Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Ahora que las maras liberalias bisbisean la oración “ad patendam pluviam”, que sería la lluvia nuclear de la Tercera Guerra Mundial, reparemos en la actitud de un verdadero liberal, Bertrand Russell, ante la Primera, o Gran Guerra.
El lunes 3 de agosto descubrió en Trafalgar Square que el común de los hombres y mujeres estaban encantados con la perspectiva de una guerra. Sus mejores amigos, como los Whiteheads, estaban salvajemente a favor. La expectativa de una matanza deleitaba al noventa por ciento de la población. Hasta entonces había creído que era normal que los padres amaran a sus hijos, pero la guerra lo persuadió de que ese sentimiento era una rara excepción; que a la mayoría le gustaba el dinero por encima de todo, pero la destrucción les gustaba todavía más; que los intelectuales amaban la verdad, pero ni la décima parte de ellos prefieren la verdad a la popularidad. El amor a Inglaterra era su sentimiento más fuerte, pero con la guerra sintió “algo así como la llamada de Dios”. Ante la verdad, la propaganda nacionalista de todos los países le asqueaba. Ante la civilización, el retorno a la barbarie le anonadaba. Ante sus sentimientos paternales frustrados, “la masacre de la juventud me destrozó el corazón”.
–Encontré consuelo conversando en Cambridge con Santayana, que era neutral y no tenía bastante respeto por la raza humana como para preocuparle si se destruía a sí misma o no. Su indiferencia me tranquilizaba.
Tras el hundimiento del “Lusitania”, llegó la violencia: parecía “como si se creyera que de algún modo yo era responsable del desastre”. En la iglesia de la Hermandad de Southgate Road fue asaltado por una multitud borracha, y “los más feroces eran las viragos, armadas con tablas de madera llenas de clavos oxidados”. Una pacifista pidió que lo defendieran a los policías, que se encogieron de hombros. “Es un filósofo”, les dijo. Nada. “Es famoso”. Nada. “Pero es hermano de un conde”. Los policías acudieron en su ayuda como leones.
[Martes, 22 de Marzo]