Ignacio Ruiz Quintano
Con la primavera le brotan al español dos aficiones: la culta del escritor en cóctel y la milenaria del toro en plaza. Yo, para la plaza, quería llevar este año, en vez de pañuelo, un manojo de espárragos verdes, y el verdulero me ha vendido unos de Camuñas que llevan la siguiente dedicatoria en la faja: «À la mémoire de I. Kant le philosophe». ¡Caramba! Con eso, que te lo ve un «juanpedro» y salta la barrera para arrancarte el manojo, ¿cómo le pides al señor Lamarca que devuelva un toro?
Nuestro tiempo sigue siendo un tiempo gris, aunque uno tome el sol del nuevo siglo. ¿Tiene un siglo al comienzo algo que no tenga al final? Cuando Virginia Wolf dijo que, «más o menos en diciembre de 1910, la naturaleza humana cambió», ¿qué vino a decir en realidad? Porque, realmente, lo único que había cambiado, y esto lo ha dicho un señor tan serio como Rorty, era el comportamiento sexual de algunos de los amigos y conocidos de la señora Wolf.
El pensamiento anglosajón es como el Google, que no hay quién lo engañe: al autor que escribe «conejitos», la máquina le saca los colores: «Usted quiso decir “coños”.»
Nuestra industria literaria nunca ha dispuesto de estos adelantos. Aquí, los políticos tuvieron que echárselas de escritores para alcanzar notoriedad, y los escritores, para alcanzar notoriedad, no han tenido otro remedio que echárselas de políticos. Más o menos en los tiempos en que, según Virginia Wolf, la naturaleza humana estaba cambiando, la envidia del escritor ibérico era el típico escritor italiano que de su ministerio de las Colonias recibía la orden de encaminarse a la Tripolitania a describir las pasiones libias.
Italia, Alemania, Francia..., comprendiendo que la vida moderna se basaba en la propaganda, enviaban sus mejores novelistas a escribir fantasías por encargo ministerial. España, mientras tanto, y ésta era una queja muy regeneracionista, sólo conocía ministros inclinados a distinguir a ciertos hombres de letras con destinillos para entretener necesidades mensuales. De ahí esa actitud de pasarse la vida anonadando a los transeúntes con un libro que caracteriza al escritor ibérico. Madrid está atestado de bares y oficinas públicas donde nadie se atreve a entrar por terror al «¡Le voy a mandar a usted mi último libro...!»
La República fue el primer socorro a la literatura. Azaña era del gremio y, al encargarse del Poder, ofreció a los autores un té con pastas en la Presidencia, cuyos camareros, según los cronistas, recibieron la orden de no preocuparse de las cucharillas. Con la Dictadura se pasaron al café, hasta el punto de que los escritores dormían en los cafés como los pájaros anidan en los árboles. Y ahora, con la Democracia, han creado un Parlamento. ¿Cómo llegan ahí? ¿Por elección o por sorteo? Montesquieu sostiene que el sufragio «par le choix» es de naturaleza aristocrática y que el sufragio «par le sort» es de naturaleza democrática, pero Montesquieu no es miembro del Parlamento Internacional de Escritores.
A los miembros del Parlamento Internacional de Escritores se los reconoce porque encabezan sus artículos con el PIE, y esto nos lleva nada menos que a Edipo, cuyo nombre significa «aquél que conoce la respuesta al enigma de los pies». Para ser llamado complejo, Edipo hubo de matar a su padre y acostarse con su madre, pero a un escritor contemporáneo le basta con pertenecer al Parlamento Internacional de Escritores, que sólo es la versión culta —es decir, comercial— de la bulliciosa oficina de San Jerónimo cuyos empleados siguen divididos en dos bandos: uno, pequeño, que se dedica a escribir en los periódicos sin aparecer nunca por el escaño, y otro, grande, que va al escaño a leer lo que los primeros escriben en los periódicos.
El pequeñín Azaña era del gremio