Hughes
Abc
Hace unos días, unos periodistas americanos recordaban en la red social a un colega fallecido. Se cumplía un año de su muerte. Fue un suicidio, y quizás por eso me animé a leer (cosa que evito en lo posible). Scott Timberg, de 50 años, se quitó la vida en diciembre de 2019. Era un periodista cultural muy llorado. Alguien realmente bueno. Obstinado y a la vez sin prejuicios, describían. Un apasionado. Vi una foto y se parecía a un amigo mío. La típica cara, con las gafitas, de alguien que agarra una cerveza de forma estimativa mientras atiende a un concierto.
Empecé a leer y, contra lo que suele suceder, mantuve el interés pasados 50 segundos. Su trabajo era muy elocuente, casi una explicación. Había escrito un libro, “Culture Crash: The Killing of the Creative Class”, donde criticaba los efectos culturales de la polarización económica y la “gig economy”. Era en 2015. Ese mismo año firmó un artículo en el que contaba que por razones económicas dejaba la ciudad de Los Ángeles.
Timberg llegó allí de joven y se convirtió pronto en un apasionado angelino. Un experto en su cultura, su pasado, sus lugares, sus artistas. Su vida trazó una rápida curva ascendente. Llegaron novias, trabajo, amigos, una casa, un matrimonio y familia, hasta que la crisis sacudió, como tantas otras cosas, a los periódicos. Fue despedido de LA Times en 2008 y se hizo autónomo. Trabajaría mucho más, pero ya dentro de la precariedad. Más esfuerzo para ganar mucho menos. “Perdí mi trabajo, mi casa, mi crédito y cualquier esperanza de una eventual jubilación”. Se fue a vivir de alquiler y comenzó a vivir “de mes en mes”. Cada mes era una absoluta incertidumbre. Timberg tenía que dejar la ciudad y se resistía por razones, creo, no enteramente románticas: su especialización laboral era la vida cultural de la ciudad, ¿cómo hacerlo desde fuera?
Los Angeles, California entera, se había convertido en una zona inhabitable. Ricos y pobres. Tras la crisis, los viejos empleos (el periodismo lo es) no habían vuelto, pero los alquileres se habían disparado por la alta demanda de millonarios de todo el mundo, atraídos, irónicamente, por la fascinante cultura californiana. Un buen periodista cultural, sin embargo, ya no tenía sitio allí. El crítico cultural de la ciudad debía marcharse. Timberg se sintió engañado. Los Angeles, my lady, era como una mujer fascinante que acaba pegándote algo. El periodista anunció su despedida con tonos elegíacos: dejaría la ciudad.
Perdido su trabajo y las condiciones básicas para realizarlo, sólo tuvo que mirar alrededor. No le estaba pasando solo a él. Timberg vio su mundo derrumbarse: sus amigos, editores, los dueños de las tiendas de discos, los promotores, los dueños de sellos, los artistas, poetas, contrabajistas… No sólo era su ruina, era la de un ecosistema, una comunidad. Así que escribió sobre ello. Les dio voz en su libro. La previsible queja de los expulsados de la cultura angelina. Los incluyó, para empezar, en el concepto de clase creativa. No sólo lo es el compositor, también el fanático de la música que abre una tienda de discos (figura que sonará medieval a los jóvenes). Por lo que cuentan algunas recensiones, se trataba de una queja bien trabajada sobre el efecto de la gig economy en la cultura, la devastación del sector. Era una respuesta airada y sesuda a las proclamaciones optimistas sobre un nuevo despertar cultural por la tecnología. En su libro y en su artículo, Timberg añora las condiciones de vida de la clase media. Un status perdido. ¿Puede haber realmente una cultura sin eso? En su libro llega a extender su nostalgia a los años 50 y 60, por la importancia que las figuras culturales tenían en la vida americana. Timberg daba voz, entonces, a un tipo humano actual, casi un arquetipo: quienes se han visto sorprendidos por el futuro. Por la ausencia de empleos dignos de tal nombre, por la miseria llena de eufemismos del emprendimiento, por la anónima sumisión a las plataformas de internet y por la destrucción de un sistema de referencias y jerarquías. El periodismo, primero; la cultura, después. Los diarios ya no pueden mantener a críticos de espectáculos, teatros, rock, ópera y literatura. La muerte del crítico puede ser saludada como una sana democratización del juicio, pero también como la desaparición del viejo prescriptor, de un mandarinato.
Es previsible la reacción: Timberg era blanco, varón y había sido privilegiado. Hay gente diversa haciendo cosas nuevas por primera vez y quizás él no supo verlo. También hay otra queja, aún más justa: esto es noticia porque le pasa a un periodista. Cierto.
En otras condiciones, no me atrevería a trazar la línea que va de una ruina profesional a un suicidio, pero sus amigos nos permiten hacerlo. Timberg, escribió Dana Gioia, seguiría vivo de no haber sido despedido.
Es la muerte de un periodista cultural. Alguien que vio durante una larga década de decadencia cómo cambiaban el periodismo y la cultura, es decir, el fin de un oficio. Alguien forzado a dejar su trabajo y su ciudad. Expulsado de un sueño también moribundo. “Los Angeles colonizó nuestras mentes”, dijo alguien. El caso de Timberg sería el de los mineros, el de los empleados de fábrica, si no hubiera además ese pequeño y trágico detalle: el previsible final de una cultura.