Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Trevijano, profundo conocedor de la Revolución Francesa, tal como se colige de los capítulos que en sus obras la toca (v. gr. “Actualidad de la Revolución Francesa”, en su gran obra Teoría Pura de la República), vio en la misma las señales de alarma contra la partidocracia, la monopolización de la política por parte de los partidos, y con ello el anquilosamiento de la libertad política. Su crítica a la partidocracia actual tuvo como principal referente en la Revolución Francesa la obra política de Le Chapelier. Trevijano no sólo conocía en profundidad las obras de los grandes historiadores de la Revolución Francesa (Alphonse de Lamartine, Jules Michelet, Elisabeth Badinter, Hippolyte Taine, Thomas Carlyle, Augustin Thierry, o François Hincker), sino que también había tenido acceso directo a las actas de las intervenciones de todos sus protagonistas en la Asamblea Nacional. Y es una pena desde el punto de vista cultural que su sentido obsesivo de la teoría política siempre relacionado con la acción flagrante, no le permitiese escribir una Historia de la Revolución Francesa. Pues esta obra estaría entre las primeras sobre el tema, máxime cuando nos encontraríamos con toda la información histórica interpretada por una mente política privilegiada.
Cuando Isaac Renato Guido Le Chapelier, diputado bretón por Rennes en la Asamblea Nacional francesa, hace una proposición de Ley, que la Asamblea Nacional aprueba el 15 de junio de 1791, con el fin de prohibir los partidos políticos y las asociaciones obreras (“sindicatos”), así como las sociedades de patronos, no lo hizo para conculcar ningún principio democrático, ni para desarmar de sus derechos laborales a los trabajadores, sino que lo hizo en nombre de la libertad política, defendiendo su proposición de Ley para que nada ni nadie se convirtiera en una estructura mediática insoslayable entre los ciudadanos y el Estado, de suerte que los partidos o las asociaciones obreras no pudieran secuestrar el poder político efectivo de los ciudadanos; y porque los partidos, colectivos fuertemente jerarquizados con intención clara de transformarse en gestores del Estado, Le Chapelier los sintió en seguida como la mayor amenaza a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano ( 26 de agosto de 1789 ), heredera de los Siete Derechos Humanos que la Escuela de Salamanca, con el padre Vitoria a la cabeza, había establecido desde el grupo de los dominicos del Colegio de San Esteban, como medio de defender la dignidad humana del indio americano, recién descubierto. Y si ahora en la Escuela, los Institutos y la Universidad, se falsea descaradamente la Historia, enseñándose a los alumnos sencillamente que Le Chapellier prohibió las huelgas, no puede ser que se deba a una ignorancia u olvido centenarios de los que estudian la Historia Contemporánea, sino a una interesada mentira forjada por los que se benefician y rinden pleitesía a un Estado de Partidos voraces, que cínica y falsamente llaman Democracia. Fueron precisamente los clubes de la Revolución Francesa, que como el de los hebertistas deseaban usurpar y apropiarse del poder político del Estado, para a continuación gestionar sus bienes, escamoteándoselo a los “idiôtai”, quienes por la enorme cultura clásica del bretón y su rígida moralidad democrática constituían su única bandera política, los criminales que llevaron a la guillotina al bueno de Le Chapelier, acompañado de Malesherbes, el único abogado francés que se había atrevido a defender a Luis XVI en su derecho civil a la defensa, y del hermano y la hermosísima cuñada de Chateaubriand, ejecutada en la flor de la juventud, y que era la tía carnal, curiosamente, de Alexis de Tocqueville, el autor de “La Democracia en América”, en la que los Partidos no pasaban de ser coyunturales plataformas electorales al servicio de los distintos intereses de ciudadanos singulares de todo pelaje.
La historiografía marxista, básicamente la única que ha estudiado en profundidad los movimientos obreros, conscientemente calumnió las rectas intenciones de libertad de la Ley de Le Chapelier, quien no pretendió otra cosas que “impedir a los obreros someterse mediante sus firmas en registros a reglamentos de asambleas amañadas que fijen la jornada de trabajo y el salario, privando así a dichos obreros y a sus patronos, de tratar esos asuntos directamente, sin que ni unos ni otros tengan que sustituir su propia conciencia moral por órdenes ajenas”. Son palabras del propio Le Chapelier, quien termina diciendo que tales sometimientos “son atentatorios a la libertad y a la Declaración de los Derechos del Hombre”. Del mismo modo, la Ley de Le Chapelier dictaba grandes penas contra los patronos que fuesen acusados de haber intentado ponerse de acuerdo sobre sus intereses, conspirando contra los intereses de los obreros. Y los patronos condenados por dicha Ley deberían pagar una multa de 4.000 francos. ¡Tal veneración y apasionamiento tuvo siempre el bueno de Le Chapelier a la Democracia idiótica de Los Antiguos, los “pampáloioi” de la libertad!
Llegados a este punto, alguien podría espetarnos la siguiente pregunta: ¿Existe alguna Democracia en la actualidad que no sea en realidad una oligarquía de partidos, una partidocracia asfixiante? Naturalmente que existe; verbi gratia, la Democracia de los Estados Unidos de América. Allí los partidos no pasan de ser unas gigantescas máquinas publicitarias para campañas electorales, cada ciudadano en su singularidad puede ejercer su libertad política influyendo “directamente” en el Estado (películas como “El caso Sloane” lo ejemplifican), se distinguen de forma palmaria el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo –el presidente no tiene “banco” parlamentario en la Cámara de Representantes–, el Estado Americano es mera expresión y realización de la voluntad “privada e idiótica” –los lobbies lo corroboran– de sus ciudadanos, organizada según normas jurídico-civiles, y, finalmente, los partidos no pueden robar descaradamente al Estado un dólar, y menos 700 millones de euros para seguir secuestrándolo, como aquí.
De la misma manera que Saint-Just, especie de seminarista laico de la Revolución y jovencísima personificación del implacable espíritu de la Revolución Francesa, ante los setecientos veinte diputados que componían la Convención, afirmaba que el derecho de los hombres contra los gobernantes criminales es “personal”, y que el pueblo entero no podría obligar a una sola madre que hubiese perdido a su hijo o a su hija en el Campo de Marte, durante las sangrientas jornadas del 20 de junio y del 10 de agosto, a que perdonase al tirano, aunque todo el pueblo apelado mediante Referéndum, expresase su voluntad “colectiva” de sobreseer el proceso penal contra dicho tirano, de ese mismo modo las elecciones en España, y en cualquier otro país del mundo que quiera llamarse “democracia”, no pueden traducirse en un carpetazo institucional a los procesos penales que estén en marcha contra las acciones de carácter criminal que gobiernos pasados, nacionales o autonómicos, hayan perpetrado contra los intereses del pueblo, y no tienen ninguna legitimidad los nuevos gobiernos nacidos de nuevas elecciones, asentando sus posaderas sobre la moral y decencia públicas, a solicitar un sobreseimiento de los crímenes del poder político de sus adversarios, pero compañeros de trabajo al fin y al cabo. Si lo hicieran, serían cómplices de la criminalidad pasada, y a los nuevos gobernantes se les podría espetar la siguiente invectiva de Robespierre: “¡Eres tan sensible para los opresores, porque careces de compasión para los oprimidos!”. Pues bien, García-Trevijano, vástago de una antigua y prolífica “noblesse de robe”, actualizaba el argumento del rubio Saint-Just, al señalar en 1996 que “el electorado no tiene soberanía, ni posibilidad material de tenerla, para dictar la irresponsabilidad política de las personas colectivamente englobadas en la lista elegida”. Como se ve, ya no se trata de impedir el sobreseimiento de responsabilidades penales, sino de imposibilitar el olvido inmoral de las responsabilidades políticas, que siempre las gozan, o las sufren, tal como apuntaba Saint-Just, “personas concretas”. Sin embargo, como forma de ser aceptado en el poder por eso que Cicerón llamó el “consensus omnium bonorum”, el PP siempre utiliza la misma ideología táctica al entrar en Palacio. Borrón y cuenta nueva. Las usó Aznar tras Felipe, la usó Rajoy tras Zapatero, y la usará Feijoo tras Sánchez. Y quizás cayera Casado porque se hubiese negado a esa cortés pleitesía.
Blog de la vida privada ("Humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito." Peter Sloterdijk)