Hughes
Abc
La llegada de Elon Musk a Twitter ha despertado reacciones de desagrado y cacareada estampida. Juan Cruz, nuestro Juan Cruz, ha dicho que así no. Y han sido muchos, desmintiendo que Twitter y el asunto del discurso en Twitter fuera un simple negocio. Ésa era la visión de los liberales más entusiastas del mercado: una mera cuestión empresarial y aquel proviso de Locke.
Pero en el centro político, amplio centro político, la cuestión del discurso era algo más que decisiones de libertad económica. Se trataba de algo a definir, a consensuar, desde la política. Se han conocido las conversaciones entre las Big Tech y el gobierno americano para el control de lo que llaman desinformación, o sea, del rival político. Esto ya lo hemos visto. Sucedió en la pandemia, donde se llegó a hablar de infodemia, en la guerra de Ucrania, y en las elecciones estadounidenses de 2020, con Trump bloqueado en las redes.
Este consenso técnico-político crea un discurso manufacturado, crea una verdad. Aquí se llegó a proponer por el racionalismo afrancesado un ministerio de la Verdad, pero sin llegar a tanto nos hemos acostumbrado a las agencias de verificación y a los validadores a su vez validados por instancias oficiales (curioso: yo te valido, tu me verificas). Verificar se ha convertido simplemente en ‘hacer verdad’.
Esta unión crea un discurso único, desde arriba, de arriba hacia abajo, en monopolio, no democrático e intransigente. Lo que no entra en el discurso no es sólo no-discurso, es ‘desinformación’ susceptible, por tanto, de ser suprimida y de ser suprimido quien la emite.
Esta desinformación se estigmatiza con categorías infamantes y se tipifica y es subsumible, entra perfectamente, en el mundo actual del discurso hegemónico del género o la ecología: la desinformación linda con el discurso de odio.
Verdad oficial, es decir, verdad ‘verificada’ es discurso sin trazas de odio. Como una verdad para celiacos-wokistas.
El control del discurso y la definición de esta verdad oficial consensuada supone la implicación de las tecnológicas, los gobiernos, los verificadores y de los expertos, figura fundamental que recibe, con Musk, un golpe a su autoestima y también a su estatus. El anuncio de cobrar por el distintivo azul, que es lo primero que sabemos de los planes de Musk, comercializa y a la vez abre esa categoría en la que también están los periodistas. Esta caída en la jerarquía ya se ve como un ataque porque cuestiona en cierto modo la credencial, un sistema de credenciales, pues también era eso.
Se es o se actúa según la credencial obtenida, pero ¿quién las expide? Aquí estaríamos cerca de lo que le pedía Yarvin a Musk: una revolución que altere la creación de prestigios. Prestigio es influencia, es ser cool, es hegemonía, es poder. Musk, ya sólo con esa irreverencia a los ‘blue check’ está alterando un poco ese credencialismo.
Verlos nerviosos ya es algo. Ya es mucho, Elon. Gracias. Pero él quiere más. Ha dicho que aspira a que “Twitter sea la fuente de información más precisa del mundo”. También respondió a un periodista que el problema era que se creían “la única fuente de información legítima”. De estas palabras se puede colegir que Musk entiende la posibilidad de una fuente alternativa de información y, aceptada esa rebeldía, que aspira a que Twitter sea la forma más precisa de todas. Que hay competencia y la quiere ganar. No ser la más potente, ser la más precisa. La más capaz de alcanzar mediante su juicio la verdad.
Es una declaración importante; no significa que se vaya a producir, pero como reto y propósito ya es mucho e iría en el sentido de ese Twitter revolucionario y alternativo, motor de verdad, que le pedía Yarvin. Un motor de una verdad más fuerte, más fina, más lograda, mejor, de más calidad.
Imponerse en el mercado de la Verdad sería… las implicaciones son inimaginables. ¿Está aspirando Musk al equivalente informativo o lógico-político del coche eléctrico? ¿A producir un coche-verdad alternativo?
Ojo a esto: responder a los ecólatras, a los dominadores ahora ecologistas del mundo con la contestación a su coche eléctrico: la verdad ‘eléctrica’. Una verdad verde, democrática, sostenible, popular, natural, y orgánica, sin aditivos, más fuerte y saludable, mejor para el planeta.
Responder a los jerarcas climáticos con dispositivos verdes de verdad, con una información alternativa. ¿No querían sostenibilidad, fuentes alternativas de energía? ¡La mayor de todas!
Es probable que esta verdad ecológica no llegara mucho más lejos que el decepcionante coche eléctrico, pero en su realización quizás se obtendrían otras cosas.
Esto sería mucho, pero incluso con mucho menos el efecto de lo que puede lograr Musk es grande. Podría, simplemente, volver a 2016, cuando los seguidores republicanos pudieron comunicarse aunque surgiesen peligrosas y peregrinísimas teorías de la Conspiración como que los amigos de Epstein, Clinton incluido, iban a una isla donde había mujeres.
Aunque Twitter no se desarrollase como “la fuente de información más fiable”, ya estaría bien si volviera a ser esa tecnología-zoco donde todo pudiera correr libremente. Que garantizara, simplemente, la libertad de expresión, que no es tampoco una expresión sin reglas.
Twitter como espacio abierto a la opinión. No un espacio trucado. Un espacio abierto y además potencialmente ilimitado, no sujeto a un marco que lo atornillara, sumiso, en la estructura de medios actual existente. No un Twitter de “arden las redes”, pobrecitos locos, no, un Twitter que creciera en la agenda de un modo real.
Esto casaría con la propia tecnología de Twitter, que es contestataria, respondona. Exactamente: funciona respondiendo. ‘Responder’. Se proclama con una cierta soledad temible y ciega propiciadora de la creatividad, y luego se responde. Así fue al empezar. En el comienzo se vio bien su relación con el discurso oficial. Era naturalmente contestataria. Tuits contra o hacia los medios de comunicación, como pelotitas lanzadas desde el fondo de un hoyo o de un sótano para ser reconocido; a veces, las más de las veces, no pelotitas sino piedras para romper cristales. Desde abajo se escribía a lo visible; desde lo subterráneo a la superficie. Twitter era así, y la superficie fue anulando, seduciendo, captando a los de abajo, y cuando ya no les interesaron, los explotaron de otro modo o los degradaron como el problema democrático fundamental. También reprodujeron dentro el estricto sistema de constelaciones exterior, como un calco.
Pero en la propia tecnología hay algo contrario a eso, que estimula una cierta rebeldía textual. Es una forma que añade algoritmo al ego, que integra el ego entre algoritmos, y que funciona con palabras, con pequeños discursos, con logoritmos. En Twitter se ataca a la autoridad o lo superficial, de un modo irónico o crudamente, y cuando la adhesión, como un hecho físico o una bandada de pájaros crea un grupo suficientemente grande se produce, por una forma natural de distanciamiento, la separación del disidente; el ego se vehicula con los dispositivos de la app y con los algoritmos y de la espiral acumulativa surge una disidencia y de esa otra, y así sucesivamente, por un proceso que es la pura forma humanda del juntarse y el disentir, según temperamentos, y que su tecnología capta y potencia de un modo asombroso. Es una tecnología discutidora que va creando, con lo mejor y lo peor, como ha dicho Musk, olas sucesivas de discurso que en el juntarse busca estructurarse; de ahí surge una verdad desde abajo, caótica, sistémicamente distinta a la verdad experto-gubernamental que lucha también en el medio una lucha darwinista por no desaparecer.
¿Hay algún proceso democrático en el que participe más gente que en la construcción de ese discurso colectivo?
En la naturaleza de Twitter está el disentir de algo y el separarse de lo disentido. Responde muy bien a eso porque, de alguna forma, respeta algo individual profundo con lo que el yo levanta barreras. Esa ‘maquinita’ está hecha para la pluralidad incesante y para que en ella, como un mercado que se llena de puestos, surja un comercio extraño de opiniones. Twitter sería la explanada en la que los comerciantes acuden a un zoco de negociaciones, proclamas, revisiones, decisiones y expresiones varias.
Sus rasgos parecen los opuestos a ese discurso oficialmente fact-chequeado que hemos visto estos últimos años. Pero su supervivencia es, además, en cierto modo la ‘nuestra’.
El discurso oficial mencionado es, a su vez, producto de un sistema enorme que ya está estudiado. La decantación del jugo, gota a gota, de esa verdad viene producida por un motor inmenso que parte de las grandes fortunas, también las de Silicon, de las grandes fundaciones y sus influencias financieras en ONG’s y en los burócratas de organismos internacionales que luego permean los nacionales, las instituciones: gobiernos, administración, universidades enmarcando el discurso cultural que en televisiones, estudios cinematográficos, y editoriales, en manos de aquellos otros capitales, producen el flujo invencible del discurso hegemónico. Súmenle a eso las redes sociales intervenidas. ¿Qué queda, además del tik-tok chino hipnotizante que impide parpadear? ¿Qué queda para salvaguardar una mínima ecología de la opinión?
No queda mucho, y de lo que queda, quizás Twitter sea la herramienta más potente. Por eso, que Musk tenga planes para ella, aunque no sean revolucionarios ni totalmente filantrópicos, es algo importante y puede ser muy útil.
Desde el punto de vista español, la cuestión es incluso más interesante considerando los equilibrios de fuerzas.
La posibilidad de crecer y expandir el discurso es doble: poder decir más, que es algo realmente poco importante, ¿quién necesita decir más? Y, sobre todo, ‘prestigiar’ lo que allí se dice.
La forma más importante de potenciar Twitter como lugar de comunicación no es tanto o sólo ese ‘poder decir’ como legitimar lo dicho, darle brillo, darle lustre, lugar, respetabilidad, validación y audiencia para que importe y tenga peso. Realidad, incluso, existencia. La autovalidación tuitera sería una forma de independencia de ese enorme monstruo antes descrito. Un Twitter que no necesitara la validación ajena (de ya sabemos quién) sino que la produjera sería un comienzo. Esto validaría a su vez lo allí dicho y de esa doble validación, quizás, pudiera surgir un comercio, un diálogo, quizás una contienda.
Sin eso, no se observa mucha alternativa: seguir con la sensación de estar sepultado, hablando solo o asistiendo a un gran parlamento liliputiense que, apagado, no afecta nada al exterior. ¿De qué otra cosa, además, se puede esperar algo, un cambio al menos, la más mínima esperanza, por tonta y engañosa que sea, de una revolución?