BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
CINCO
Cubismo desamparado I
Con molestia de referirlos, Bonifacio ha recordado los incidentes de su vida de buscón en la posguerra, aquella época de egoísmo en que las hazañas eran la tarea de un hombre solo, cuando un hombre solo ¿qué podía hacer?
Su historia, hasta aquí, parece sacada de alguno de aquellos cuentos vascos de la tradición oral recogida por un capellán anglicano y cuyas historias tenían todas el mismo comienzo: “Había una vez una madre que tenía un hijo, como tantas otras en el mundo. Eran muy pobres, y cuando el chico se hizo un poco mayor, dijo que quería abandonar su casa para hacer fortuna. Así que un día se marchó, y viajó durante días y días, hasta llegar a un bosque…” (Luego, en los bosques, estos héroes se encontraban con viejas que les revelaban extraños enigmas o con princesas que los conquistaban mediante el señuelo de un castillo encantado, y como vivieron bien, murieron también bien. Pero, entre medias, todos estaban condenados a trabajar tesoneramente de sirvientes para amos inescrupulosos u ogros ciclópeos.)
Ayuno de gloria, aunque ahíto de toros, de juerga y de flamenco, Bonifacio abandona Sevilla y regresa a San Sebastián, a la portería familiar, un chiscón muy pedido porque permite vivir en el centro sin necesidad de pagar alquiler, y aquí vive con su hermana, con su madre y con su abuelo, el guardia de asalto retirado, que es de Ávila y poco amigo de juramentos, quitando un pésete con que daba a entender que algo lo importunaba, en contraste con la boca de hacha de Bonifacio, que sólo concibe la blasfemia como signo de puntuación, no como acto de fe.
Bonifacio pinta en la cocina. Una vez se puso a pintar un Cristo cubista, y toda la familia se tropezaba en el cuadro. De aquellos días, Bonifacio se ha quedado con la cara del abuelo, que lo miraba de reojo, mientras pintaba y se preguntaba qué estaría pensando el abuelo, que había sido guardia de asalto, de un nieto que hacía cubismo con los Cristos.
Si para Cézanne toda la pintura era ceder al aire o resistirlo, ceder a la mirada del abuelo o resistirla es en este tiempo toda pintura para Bonifacio, forzado a resolver el problema de su Cristo cubista –animación de una superficie plana– en el chiribitil de una portería donde sólo se puede entrar vacío de geometría.
Por su forma de mirar al cuadro, el abuelo abulense de Bonifacio era de los que creen, como Baroja, el gran fisgón de las porterías, que la obra hecha con manchas, con puntos o con rayas no tiene una gran influencia en la vida, con lo que la estancia del Cristo cubista en el hogar familiar termina por hacerse tan llevadera como la de cualquier huésped excéntrico, pero reservado, y el Cristo permanecerá acogido a la caridad de este benéfico pupilaje hasta que Bonifacio decida presentarlo a algún concurso de pintura como quien se presenta a unas oposiciones a notarías.
Quién sabe si por la emoción o por la fe, el caso es que este Cristo de los desamparos cubistas obra al final el gran milagro en la incipiente vida artística de Bonifacio, que en 1955 obtiene con el cuadro el primer premio de pintura de San Sebastián, y con pasmo del abuelo, que siempre había tenido a su nieto por un chiflado, si bien un chiflado de los modernos, que hacía cuadros que eran un puro disparate.
Es el año, también, de su mayor éxito taurino, el de las cuatro orejas y un rabo. Bonifacio traba cierta amistad con Antoñete y con Chillida, que vivía en el Hotel Biarritz, el de los relojes, e ingresa en la Escuela de Artes y Oficios.
Lo que pasa es que Bonifacio es un anarquista de la pintura, y en la Escuela de Artes y Oficios, donde pretenden instruirlo en las reglas del paisaje, no admiten que Bonifacio defienda que el mar y el sol son más importantes para los niños raquíticos que para el arte. En la Escuela, los ejercicios siempre son los mismos, y un día que los alumnos deben copiar el Moisés de Miguel Ángel viene el director y expulsa del centro a Bonifacio, porque el Moisés hay que dibujarlo completo y Bonifacio ha hecho un Moisés “a cachos”.
Bonifacio es feliz en esta tregua de su infortunio, y para sostener el estómago, centro primario de todas las emociones, Bonifacio, que nunca ha tenido ese aire francachelista de los artistas modernos, se hace pintor de brocha gorda, aunque para su entretenimiento lleve consigo un cuaderno en que dibujar las estatuas de escayola, y entonces aprende a hacer letreros que imitan al mármol y al roble, con lo cual se le amontonan las ofertas de empleo en el prometedor negocio de la publicidad, que se ha puesto de moda.