Suárez, el del aeropuertpo, cargando con el gallo
que anualmente ganaba Emilio Romero
en la tómbola de Arévalo, su pueblo
Vicente Llorca
–Está todo derruido –dice en la Plaza del Concejo el doctor García, que no ha parado de gruñir en toda la mañana.
No es cierto. Entre las hoces del río Arevalillo y el Adaja la ciudad conserva aún el casco viejo, los palacios, las iglesias y las plazas porticadas con un notable cuidado, entre los que se filtra un perenne olor a asado de leña. Y las voces de los que desde las cantinas aguardan, entre copas, a que pase el calor en el otoño que viene.
Los signos de la decadencia en la vieja Castilla son aquí más sutiles. El doctor había divisado una pared derruida en la plaza del Ayuntamiento, recinto de soportales que se abre tras el viejo torreón. Y en donde habían accedido a sacarse una fotografía bajo la estatua del poeta Eulogio Florentino Sanz, vate local al que al pronto mis acompañantes habían desdeñado como un Campoamor cualquiera. Pero del que hay que recordar, les advierto, que inició su carrera pública apedreando todas las vidrieras de la Plaza Mayor de Valladolid. Por unos contratos para el padre de su novia, vidriero y hojalatero en la misma plaza. Y llegó después al cargo de diputado, republicano creo, por Alcázar de San Juan. Que tradujera después a Heine, en Alemania, rechazara el cargo de embajador en Brasil, o muriera en la indigencia en una calle de Madrid son quizás unas notas desgarradas que el monumento, un tanto solemne, no recoge en el silencio de la plaza.
Los signos de la decadencia, más inadvertidos, hablan de una burguesía, agraria y asidua al casino rural, que conoció tiempos mejores. Son por ejemplo un edificio abandonado sobre la entrada de la villa, que aún ostentaba en caracteres desvaídos el rótulo de “Gran Cinema”; una antigua fábrica de harinas en la misma ronda, de fachada de ladrillo, inmensa y cerrada: un hotel modernista con las puertas abiertas, arriates abandonados y gatos entre los matorrales; o un viejo mesón de viajantes en la carretera que sube del río, clausurado desde tiempo inmemorial, pero que aún conserva el rótulo de “Marolo Perotas Muriel. Almacén de vinos y vinagres” y alguien me comentó luego había sido el principal hostal de la ciudad.
Flota el calor inmóvil de julio y de las tierras de cereal sobre las calles de Arévalo. En este tiempo vacío, sin fiestas ni baile ni encierros, flotan las voces de otro momento a veces. Resurgen en el paseo que cruza la ciudad y lleva a la plaza, denominado, con gran indignación por parte del escritor Laverón, “Avenida de Emilio Romero”.
–¿Qué querías? ¿Qué le hubieran dedicado la avenida a su hija, Mariví?
–No. Eso hubiera sido peor.
En una de las terrazas, de nombre “Impacto”, nos sentamos. Hay de pronto ambiente de corrida de toros, evocación de la fiesta de san Victorino, antaño notable, con capea, encierro desde el río y baile a la noche, y la animación y el incierto nerviosismo previos a la corrida. La gente se ha vestido además y lucen americanas, blusas nuevas y peinado casual del día anterior.
–¿Por qué nos sentamos aquí? –gruñe de nuevo el sabio doctor.
–Porque esta terraza se llama “Impacto” y desde luego no podemos rechazarla.
–¿No había otra?
–Sí. Enfrente está “Mogambo”. Pero está vacía. Aún no ha llegado Ava Gardner, parece.
En el paseo, los encuentros universales de antes de los toros. Una peña que viene desde la Raya; un crítico salmantino; unos ganaderos de Valladolid, una familia de tratantes de Medina… Todo el mundo se saluda, con la secreta complacencia, pienso, de saber que por fin van a ir a los toros.
–No hay peñas del pueblo. Ni pasacalles – comenta Jorge.
–Es verdad. Me temo que con las restricciones de la peste han suprimido las charangas y las peñas.
–Pues vaya una corrida de feria…
Ecos de otro momento, otros lugares. Luego en la plaza Morante de la Puebla trae como una voz de unas verónicas del sur, un aroma a cortijo en medio de estas llanuras secas. Juan Ortega, más tarde, dibuja un toreo clásico, alado, que nos recuerda a un Pepín Martín Vázquez, a quien ninguno hemos visto. Pero nos lo imaginamos. El tercer torero, el joven Alejandro Marcos, tiene aire de campo y tentadero en silencio. Viene de la Fuente de San Esteban, en el corazón del Campo Charro.
La plaza, en medio de la sequedad de La Armuña, disfruta de la fiesta, y la seriedad del toreo de nuevo. Las mujeres llevan tacones, y pañuelos caros. Los hombres guardan un puro sin encender en la solapa. No se puede fumar, tampoco. Se había guardado al comienzo un minuto de silencio en memoria de Víctor Barrio, muerto una tarde aciaga en Teruel, y al término los altavoces habían pregonado las normas del festejo.
Juan Ortega dibuja una verónica lentísima y como si no hubiera ocurrido nada. Morante le baja la mano a un toro abanto. Al final de cada faena vemos al sargento de la Guardia Civil, bajo nuestro asiento, coger indefectiblemente la radio móvil que porta con él y hablar con alguien. Al poco, el presidente saca los pañuelos.
–Yo creo que aquí los trofeos los concede la Guardia Civil –le indico a Jorge.
–Sí. Yo también. No es mala solución.
Y convenimos entonces en proponer en el futuro a la Benemérita como legisladora de todo trofeo taurino en cualquier plaza, Francia incluida.
La Guardia Civil, con nuestro beneplácito, acompaña luego la salida de los toreros por la puerta grande del recinto. Salen los tres a hombros y el sargento ordena el tráfico.
Ecos en la noche, también. Con la fresca, en una nueva terraza de la avenida del escritor arevalense comenzamos a recordar y evocamos el toreo de Victoriano de la Serna, tal como lo contaba Pepe Amorós en sus memorias; una tarde de Pepe Luis Vázquez en Las Ventas que nunca se repitió, o el memorable capote de Chucho Solórzano cuando arribó a España y nadie aún lo había visto. Historias interminables en la terraza de Arévalo, que las tardes en Castilla tienen estas cosas.
–¿Por qué nos hemos sentado en esta terraza? –insiste nuestro erudito compadre, frente a una frasca de blanco de Rueda.
–Porque se llama “Mitos”, licenciado García.
–Y además está enfrente del Cuartel de la Guardia Civil.
–Ahí me han dado. Tráigame otra frasca, joven.
Baja una brisa insólita desde los sembrados. Y otras voces, otras fechas, sobre la colina de La Armuña en la tarde de toros.