sábado, 27 de agosto de 2022

Vida del pintor Bonifacio. Candelada gitana I

 


BONIFACIO

Turner, 1992

Ignacio Ruiz Quintano

 

TRES
Candelada gitana I


    Bonifacio, que se ha hecho invulnerable a las acometidas del hambre, se siente valiente como un tejón. Consigue un empleo en el almacén de leche pasteurizada de la Central Lechera de Guipúzcoa, pero ya no trabaja para comer, sino para torear, y piensa en Sevilla, porque la gente que se interesa en los toros ha de abrigar, según la convención popular, un sentimiento místico por Sevilla.

El veterinario del almacén de leche ejerce también en la plaza de toros de San Sebastián, y tiene vara alta para despejar el camino que lleve hacia la gloria a Bonifacio, que viaja a Sevilla con un billete que pagan a escote sus compañeros de la Central Lechera y con una carta de recomendación que firma el celebre doctor Juaristi, médico de la plaza de Pamplona.

Cruza el maletilla Despeñaperros, se asoma al Guadalquivir, y al pasar por la Giralda, a la hora de la siesta, ya sabe Bonifacio por qué esta tierra atrajo durante tantos siglos el hambre de todas las naciones. El alminar será el símbolo de Sevilla, pero Sevilla, para los buscadores de fortuna, es el símbolo del hambre, un hambre que no se deja engañar ni con la suntuosa letanía de la religión.

Bonifacio se aposenta en el barrio de Santa Cruz, el viejo barrio judío al que deben de haberle quitado el rosal florío de la canción. Hambrea de día, y de noche, en lugar de ir al campo, como hacía Belmonte, a darles muletazos a los toros a la luz de la luna, colorea estampas de cristos cabreados. Vagabundea por los tentaderos y duerme de extranjis en el patio de una casa con blasones donde comparte la intemperie con un desmedrado asno matalón que sonríe cuando pace, como señal, al decir de los poetas, del diálogo socrático que se entabla entre hombre y bruto en la verdad de los corrales; pero Bonifacio no está para muchos trotes, y una noche, convencido, al fin, de que “hay que poner una industria propia”, le compra a un randa una caja de betunes y se hace limpiabotas. Al cabo de dos años, de su estancia sevillana Bonifacio sólo recordará que limpió, eso sí, muchísimos zapatos.

Después de todo, a Bonifacio no le ha servido de nada su carta de recomendación, “sangre arterial de la vida española” en las visiones d’orsianas. El doctor Juaristi había escrito una nota destinada a un amigo ganadero y matador, Manolo González, figura algo revolera del toreo de la sevillana calle del Sol –en una Feria de San Miguel, hasta cortó un rabo en la Maestranza–, que no se conmovió con el estilo forense del doctor. La ganadería estaba donde el diablo perdió el poncho, como le había dicho un sevillano cursi, y Bonifacio, sin un duro sevillano en el fardel, tiene que ir andando. En la finca pregunta por el amo, le entrega la carta y se dispone a pedirle trabajo cuando, sin tiempo de abrir la boca, sale una mujer diciendo a grandes voces que allí no hay trabajo, y que otra vez a Sevilla, y andando.

En Sevilla, Bonifacio vuelve a las andadas, a frecuentar las tabernas y los mentideros taurinos. Aborda a los apoderados, pero se le pasan los días esperando avisos que nunca llegan. Cansado de esperar siquiera un gesto de alguno de esos tipos mostrencos que se comen a los santos por los pies con regüeldos de pía satisfacción, Bonifacio busca acomodo como guarda en la venta El Pilar, frente al cuartel de San Fernando, en la carretera de Dos Hermanas. Trabaja para juerguearse y se aficiona al flamenco. Asiste a los ritos gitanos y descubre que la bailaora, cuando danza, ha de parecer una virgen de cintura para arriba y una puta de cintura para abajo. La astucia y el misterio. La melancolía y el cansancio.