Ignacio Ruiz Quintano
Una marea de despidos en empresas con beneficios avanza sobre América. Hay que salvar a la Bolsa. En una entrevista con Studs Terkel, autor de «American Dreams: Lost and Found», el directivo Dan O’Brien, cuyo trabajo, por cierto, consistía en ejecutar los despidos hasta que, sin previo aviso, él mismo fue despedido por su empresa, declaró: «En tres ocasiones tuve mi foto en las páginas financieras del “Wall Street Journal”, y de pronto me ocurrió lo que me ocurrió... Pero ¿qué demonios es el capitalismo? Me dio un golpe mortal en la cabeza y todavía ando arrastrándome por la calle tratando de respirar.»
Mr. O’Brien no había caído en que el que pierde su empleo puede volver a trabajar, aunque siempre con mayor horario y por menor salario. Pertenecía, sin duda, a esa nueva clase media, cultural y políticamente cruda e ignorante, para la cual no hay más alma que la psicología ni más teología que la economía ni más dios que un mercado que tiene por templo el edificio de la Bolsa. «¡Qué agradable, decía Bertrand Russell, sería un mundo en el que no se permitiera a nadie operar en la Bolsa a menos que hubiese pasado un examen de economía y poesía griega, y en el que los políticos estuviesen obligados a tener un sólido conocimiento de la historia y de la novela moderna!» En la lógica de Russell no cabía que una sociedad que prohíbe a un hombre practicar la medicina a menos que posea algún conocimiento de anatomía consienta, sin embargo, a cualquier financiero operar libremente sin el menor conocimiento de los efectos de su actividad, con la única excepción del efecto sobre su cuenta corriente. Y, a modo de ejemplo, nos invitaba a imaginar a un magnate enfrentado a la siguiente pregunta: «Si tuviera que establecer usted un monopolio triguero, ¿qué efectos tendría sobre la poesía alemana?» Al parecer, éste es el sentido del Plan de Fomento de la Lectura presentado por el Gobierno.
Apenas hace un año, la nueva economía aún postulaba, dándola por resuelta, la cuadratura del círculo: pleno empleo sin inflación. Con eso, la palabra «desempleo», que había sido inventada en 1895 y que luego se convirtió en la base de la herejía keynesiana —introducir al Estado en el «laissez faire»—, desaparecía del vocabulario de la renovada ortodoxia, que sólo en el idioma inglés, y para la palabra «despido», dispone de tantos eufemismos como la palabra «muerte», el otro tabú de la sociedad contemporánea.
El tótem, ya lo sospechamos, está en la Bolsa, y los señores Greenspan y Duisenberg —¿cómo ignorar sus nombres?— la vigilan con los mismos escrupulosos excesos con que los sacerdotes cuidan el poste totémico que influye en los destinos de la tribu, que somos nosotros. ¿Quién será el guapo que se atreva a pasar ante esos postes totémicos que representan los índices bursátiles sin hacer las reverencias de rigor y con las manos en los bolsillos? Visto desde abajo, el espectáculo de la nueva economía resulta soberbio: las marcas más populares caen como bolos, y el mercado premia cualquier anuncio de reducción de plantillas con subidas en los precios de las acciones. Antes, cuando la civilización sentía que su final se acercaba, mandaba a llamar a los curas. Ahora, esa misma civilización, en cuanto siente que un buen ciclo económico puede dar paso a un mal ciclo económico, manda a llamar a los consultores con conocimientos de psicología, por la cosa del drama edípico, y «master» en inglés, por la cosa de llamar «excesed» al «sobrante», «involuntary separated» al «separado involuntariamente» y al «no seleccionado», «deselected».
Los ciclos económicos describen, en efecto, un círculo semejante al de aquellos ciclos aztecas que Octavio Paz comparaba con las ruedas de suplicios que aparecen en las novelas de Sade. Desde el punto de vista moral, ¿qué diferencia hay entre la crueldad azteca, fruto de «un irrefutable silogismo-puñal», y la crueldad bursátil? Según Paz, el dios nacional de los aztecas confiscó una visión del universo singularmente profunda y compleja para transformarla en un instrumento de dominación. La divinidad encarna en la sociedad y le impone tareas inhumanas: sacrificar y ser sacrificada. Ésta es la cosmogonía de la globalización.
Studs Terkel
La palabra «desempleo», que había sido inventada en 1895 y que luego se convirtió en la base de la herejía keynesiana —introducir al Estado en el «laissez faire»—, desaparecía del vocabulario de la renovada ortodoxia, que sólo en el idioma inglés, y para la palabra «despido», dispone de tantos eufemismos como la palabra «muerte», el otro tabú de la sociedad contemporánea