Si preguntamos a cien seres humanos de hoy, españoles o no españoles,
los motivos de su actitud, favorable o contraria a uno o a otro de los
dos partidos que luchan en España, nos exhibirán, unos su credo
democrático; otros, su tradicionalismo; otros, su militarismo o su
antimilitarismo; su catolicismo o su irreligiosidad —cuando no un
neocatolicismo literario y rojo, especie rarísima de la actual fauna
ideológica—; o bien su horror por los fusilamientos o por los bombardeos
aéreos; o, finalmente, su simpatía o antipatía personal por los jefes
de los bandos respectivos. Muy pocos serán los que funden su posición en
la razón auténtica de la lucha, que es únicamente ésta: «Defiendo a los
rojos porque soy comunista»; o «simpatizo con los nacionalistas porque
soy enemigo del comunismo».
Éste es el nudo del problema y en él hay que localizar su visión y la
primera parte de su interpretación. Se me podrá negar autoridad política
—y yo mismo no me esforzaría en disuadir al que me la negase—: pero no
la autoridad de testigo ocular y próximo de los acontecimientos
políticos de mi patria en el último cuarto de siglo; ni la que merezco
por no haber ocupado jamás ningún cargo público y por no haber
conseguido más que desventajas materiales en mi afán de ser siempre fiel
a mi conducta, es decir, a mi patria y a mi conciencia, y porque creo
que el deber del intelectual es hablar siempre que se lo pidan. No puede
el intelectual, como el acaparador de mercancías, reservar su opinión,
calculadamente, para cuando le convenga más lanzarla a la circulación.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937