Ignacio Ruiz Quintano
Así firmó Goya una carta a su amigo Zapater, apellido que ya entonces prometía progresismo, si damos crédito a Matilla, un conservador del Prado que sostiene, para airear una exposición de la que es comisario, que lo que hay detrás de la Tauromaquia de Goya no es el arte de un pintor que recrea un ritual de violencia —después de todo, la mayor fuerza creadora de la cultura española—, sino una astuta denuncia ilustrada de la fiesta delos toros.
En lenguaje popperiano, estaríamos ante un fenómeno de «expresionismo epistemológico», según el cual el producto artístico de un hombre constituye la expresión enmascarada de su estado interno. Con eso, y un poco de psicoanálisis, tampoco faltan quienes defienden que el idealismo de Berkeley, su negación de la materia, es la expresión de la analidad inconsciente producida por su colitis, o que la charlatanería de Hegel es la expresión de su aislamiento depresivo. Y, ya puestos, si creemos que Goya pintó la Tauromaquia para ir contra los toros, ¿por qué no vamos a creer que Velázquez fue un nietzscheano «avant la lettre» que pintó su Cristo para denunciar a la Contrarreforma?
Estaba visto que las sorpresas del nuevo Prado no iban a terminarse con el cubo de Moneo. Con la de la Tauromaquia, desde luego, Goya se quedaría tan lelo como Chopin cuando se enteró de que sus paisanos se enardecían en la guerra con sus polonesas. No es para menos. En un país que no tuvo ni razón crítica ni revolución burguesa —ni un Kant cortando la metafísica de las ideas ni un Robespierre cortando las cabezas de la nobleza—, salió Goya, percibió ese «horror vacui» cultural y lo llenó con los toros, que iban contra el progreso y la razón.
Hombre, para razón, la de Foxá: cuando un pueblo sobre un bistec ensangrentado coloca, en lugar de mostaza, unas banderillas de lujo, se encuentra muy lejos de lo cartesiano y de la lógica. Lo lógico, pues, era que los aguafuertes los comprasen los franceses, cuyo gobierno, andando el tiempo, resolvió con ingenio la contradicción progresista de la tauromaquia: al toro se lo podía matar porque no era un animal doméstico, democrático, sino una fiera casi totalitaria.
Mas la teoría de Matilla mata —aunque poco, como su propio nombre indica— dos pájaros de un tiro: atrae a los «culteros» y anima al chauvinismo merluzo a pensar que aquí hubo una ilustración. El precio es convertir a Goya en una especie de Joaquín Luqui de la no-violencia, un apóstol de la pasividad ante el agravio, un repartidor de estampas bramánicas tratando de persuadir al pueblo de las ventajas del «dexamiento» místico. Sólo que no iban por ahí los ilustrados.
La oposición ilustrada a los toros no fue de índole moral, sino utilitaria. ¡Cuántos lunes perdidos! ¡Ycuántos prados! «Con lo que come un toro de lidia—decían— se puede alimentar a una vaca de leche.» Natural. Pero entonces hay que preguntarse: ¿estaría Goya en el Prado, si hubiera pintado vacas de leche? En las tardes de Manolete, un limpiabotas, cordobés, daba conversación a Foxá: «¿Qué hora es, señorito?» «Las seis y media.» «Él estará matando a su segundo toro.» Pero imaginemos que, en vez de cualquier tarde, hubiera sido cualquier mañana, y que ese mismo limpiabotas, después de preguntar la hora, hubiera dicho: «Él estará ordeñando a su segunda vaca.»
Como en el mito de Fausto y Mefistófeles dice Foxá que el toreo devuelve la juventud a la ciudad envejecida de reglamentos urbanos. Ahora, deducir de la Tauromaquia una antitauromaquia es una interpretación libre, por supuesto, pero inspirada no en la «Enciclopedia», sino en el «Juanito». Por esta razón supongo evidente el triunfo de la exposición en los periódicos.