domingo, 5 de septiembre de 2021

El balón encantado

 

Abc, 5 de Junio de 2002

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc

El maleficio del que España ha triunfado en Corea venía de los cincuenta, precisamente la época del caballero Florestán del Palier, aquel magnífico corredor en moto que, a imitación de los antiguos caballeros andantes que iban por el mundo descubriendo cosas tan peregrinas como la fuente que habla y el pájaro que canta, descubrió el balón encantado: un balón -el «esférico» de los cronistas- que, fuera quien fuera el que lo impulsara y cómo lo impulsara, siempre salía proyectado hacia la portería, y siempre entraba en ella, de modo que quien lo hallara se convertiría en dueño de todos los goles del mundo.

La aventura del balón encantado surgió en la carretera, donde Florestán dio con cuatro futbolistas que venían a Madrid a probar fortuna, porque habían oído que era Eldorado del fútbol. De los cuatro, el más listo era un chino, Chang-Fú, que por los viejos sabios chinos -los chinos siempre son muy viejos y lo saben todo- sabía que en España se escondía una de las más asombrosas maravillas que aún quedaban en el mundo: el balón encantado.

«Voy en busca del valiente caballero Florestán del Palier, que querrá ayudarme en la busca del balón encantado, y me hará donación de él, ya que de nada le servirá al caballero», dijo el futbolista chino al caballero español. Y marcharon juntos a buscarlo. Lo encontraron en un arenal del Manzanares, a la orilla derecha del río, y el chino decidió bautizar a la pelota. A Florestán, porque recordaba cómo los antiguos caballeros solían dar nombres a sus espadas, le pareció acertada la idea y, buscando algo congruente con los azares del fútbol, decidieron llamar a la pelota «la Menisca», que en lenguaje multinacional es «la Fevernova» con que el domingo España rompió su maleficio en Corea.

La teoría de Kipling según la cual el Oriente es el Oriente, el Occidente es el Occidente y jamás el uno podría encontrarse con el otro, que ya había sido refutada por la analogía de la esfericidad del mundo y del balón desarrollada por Pemán, se vino definitivamente abajo cuando, impulsada por la furia de un castizo, Raúl, «la Fevernova» se introdujo en la portería eslovena de un campo coreano. Ahí lo tienen. ¿No parece como las cosas de encantamiento que contaban en el libro de Amadís?

A Pemán se le hacía ilógico que lo de llenar nuestros remansos de aburrimiento con esa hora y media de patadas que es el fútbol se les ocurriera antes a los ingleses que a nosotros. Pero así fue. Claro que, si los ingleses se habían empeñado en que meter una pelota a patadas en una red era cosa de reglas correctísimas, los españoles pensaron que más bien era cosa de furia, tal que poner picas en Flandes, cuando los morenitos españoles -los «petits basanés»- eran «torres que tenían la virtud de reparar sus brechas», algo, por cierto, que Bossuet no hubiera podido decir de Hierro y de Nadal, aunque Hierro niega haber visto a nadie «tocarla y tirar paredes como nosotros».

Así es el fútbol: un juego tan democrático -puede practicarlo todo el mundo- y tan económico -sólo se necesita un balón- que no soporta la menor desmitificación. Y así lo han entendido las autoridades japonesas, cuya culta sociedad no acaba de adaptarse a un deporte -«¿tirar biombos?»- que ignora la sonrisa, a excepción de algunos brasileños, y la cortesía, a excepción de algunos porteros que dejan pasar al balón.

Al impedir la entrada de Maradona al Japón, las autoridades japonesas han debido de tener en cuenta que, para liquidar la divinidad imperial, MacArthur no tuvo sino que hacer desfilar en la pista de un circo de Tokio al caballo de su emperador.

 


Kipling