Cuando los hombres de la República se incautaron del Estado español, se vio bien a las claras que no querían introducir en él ninguna reforma fundamental, ni muchísimo menos, y que, si lo deshacían y lo ponían en pedazos, era, sencillamente, para mejor repartírselo entre unos y otros
Julio Camba
Sevilla, 4 de enero de 1938
Sevilla, 4 de enero de 1938
Hay dos maneras de concebir el Estado en relación con los agentes que
han de desempeñar sus funciones. La una consiste en considerar los
cargos públicos como puestos de honor y de peligro, no asignándoselos
nunca a nadie que no esté dispuesto a sacrificarse por ellos. La otra,
enteramente contraria, estriba en conceptuar
estos cargos como prebendas o sinecuras y en distribuirlos, a modo de
premio, entre los correligionarios más consecuentes, los parientes más
pobres, los amigos más entrampados o los contertulios con mayor y más
raquítica familia que sacar adelante.
Cuando los hombres de la República se incautaron del Estado español, se vio bien a las claras que no querían introducir en él ninguna reforma fundamental, ni muchísimo menos, y que, si lo deshacían y lo ponían en pedazos, era, sencillamente, para mejor repartírselo entre unos y otros. Se apoderaron del Estado con el mismo criterio que hubieran podido apoderarse de un salchichón y, ni cortos ni perezosos, procedieron a merendárselo vorazmente en presencia del país entero, que, siempre cándido y confiado, se decía:
–Bueno. Primero habrá que dejarlos tomar algunas fuerzas, que bien deben de necesitarlas, los pobres, y, luego, ya empezarán a trabajar...
Aquello no era ya el Estado-premio o recompensa que, en último término,
es un tipo de Estado tan comprensible como cualquier otro, sino más bien
el Estado-merienda. Era el Estado-magras con jamón, o el Estado-cazuela
de bacalao: un Estado así como para
aflojarse la cintura al llegar junto a él y llenarse la andorga sin
mayores remilgos, según cumple a personas verdaderamente democráticas...
Esto era el Estado en manos de aquellos señores y esto continúa
siendo todavía en la parte de España que aún tiene la desgracia de
sufrirlos.
La guerra no les dio a los hombres de la República ninguna lección de continencia. Al contrario. Por si venían mal dadas, quien más y quien menos todos procuraron desde un principio poner a salvo su porvenir, y la francachela adquirió unas proporciones fantásticas. Cargos, encomiendas, representaciones diplomáticas en islas inverosímiles de palmeras y cocoteros, comisiones, arbitrios, porcentajes, viudedades, orfanazgos, ascensos, pensiones, recompensas, subsidios, anticipos... ¡qué sé yo! Allí, el que no interviene de alguna manera en el Estado se muere materialmente de hambre, mientras el que interviene come a dos carrillos.
Es el concepto –esencialmente democrático– del Estado-merienda o comilona, Estado que, evidentemente, sirve para engordar a muchos, pero que deja en los huesos a la inmensa mayoría y cuya eficacia, por lo demás, resulta prácticamente nula, ya que, al aumento constante e inevitable de funcionarios, tiene que corresponder, en justa equivalencia, una disminución progresiva de su autoridad y de su responsabilidad. En la España nacional, y sólo con el número de personas estrictamente indispensables, la máquina del Estado funciona, en cambio, con una seguridad y una precisión a la que desde hace siglos estábamos desacostumbrados todos los españoles, y no es que no sea precisamente otra máquina, sino que es otro el criterio con que se la maneja.
Es, en una palabra, que no se la maneja en beneficio propio, sino en el de los demás, y que su manejo se considera un deber en vez de seguir considerándolo un privilegio.
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
La guerra no les dio a los hombres de
la República ninguna lección de continencia. Al contrario. Por si
venían mal dadas, quien más y quien menos todos procuraron desde un
principio poner a salvo su porvenir, y la francachela adquirió unas
proporciones fantásticas