Lo
grave es esta mentalidad, en cuya virtud se suprime la pena de muerte
sobre el papel, a sabiendas de que es imposible suprimirla en la
realidad. Se suprime la pena de muerte, dejando al Estado sin este medio
de defensa; pero los gobernantes cuentan con la ley de fugas para
defender sus cargos y seguir en el Poder
Julio Camba
Yo no me tengo por un hombre que se deje llevar demasiado de la sensiblería en cuestiones políticas. Creo que los Estados están en la obligación ineludible de defenderse y que cuando un gobernante ejecuta ciertos actos en defensa del Estado es porque el Estado carece de personalidad física para ejecutarlos por sí mismo. No soy, por lo tanto, de esos ciudadanos que tan pronto la policía da una carga para reprimir un disturbio le llaman asesino al ministro de la Gobernación, aunque toda mi experiencia me demuestra que las cargas de policía más bien promueven los disturbios que los sofocan. Poco a poco mi organismo ha ido eliminando todas las toxinas humanitaristas que lo debilitaban, y hoy me siento capaz de afrontar ciertas realidades con igual fortaleza que si no hubiese respirado nunca el aire confinado del Ateneo, el de la Rotonda de Montparnasse, o el del viejo Café des Westens, de Berlín.
Es decir, que estoy muy lejos de ser un “humanitarizante”; pero ello no quita para que los sucesos de Casas Viejas me pongan los pelos de punta. Todo lo ocurrido en el pequeño pueblo andaluz me parece una vergüenza, un horror y una abominación. Ya puede la República mandar sus vestiduras al tinte. La sangre de Casas Viejas las empapó de tal modo, que no hay procedimiento químico ni político capaz de darles una apariencia decente.
Y es que en Casas Viejas no fue el Estado quien mató. El Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, hubo que hacer las matanzas a espaldas suyas. De aquí toda la ferocidad, todo el ensañamiento, toda la perfidia y toda la alevosía monstruosamente repugnante de aquellos crímenes. Es como cuando un asesino cualquiera se pone a desmenuzar en pequeños trozos el cadáver de su víctima para distribuirlo luego, por medio del servicio postal, entre las personalidades más distinguidas del Bailly Baillière. ¿Se imagina alguien acaso que hay en el mundo criminales capaces de incurrir por gusto propio en semejante crueldad? Lo que ocurre es que el asesino necesita cuanto antes hacer eso que los traductores de novelas policíacas francesas llaman “disponer del cadáver”. Tiene que ocultar a la mayor brevedad posible el cuerpo de su delito, y para conseguirlo no se detiene ante nada.
Yo me imagino a los hombres de Casas Viejas como a unos neófitos de la represión política, que comienzan por dar un mal paso y, asustados ante su propia obra, van amontonando, en el deseo de borrarla, horror sobre horror y abominación sobre abominación. Es la interpretación más benévola que puedo hacer de su conducta; pero ¿qué importan, en último término, los hombres de Casas Viejas?
Lo grave es esta mentalidad, en cuya virtud se suprime la pena de muerte sobre el papel, a sabiendas de que es imposible suprimirla en la realidad. Se suprime la pena de muerte, dejando al Estado sin este medio de defensa; pero los gobernantes cuentan con la ley de fugas para defender sus cargos y seguir en el Poder. De aquí el que los ministros españoles reduzcan en seguida todo movimiento revolucionario contra el Estado a los términos de una querella particular contra ellos y lo afronten siempre con el mismo aire fanfarrón y jactancioso con que pudieran afrontar una cuestión personal.
El Estado son ellos, igual que lo era Luis XIV, pero no porque ellos tengan de su función de ministros una idea semejante a la que tenía Luis XIV de su función de monarca, sino, sencillamente, porque no tienen acerca del Estado ni la menor idea.
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
Y es que en Casas Viejas no fue el Estado quien mató. El Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, hubo que hacer las matanzas a espaldas suyas
Julio Camba
Yo no me tengo por un hombre que se deje llevar demasiado de la sensiblería en cuestiones políticas. Creo que los Estados están en la obligación ineludible de defenderse y que cuando un gobernante ejecuta ciertos actos en defensa del Estado es porque el Estado carece de personalidad física para ejecutarlos por sí mismo. No soy, por lo tanto, de esos ciudadanos que tan pronto la policía da una carga para reprimir un disturbio le llaman asesino al ministro de la Gobernación, aunque toda mi experiencia me demuestra que las cargas de policía más bien promueven los disturbios que los sofocan. Poco a poco mi organismo ha ido eliminando todas las toxinas humanitaristas que lo debilitaban, y hoy me siento capaz de afrontar ciertas realidades con igual fortaleza que si no hubiese respirado nunca el aire confinado del Ateneo, el de la Rotonda de Montparnasse, o el del viejo Café des Westens, de Berlín.
Es decir, que estoy muy lejos de ser un “humanitarizante”; pero ello no quita para que los sucesos de Casas Viejas me pongan los pelos de punta. Todo lo ocurrido en el pequeño pueblo andaluz me parece una vergüenza, un horror y una abominación. Ya puede la República mandar sus vestiduras al tinte. La sangre de Casas Viejas las empapó de tal modo, que no hay procedimiento químico ni político capaz de darles una apariencia decente.
Y es que en Casas Viejas no fue el Estado quien mató. El Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, hubo que hacer las matanzas a espaldas suyas. De aquí toda la ferocidad, todo el ensañamiento, toda la perfidia y toda la alevosía monstruosamente repugnante de aquellos crímenes. Es como cuando un asesino cualquiera se pone a desmenuzar en pequeños trozos el cadáver de su víctima para distribuirlo luego, por medio del servicio postal, entre las personalidades más distinguidas del Bailly Baillière. ¿Se imagina alguien acaso que hay en el mundo criminales capaces de incurrir por gusto propio en semejante crueldad? Lo que ocurre es que el asesino necesita cuanto antes hacer eso que los traductores de novelas policíacas francesas llaman “disponer del cadáver”. Tiene que ocultar a la mayor brevedad posible el cuerpo de su delito, y para conseguirlo no se detiene ante nada.
Yo me imagino a los hombres de Casas Viejas como a unos neófitos de la represión política, que comienzan por dar un mal paso y, asustados ante su propia obra, van amontonando, en el deseo de borrarla, horror sobre horror y abominación sobre abominación. Es la interpretación más benévola que puedo hacer de su conducta; pero ¿qué importan, en último término, los hombres de Casas Viejas?
Lo grave es esta mentalidad, en cuya virtud se suprime la pena de muerte sobre el papel, a sabiendas de que es imposible suprimirla en la realidad. Se suprime la pena de muerte, dejando al Estado sin este medio de defensa; pero los gobernantes cuentan con la ley de fugas para defender sus cargos y seguir en el Poder. De aquí el que los ministros españoles reduzcan en seguida todo movimiento revolucionario contra el Estado a los términos de una querella particular contra ellos y lo afronten siempre con el mismo aire fanfarrón y jactancioso con que pudieran afrontar una cuestión personal.
El Estado son ellos, igual que lo era Luis XIV, pero no porque ellos tengan de su función de ministros una idea semejante a la que tenía Luis XIV de su función de monarca, sino, sencillamente, porque no tienen acerca del Estado ni la menor idea.
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
Y es que en Casas Viejas no fue el Estado quien mató. El Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, hubo que hacer las matanzas a espaldas suyas