Mark Rothko
El salto al segundo grado de abstracción pictórica, a la «gran abstracción», lo dieron los cultos y exquisitos pintores que trataron a los colores como los compositores a las notas y escalas musicales. Esta revolución sinestésica, basada en estudios complementarios de la teoría del color de Goethe, tuvo lugar tanto en París, con el «orfismo» del francés Robert Delaunay («Las ventanas» de 1912), residente en España desde 1914 a 1920, como en Munich, con el grupo «Der Blaue Reiter» del ruso Kandinsky («Acuarela sin título» de 1913).
El español Joan Miró llegó a este sublime grado de abstracción en pinturas como «El carnaval del arlequín» de 1924 y «La poetisa» de 1940, equiparables en sinfonía cromática y tema iconográfico a las de Kandinsky en esos mismos años. Aunque esta abstracción suele sublimar hacia atrás, hacia un mundo infantil donde la fantasía sustituye la falta de imaginación, implicó un refinamiento estético en una sociedad adulta que se resistía a salir de la infancia. Luego, Klee puso frugalidad en el conocimiento íntimo de la naturaleza, Pollok reveló la exuberancia y complejidad existentes en su estructura y Wols pintó como una fuga de Bach el desdichado paso solitario del hombre por el mundo («El barco ebrio» 1945). Por eso, el segundo grado de abstracción es progresista, y además, me gusta.
El asalto al tercer grado de abstracción, la «abstracción pura», eliminó el tema y la forma, para quedarse sólo con la materia pictórica en planos de colores amorfos o de un solo color, sin referencia alguna a la sociedad o la naturaleza. Este ataque metafísico a la posibilidad de arte plástico, motivado por razones ideológicas en los años que precedieron y siguieron a la Revolución de 1917, fue acometido primero en Rusia, por artistas promotores de un nuevo orden igualitario y, después, en Holanda, por la iconoclasia de un grupo de diseñadores y arquitectos calvinistas.
Entre los primeros, Malevich, inventó el «suprematismo» autónomo de los elementos pictóricos frente a la impureza de cualquier trazo que recordara la naturaleza. Entre los segundos, Mondrian creó el «neoplasticismo» de los cuadrados rojos, amarillos y azules enmarcados en bandas rectilíneas negras. La destrucción del arte se completó cuando los americanos Newman y Rothko suprimieron la geometría, que era un resto impuro de la naturaleza, para reducir la pintura a manchas de un solo color sin límites precisos. La ironía ha hecho de una utopía de la igualdad proletaria la mejor expresión capitalista del arte pictórico de la modernidad. Pero la abstracción pura, una idea totalitaria, no es compatible con el arte. Por eso es reaccionaria y, además, no me gusta.
Antonio García-Trevijano