Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Trevijano veía a los partidos necesarios como asociaciones de carácter civil que estructuraban y organizaban las distintas corrientes políticas, ideológicas o de mundivisión que recorren la sociedad. Pero se opuso siempre frontalmente al carácter estatal que tienen los Partidos en España, parangonables a partes de la Administración del Estado en que sus cuadros son similares a funcionarios.
Los partidos, estos partidos, no pueden ahogar la libertad política de los particulares. Ellos articulan el pensamiento político, pero no protagonizar la libertad política. De lo contrario viviremos en un totalitarismo oligárquico- me dijo un día.
De acuerdo a varios trabajos periodísticos rigurosos publicados en distintos periódicos (ABC, El Mundo, El País, etc.), los partidos políticos españoles cuestan al Estado más de 700 millones de euros, con independencia del coste de los procesos electorales. Hay muchos y muy importantes Departamentos del Estado que cuestan menos. Este hecho mismo pervierte la pretendida esencia filantrópica de los partidos, pues pasan de ser asociaciones privadas con fines políticos a ser voraces instituciones públicas o departamentos del Estado. Y no sólo se han hecho propietarios del Estado de acuerdo a su tirón electoral, sino que también viven exclusivamente de él, como algunas ONGs corruptas. Y se ha llegado a esta “degringolade” política no por casualidad, sino fatalmente, porque no podía ser de otra manera. El salto cualitativo que ha resultado desde el franquismo a la partidocracia se traduce en que en la dictadura se rendía pleitesía a uno solo, y hoy se da una masiva adulación mamporreril a los líderes de los Partidos, de tal nivel, que la dignidad pública ya no existe en nuestro país. Y sin dignidad pública, el pueblo consentirá siempre la corrupción, tal como ya dijese nuestro admirado Manuel Fraga Iribarne, quien comiendo un día con Trevijano, nuestro héroe lo puso tan nervioso con la ruptura política que el fogoso gallego tiró todo lo que había en la mesa al suelo. Encuentro de dos grandes españoles discrepantes. Hoy combaten almas enanas.
La Democracia ateniense no sólo no contemplaba la posibilidad de que hubiese partidos o asociaciones políticas, sino que persiguió con toda la fuerza de la ley (nómos) cualquier estructura política que mediara o se interpusiera entre el simple particular, el ciudadano de a pie, ordinario y particular, el “idiôtês”, y el Gobierno de la pólis. Cualquier ciudadano podía llevar a debate su “particular” visión sobre el mundo y dar propuestas concretas no probouleumáticas –no discutidas en el Parlamento o Boulê–. Era el idiôtês aislado, totalmente singular, quien influía o se dejaba influir por los otros idiôtai en la Asamblea o en Los Tribunales, sin la participación de ninguna estructura mediática como los partidos. Más aún, la Democracia ateniense siempre persiguió con toda su fuerza a las “hetaireiai”, especie de sociedades de “niños bien”, “niños pera”, “barbatuli iuvenes”, en el sentido de clubes políticos, antecedentes claros de nuestros partidos políticos. Miembros de estos clubes, como Ergocles y muchos más, fueron condenados a muerte por la Democracia ateniense, que veía en estas sociedades minoritarias y conspiradoras contra las visiones del pueblo, deseosas de asaltar el poder, el peligro de “oligarquizar” la política, usurpando el poder directo a los idiotas, entraña misma de la Democracia.
Por otra parte, es lógico que en las democracias antiguas, en las ciudades-estado, en donde participaban directamente en la cosa pública tan masivos contingentes de ciudadanos, no hicieran falta para nada –aparte de representar un atentado usurpador contra el ideal democrático– los partidos políticos. El partido político sólo comenzó a tener sentido y a usurpar las funciones de los “idiôtai” cuando la inmensa mayoría empezó a desinteresarse de la política, considerándola algo totalmente ajeno a sus intereses privados y a su tranquilidad anímica, máxime cuando a partir de Alejandro las grandes decisiones políticas comenzaban a tomarse en instancias que estaban muy por encima de la pólis. En Atenas y en la Roma republicana había interés en que nadie quedara fuera de los “deberes” políticos, y vivir retirado de la política se consideraba como una deserción. En nuestro tiempo no sucede lo mismo. No es de temer que la ausencia de algunos espíritus tranquilos, amigos de la paz y del sosiego, deje un vacío sensible en esas filas apretadas de aduladores obedientes codiciosos que se precipitan de todas partes al asalto del poder. Además, se piensa hoy que, fuera de la vida pública, hay mil maneras de servir a la patria, sobre todo cuando tu voz es ahogada por las horrísonas y bárbaras orquestas de los partidos. Pero los griegos y los antiguos romanos no conocían otra. Entre ellos, un verdadero ciudadano no tenía más que una manera de emplear su actividad, y era desempeñar funciones políticas. Es lo que se le hacer decir a Escipión en la República ( I, 22 ), de Cicerón: “Quum mihi sit, unum opus hoc a parentibus maioribusque meis relictum, procuratio atque administratio rei publicae…”, etc. Para atenienses y romanos, hacer otra cosa era no hacer nada: llamaban ociosos a los sabios más trabajadores, y no se les ocurría que, fuera del servicio al Estado, pudiera haber algo que valiera la pena de ocupar el tiempo de un ciudadano. Pero en la actualidad, con la apropiación y secuestro de la cosa pública por parte de los partidos voraces y acaparadores de lo público, y otras organizaciones jerarquizadas como sindicatos, al “idiôtês”, al ciudadano “de a pie”, se le veda la posibilidad de participar directamente en la gestión de los intereses de todos.
Hoy la partidocracia abusa del aparente hecho de que la Democracia sería impracticable sin ellos, al menos como forma de gobierno, y que sin ellos la democracia representativa de tipo hamiltoniano sería inviable, y estos hechos son generalmente seguidos por el manido argumento de que una Democracia sin partidos que la gestionen hoy sería totalmente imposible debido al tamaño de los estados modernos, recordándose que la República Romana cayó ante el hecho de que el funcionamiento de la democracia propia de una ciudad-estado como era Roma se hizo inviable tras la expansión territorial de las legiones. Pero los estadistas más integristas del liberalismo y conformes con “lo que hay” tienden a pasar por alto el hecho de que la tecnología moderna y la digitalización educativa de gran parte de la población mundial han conseguido que la vuelta a la Democracia directa –la única verdadera democracia, no nos engañemos– sea un hecho perfectamente posible –aunque los actuales gozadores del gobierno no lo deseen–. Así, por ejemplo, B. Holden, en su ya antigua pero interesante obra, “The nature of Democracy” ( Londres, 1974 ), sostiene que la democracia directa “podría ser un sistema en donde, por ejemplo, los televidentes, después de seguir algún tipo de debate o presentación de proposiciones políticas, votaran directamente sobre las cuestiones planteadas desde sus terminales perfectamente identificados”. Esto significaría la vuelta a los radiantes tiempos de Pericles. Pero el problema que aún no ha podido resolver la tecnología es el de que, tal como nos señalaba con realismo García-Trevijano, quién hace las preguntas.
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