martes, 22 de febrero de 2022

Madrid, castillo famoso


Azaña

 

Vicente Llorca

Si algo legible escribió Manuel Azaña de entre tanto escrito farragoso son, sin duda, sus muy poco conocidos artículos sobre el Madrid anterior a la República, al que defiende precisamente por su indefinición. Madrid en aquellas páginas era una ciudad aún desdibujada, paradero final de tanto recién llegado, municipalidad escéptica y trabajosa, a la que defender, según el entonces presidente del Ateneo, suponía “finura de espíritu”.
 

Del resto de la obra de un minucioso comentador del derrumbe de la República que preside, a la que sabe indefendible, y de la que, a pesar de sus repetidas amenazas, nunca dimite, no se puede hoy leer, si no es como un ejercicio vacío, entre el cinismo y la terquedad.
 

Pero de aquel elogio a la capital que al principio contemplara de lejos, sí. No en vano compartía con el resto de su generación una suerte de mirada peripatética sobre la ciudad, que incluía, en el caso de los más higiénicos, los paseos al vecino Guadarrama o las visitas a la Colina de los Chopos. O en el caso de otros menos krausistas, la estancia permanente en el café La Granja del Henar, los banquetes en Lhardy o en Fornos y los insultos a la monarquía. O las madrugadas en otros pasajes capitalinos en torno a la Puerta del Sol, menos citados por su nombre.
 

Madrid era el punto de llegada de la España seca. Pero también de una España verde, a la que desde la meseta apenas se podía concebir. De esta última hablarían unas páginas irrepetibles de un Pio Baroja sobre caseríos en el monte, puertos pesqueros en la niebla, trochas en las afueras. Y seminaristas, que no podían faltar en su obra, que paseaban a la tarde con balandrán por las calles de una adormecida Vitoria. De la España seca hablaron todos: desde un Azorín que recordaba la sequía secular en las calles de Yecla, al Unamuno que canta los caminos desolados de la frontera, o al Machado que descubre, desde sus jardines natales, la brevedad de la primavera en los páramos de Soria.
 

La otra mañana, recién llegado a Madrid, tuve por un momento la sensación de la ciudad que continuaba, contemplando las verjas del Retiro en la calle Alfonso XII desde las ventanas de Horcher, el restaurante al que nos llevaban nuestros padres con motivo de alguna conmemoración familiar. Por un instante tuve la impresión de que nada había cambiado. Incluidos los cuadros de caza y el maitre, atento y silencioso. Fátima, que me acompañaba, sí era consciente de los cambios. No en vano, ella vive permanentemente en la ciudad.

 


 

Venir aquí, al lugar de tus padres, supone arruinarse al presente.

Eso no es ningún cambio. El bisabuelo se arruinó tres veces. Y las hijas de la abuela. Y una tía soltera. No veo por qué no seguir con la tradición familiar.


Sería una ofensa, sí. –Luego, añadió: Aquí todo el mundo da la sensación de llevar mucho tiempo sin moverse. Y sin mirar a nadie, que les tiene sin cuidado.


Más tarde, Fátima me contó de la experiencia de haber ido a comer a un tal Diverxo, local absolutamente de moda, carísimo y donde todo el mundo se miraba al entrar o salir. Comieron no sé qué espumas y cristales de frutas, que a ella le dieron la impresión de que era una idea que se le había ocurrido a alguien esa mañana. Todo brillaba y el metacrilato se esparcía colorido por los comedores. En un determinado momento, me contó, tuvo la impresión de que se estaba comiendo el metacrilato.

 
En Horcher aún tenían noticias del campo.
 

Es la última remesa que nos llega este año. Se cierra la veda.


Pues tráiganos el ultimo faisán, entonces. Antes de que cierren todo.


En Madrid, aún, noticias de la sierra. En la taberna más tarde comentan de unas jornadas moteras en Cuevas del Valle. Han brotado ya los almendros, los cerezos tienen botones. Piensan ir a celebrarlo a Mombeltrán, en donde todavía perdura el hielo. No hay como bajar a la Plaza de Santa Ana, para tener noticias de Gredos.


Al cabo un muchacho moreno y educado se nos acerca a la mesa.


¿Ustedes son amigos del fotógrafo N. verdad?


Sí. Qué le vamos a hacer.


No ha venido esta mañana. Quería verlo.


El muchacho tiene un acento aragonés reconfortante. El fotógrafo y taurino N. le ha prometido, nos cuenta, algo así como un apoderamiento vago para hacerle figura del toreo.


¿De dónde es usted? No parece andaluz, precisamente.


No. Soy de Tauste. No sé si saben ustedes


Camino de la plaza de toros de Ejea de los Caballeros, sí. Hemos parado alguna vez por allí. Memorable región de las Cinco Villas, joven.


Alguien ha recordado el toreo aragonés de Fermín Murillo, entonces. También el de Antonio Palacios, si bien a éste sólo lo vieron una tarde en Vista Alegre.


Pues con esa procedencia y el apoderamiento de N. no puede fallar nada.


Se lo agradezco. Si lo ven, díganle que lo estoy buscando.


Lo haremos sin falta. Si nos deja meter baza.


El erudito y memorioso García, que se sienta en la mesa, los recuerda a todos, aragoneses y manchegos. Ha estado incluso en esa tarde histórica en Vista Alegre, adonde llegaba en tranvía, que no había visto nadie. Aunque no habla mucho de ello, a veces me ha descrito una infancia oscura en un pueblo de la sierra norte de Guadalajara, camino de Tamajón, que puedo evocar sin conocerla. Luego, en algún momento, llegó a Madrid, de donde no se ha movido. La modernidad lo ignora. Y él a ella


 


 

No sé si existe fuera de la taberna. No sé qué hace cuando acaba la temporada. Una tarde lo vi salir de una librería, cercana a la calle Alcalá. Llevaba en una bolsa una edición reciente del Cuaderno Gris de Josep Pla. Me pareció la única opción posible, de pronto. Otro día, no sé por qué, terminamos hablando de la ley de Reforma Agraria republicana. Me trajo después unos artículos sobre mi abuelo, que participó en ella, que yo no conocía. Ha leído a Moreno Villa, a quien me gusta citar cuando veo a Jorge, por sus páginas sobre una Málaga arcádica, la del padre del poeta y sus tías, allá por los años anteriores a la República. Sabe de la logia masónica de Martínez Barrio, aneja a la plaza, y de la tertulia de Gayango, cercana también.


Qué hará los inviernos…


Recuerdos de un viaje a Aragón. De las Cinco Villas y el desierto de los Monegros. Las calles viejas de Tauste y un ternasco solemne en la villa de Tarazona. Terminamos comiendo en el restaurante japonés de la calle Echegaray. Terminar allí es, lo saben los viajeros ilustrados, regresar a Madrid también. No recuerdo cuándo empezamos a ir. Las páginas sociales no habían tomado aún la ciudad. El sake ha sustituido en la sobremesa a un coñac francés que ya en ninguna parte tienen.
 

En el restaurante Donzoko, además, hemos hallado la única posibilidad de beber un vino inencontrable de una bodega de Roa que sólo habíamos podido encontrar una vez en un remoto asador de Arévalo, en La Moraña.


Qué cosas. Que el único lugar donde se encuentra el López Cristóbal de crianza burgalesa sea en Arévalo y en un tabanco japonés de la plaza de Santa Ana.


Madrid es el punto intermedio entre Castilla y el Japón. Luego, está el desierto. Todo el mundo lo sabe.

 


Donzoko