domingo, 19 de diciembre de 2021

El último bufón de Velorios


 

Alberto Salcedo Ramos

Avenidaperiodismo

 

Chivolito jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos.

Luego carraspea, se queda pensativo. Casi en seguida advierte que aunque a él le conviene la muerte del prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. «Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo», añade, con una sonrisa malévola.

Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se ha pasado los últimos 50 años de su vida contando chistes en los velorios de Soledad, Atlántico, su pueblo natal. Los asistentes se desternillan de la risa y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos.

A menudo son los propios dolientes quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto. También sus vecinos le llevan el reporte de los conciudadanos fallecidos durante las últimas horas. Y, a veces, él mismo está pendiente de los carteles de muerte que amanecen pegados en las paredes. En Soledad y en varios barrios del sur de Barranquilla ha hecho carrera la frase según la cual un velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia.

Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta un rato en la sala, al lado del ataúd. Luego se va para el patio o para la parte externa de la casa —depende de dónde esté el público— y comienza su función, que se prolonga hasta el alba. Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de feria que se trastean de un lugar al otro, tras los pasos de él. Como conocen a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos. «¡Echa el del man que tenía dos próstatas!», le grita un calvo de bigote frondoso. «Nombeeee, es mejor el del viagra pediátrico», exclama un vendedor callejero de butifarras. «Cuenta el de los esposos que se detestaban», propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria, y a seguir vigente a los 78 años.

Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de culebra, al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina, cada vez que animaba un nuevo funeral. Hace 20 años, el bastón se le extravió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces iba por 916 velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la costa caribe de punta a punta, desde el Cabo de la Vela hasta Bocas de Ceniza, en busca de velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su casa.

Cuando no ejerce como bufón, Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su «mala suerte». Su inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa el ácido úrico. Hace treinta años lo abandonó la esposa y hace diez se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No es justo, dice, que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo el sol bárbaro de Soledad, para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos. Hace tres años fue arrollado por un camión —en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla. Y, como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Solo falta —remata, con un suspiro— que los perros del barrio lo confundan con una caneca de basura y lo orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido. Pero cuando está en los velorios contando chistes, parece que olvidara todos sus problemas.

***

El féretro de José del Carmen Urueta preside la sala, justo en medio de una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho.

Dale, Señor, el descanso eterno —dice la que conduce la oración.

Brille para él la luz perpetua —le responden las otras.

Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flanqueada por dos matronas que tratan de consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un sombrero de palma de iraca. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se asoma por la ventanilla del ataúd, para llorar sobre el rostro del difunto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado, se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo.

A través de la ventana abierta se divisa la calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan solo nueve pasos para atravesar la sala y reunirse con ellos. Aquí afuera, a diferencia de lo que ocurre allá adentro, todos son hombres. Están organizados también en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el centro de la circunferencia. Tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca una peinilla, se peina con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, toca las palmas, se arrodilla. Parece un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante.

Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos próstatas? —interviene a gritos el vendedor de butifarras.

Ese es muy largo —responde él, sin mirar al autor de la pregunta.

Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa al siguiente.

Un monstruo se casó con una monstrua —vuelve a la carga Chivolito, con su voz penetrante. Una noche el monstruo llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: bueno, mi amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte monstruosidades. La monstrua le contestó: «ñerda, papi, hoy no se va a poder, porque tengo la monstruación».

El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de dolencias.

Bueno, les voy a contar uno muy apropiado para esta noche —dice, con el rostro iluminado. Dos esposos llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde, el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces, llamó a la mujer: «Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos a cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel». Y le responde la esposa: «Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro».

La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto.

***

Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde hace cuarenta años. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto Guzmán y el licenciado en Sociales Agustín de la Hoz. El tema de conversación es la muerte.

Morirse es lo más fácil del mundo —opina Rico, a quien los demás llaman El Mono. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza doblada.

Eso es verdad —tercia Guzmán. La muerte es lo único que tenemos asegurado.

Lo único —repite Chivolito con un gesto reflexivo, mientras juega su ficha.

El profesor De la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la calle 17 es un hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y bicicletas con carrocería habilitadas como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando.

La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y lo tiran al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada.

Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores, le pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio de los velorios.

¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? —responde, con cara de ofendido. En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo vendiendo boletas de las rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no te has dado cuenta de esa vaina!

A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilómetros y vende 130 boletas, a razón de 100 pesos por unidad. El dueño del negocio le paga el 40 por ciento de las ventas, es decir, unos 5.200 pesos diarios. Es poco, advierte, pero ¿qué más puede hacer un viejo de 78 años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo ahuyentan a patadas, porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas.

¿Irrespetuoso yo? —pregunta, dándose golpes de pecho. Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo!

En seguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve, para no regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en Malambo, se volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo, dice, es que él era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su «mal destino». En la juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine, para que con un megáfono le metiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con su 1,55 de estatura, él protagonizó dos comedias en el Teatro Mogador. Todo el mundo pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdés, el popular Tin Tan. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal —concluye, meditabundo— que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le da posada y comida.

Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado suspendida. Ahora, Carlos Rico lo amonesta.

¡Juega rápido, no joda! —gruñe.

Yo te creo a ti la mitad de lo que dices —le advierte Heberto Guzmán.

Después se dirige al resto de contertulios.

Eche, llevamos 40 años oyéndole el cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque.

Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa.

¡Pa joderte, marica!

***

El profesor Agustín de la Hoz llegó desde por la tarde a la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético Junior. Después, la charla derivó hacia la muerte.

Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos.

Según De la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizá un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la muerte. Durante los últimos años, la tradición se ha ido perdiendo, debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive.

En algunos pueblos de la costa caribe despiden a los finados con tambores. En otros, les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero no hay entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas: familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se apoderan del muerto sin autorización de nadie, y lo lloran a grito herido, como si establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien las cosas —añade el profesor De la Hoz— este sollozo colectivo es un baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima fiesta.

Y eso —salvar la fiesta a pesar de la muerte— es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes.

Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su propia imagen. «Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!». De pronto se le salieron cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dice la viejita: «Echeeeeee, ¡lloras porque te digo la verdad!».

Esta vez, el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso le pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas. Y la barahúnda parece salida de madre. Dentro de la casa, la viuda luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber cristiano prestar su muerto, para que Chivolito y su comparsa sepan que están vivos.

 


Soledad Atlántico