Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Desde que se vio que la partida nuclear se convertía en jaque mate por cierre del rey, los gobiernos de Oriente y Occidente adoptaron la política que J. F. Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, llamaba de “hasta el extremo mismo", adaptación de un deporte del gusto de los jóvenes ricos americanos, el “chicken!” (¡gallina!): por una carretera recta, dividida por una raya blanca, se lanzan dos autos, uno contra el otro, desde los extremos; ambos mantendrán uno de sus lados sobre la raya blanca, y si uno de los dos se aparta antes que el otro de la línea, el competidor le grita al pasar: “¡Gallina!”.
–Este juego se considera decadente e inmoral porque lo juegan los jóvenes plutócratas, que sólo arriesgan sus vidas. Pero cuando lo practican estadistas eminentes que arriesgan las vidas de los demás, se juzga por ambos bandos que cada uno de ellos está dando pruebas de sabiduría.
Bertrand Russell escribe “El sentido común y las armas nucleares” en el verano del 58, estimulado por el premio Kalinga de la Unesco: al recogerlo en París, el físico francés que le hacía de guía, tras escuchar a Russell, dijo a su mujer en tono tranquilizador: “No te preocupes, querida, el año que viene Francia ya podrá explosionar su propia bomba”.
Para Russell, la política que se precisaba en pleno juego del “Chicken!” era aquella dictada por el sentido común, y con esa esperanza escribió el ensayo. Sandys, ministro de Defensa inglés, lo elogió y llamó al autor. “Es un buen libro –le dijo–, pero no sólo se necesita el desarme nuclear, sino la prohibición de la guerra”. No había entendido nada, y Russell salió descorazonado.
–Me di cuenta de que la mayoría de la gente informada que leía mi libro lo hacía con un prejuicio tan fuerte que únicamente entenderían lo que desearan entender.
Nosotros, hoy, tenemos el juicio intelectual de algo tan serio como una guerra nuclear en manos de “demimondaines” que apenas hace un mes pedían código penal para los no vacunados del pangolín.
[Jueves, 24 de Marzo]