por una suerte de espejismo ético que les hace anteponer al deber de la
conciencia el de la amistad o el de los compromisos de partido, o cuando
no la necesidad inaplazable de vivir.
El día en que escribo estas líneas un hombre tan poco sospechoso como mister Eden
ha hecho patente ante el mundo el carácter indudablemente moscovita del
movimiento rojo español. Nadie, pues, dudará de buena fe sobre los
términos en que está planteado el problema. Mi liberalismo recalcitrante
no regatea su respeto a los que sinceramente apoyan a este movimiento o
simplemente simpatizan con él, precisamente porque creen que la
salvación de España y del mundo entero está en el comunismo. Lo
que no puede admitirse sin suponer mala fe e insuficiencia mental es
que ese apoyo y esa simpatía se funden en el amor a la libertad, en la
paz social y universal, en la democracia, en el respeto a las ideas y en
todos los demás tópicos nobilísimos que nada tienen que ver con el
estado bolchevique.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937