Rudyard Kipling
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Europa viene a ser hoy, espiritualmente, como la Comala de Pedro Páramo: un lugar inane (inánime).
¿Qué hizo que aquel “pueblo que olía a miel derramada” se convirtiera en este lugar sin vida?
La Gran Guerra.
La Gran
Guerra trae la frivolidad de los cigarrillos y el prestigio de la
palabra “democracia”, merced a la propaganda americana: para justificar
popularmente el sacrificio de americanos en la Gran Guerra, Woodrow Wilson tiene que pronunciar la fórmula mágica, que es que sus hombres, un millón, van a Europa a defender la Democracia.
Para acercarse a la complejidad psicológica de la Gran Guerra recomiendo tres historias: “La crisis mundial 1911-1918”, de Winston Churchill; “Tempestades de acero”, de Ernst Jünger; y “Viaje al fin de la noche”, de Louis-Ferdinand Céline. Las “Crónicas de la Primera Guerra Mundial” de Rudyard Kipling,
que pierde a su único hijo varón en la catástrofe, serían,
literariamente, un tentempié elegante en plena devastación espiritual
(prologadas con finura intelectual por Ignacio Peyró).
–Así son las cosas en esta guerra… –anota Kipling el 16 de junio de 1917–. Y
ahora, si no tenía inconveniente, ¿deseaba ir a escuchar un poco de
música, que tocaba su banda? La banda vivía en aquellos anaqueles de
roca, e iba a tocar las marchas del regimiento y la compañía. Pero uno
de los alegres muchachos movió la cabeza con gesto triste. “Estos
austríacos no son muy… musicales. No tienen oído para la música”.
Winston Churchill
Winston Churchill resume la sabiduría, y divide los sucesos de la Gran
Guerra de un modo natural en tres períodos: el primero, 1914, el choque
inicial; el segundo, 1915, 1916 y 1917, el equilibrio; y el tercero,
1918, la convulsión final.
–La
guerra en el Oeste se resolvió en dos períodos de batalla suprema,
separados por tres años de guerra de sitio. La escala e intensidad del
primer choque de 1914 no han sido apreciadas plenamente: en los tres
primeros meses, los franceses habían perdido entre muertos, heridos y
prisioneros a 854.000 hombres. El pequeño ejército británico, a 85.000. Y
los alemanes, a 677.000.
Ernest Jünger resume la épica: se alista como voluntario al estallar la guerra y es enviado al frente francés.
–Me
gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por
una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las
tormentas de verano… Sentados en el tejado, charlábamos cuando pasó por
la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, como siempre a
aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres palabras: “¡Orden de
movilización!”
Louis-Ferdinand Céline resume el desengaño. También su personaje se ha
alistado como voluntario, aunque en seguida se descubre arrepentido:
aquellos soldados desconocidos nunca les aciertan, pero los rodean de
miles de muertos, parecen acolchados con ellos. Él ya no se atreve a
moverse:
–Pensé –¡presa del espanto!–: ¿seré, pues, el único cobarde de la
tierra?... Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y
armados hasta los dientes... La verdad era, ahora me daba cuenta, que me
había metido en una cruzada apocalíptica. Somos vírgenes del horror,
igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la
Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en
la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de
los hombres?
Ernst Jünger
Rudyard Kipling se presenta en Francia como propagandista de la causa aliada. La propaganda, dice Santayana,
debe ser especulativa (“los hechos meramente fríos no pueden arder”), y
a Kipling se le ve en estas crónicas desbordado por el monstruo de la
guerra, descargando todo su furor contra Alemania, “separada ya de la
hermandad de los hombres”.
Al comentar la veneración por el militarismo de Kipling, que es “un militarismo por amor no al valor, sino a la disciplina”, Chesterton
concluye que lo malo del militarismo no es que muestre que algunos
hombres son altaneros: lo malo es que muestra que la mayoría de los
hombres son mansos.
Los jóvenes que en agosto parten a la guerra lo hacen como si se
dirigieran “a una batida de faisanes”, y convencidos de que en Navidad
todos estarán de vuelta en casa.
–Si alguno pregunta por qué hemos muerto, diles: “Porque nuestros padres mintieron” –sería, finalmente, el epitafio de Kipling para su hijo y todos los hijos muertos.
Borges,
que lo tiene por el mayor escritor comprometido de su época, sospecha
que Kipling comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle
permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de
su moraleja.
Louis-Ferdinand Céline
El epitafio de la Gran Guerra lo hace Kipling, pero la moraleja la deduce Paul Valéry en “La crise de l’esprit”, artículo de 1919.
En una frase que el filósofo Peter Sloterdijk incluye entre las
dos o tres frases definitorias en términos absolutos del siglo, Valéry
dice: lo que ahora sabemos es que también la civilización es mortal y
que “el abismo de la historia nos afecta a todos”.
–Significa,
dicho lisa y llanamente, que no sólo el hombre es mortal, como suponía
la tradición helénica, cristiana y humanística, sino también la
civilización.
Téngase esta idea presente cuando, al paso de estas elocuentes
“Crónicas…”, nos adentremos con Kipling “en la frontera de la
civilización”.
[Febrero, 2017]