Ignacio Ruiz Quintano
No creo que nadie haya hecho algo para nacer, y, sin embargo, una vez en la vida, todo el mundo toma como una injusticia la certeza de ser privado de ella algún día. De este sin sentido, como ven, vive Mefistófeles, que ahora viene en batín de genetista para cobrarse, entre rosas flotantes y nalgas angélicas, el alma que le tenemos prometida, aunque Harold Bloom sostiene que en la época del feminismo y sus ideologías aliadas la era del hombre fáustico ha pasado definitivamente.
Bloom, para quien «Fausto» constituye el más grotesco e inasimilable poema occidental—«como fantasía erótica no tiene rival»—, se estremece al contemplar las lecturas feministas de Goethe, poeta que idealizó y, por tanto, demonizó a las mujeres. Y aclara: «Cuando el Coro Místico concluye la segunda parte de “Fausto” salmodiando: “El eterno femenino nos muestra el camino”, es probable que una mujer de ahora pregunte: “¿A qué?”»
Ya Gómez de la Sema se había preguntado en sus «Caprichos» por qué hay la leyenda de varios Faustos y ninguna de una Fausta mujer: «¿Cómo siendo el hombre un resignado con la vejez y la mujer una disparatada rebelde contra las arrugas, no ha aparecido la vieja rejuvenecida por el diablo? ¿Cómo siendo una compradora de todo a plazos no compra la juventud luciferina a crédito de su alma?» Todas las respuestas quedan a expensas de la investigación genómica, cuya coordinación, al parecer, va a depender en España de Celia Villalobos, que así, con su aire a lo Sainkho, la gran dama de la música tuvense, se convierte en nuestra Eva mitocondrial, siquiera ministerialmente. ¿Qué hacer?
Porque aquí ya no se trata de echar un zancarrón en el caldo del Dómine Cabra, sino de desarrollar algo parecido al ideario filosófico de Sloterdijk. El humanismo, se nos dice, ha muerto. Su misión consistía en «domesticar» lo «salvaje» de los hombres, pues, en palabras del obispo de Mondoñedo-Ferrol, «donde hay hombre, puede haber lo que sea». Enterrado el humanismo, de nuestra domesticación podría encargarse, según la propuesta de Sloterdijk, la genética, que de momento ha desatado la euforia con la promesa de hacer desaparecer las enfermedades. ¿Hemos de alegramos de ello?
De entrada, toda enfermedad es una aventura. De hecho, decía Camba, cuando se llega a cierta edad es la única aventura posible. Pero, ¿a qué edad se es viejo? Bemard Shaw confesaba sentirse a los ochenta años tan joven como cuando tenía quince, declaración que, según Camba, honraba la última parte de su vida, pero que no enaltecía mucho la primera. En la iglesia parroquial de pueblo que había escogido para vivir retirado había una lápida que decía: «Jane Eversley. Nacida en 1815. Muerta en 1895. Su vida fue breve.» Y Shaw, señalándosela a sus visitantes, explicaba: «Ustedes comprenderán que si aquí se puede decir de una mujer que vivió ochenta años que su vida fue breve, éste es el clima que yo necesitaba.» Bien, pues al ritmo de «faisaneo» que llevamos, dentro de cuarenta años toda España gozará del mismo «clima joven» que el pueblo de Bernard Shaw.
Socialmente, la edad de «faisanarse» llega cuando los demás empiezan a encontrarlo a uno muy joven. Tom Kirkwold, autor de «El fin del envejecimiento», achaca el «faisanaje» al hecho de vivir con unos cuerpos que fueron diseñados para la Edad de Piedra, y estamos en el siglo XXI. Como especie, pues, podemos darnos la misma importancia que Groucho Marx le daba a su bisabuelo: «Todo lo que soy se lo debo a mi bisabuelo, el viejo Cyrus Tecumseh Flywheel. Si aún viviera, el mundo entero hablaría de él... ¿Que por qué? Porque si estuviera vivo tendría ciento cuarenta años.» Y es que en esto de la esperanza de vida media los más difíciles siguen siendo los primeros ciento cuarenta años. Para alcanzarlos, los moralistas consideran imprescindible llevar una vida sana, que en su lenguaje significa morigerada, aunque luego siempre es al impío a quien uno ve floreciendo como un verde laurel. Y si a Goethe le bastaron sesenta años para componer sus doce mil ciento once versos fáusticos, ¿qué razón tenemos nosotros para desear que la vida sea más larga de lo que es?
Bloom, para quien «Fausto» constituye el más grotesco e inasimilable poema occidental—«como fantasía erótica no tiene rival»—, se estremece al contemplar las lecturas feministas de Goethe, poeta que idealizó y, por tanto, demonizó a las mujeres. Y aclara: «Cuando el Coro Místico concluye la segunda parte de “Fausto” salmodiando: “El eterno femenino nos muestra el camino”, es probable que una mujer de ahora pregunte: “¿A qué?”»
Ya Gómez de la Sema se había preguntado en sus «Caprichos» por qué hay la leyenda de varios Faustos y ninguna de una Fausta mujer: «¿Cómo siendo el hombre un resignado con la vejez y la mujer una disparatada rebelde contra las arrugas, no ha aparecido la vieja rejuvenecida por el diablo? ¿Cómo siendo una compradora de todo a plazos no compra la juventud luciferina a crédito de su alma?» Todas las respuestas quedan a expensas de la investigación genómica, cuya coordinación, al parecer, va a depender en España de Celia Villalobos, que así, con su aire a lo Sainkho, la gran dama de la música tuvense, se convierte en nuestra Eva mitocondrial, siquiera ministerialmente. ¿Qué hacer?
Porque aquí ya no se trata de echar un zancarrón en el caldo del Dómine Cabra, sino de desarrollar algo parecido al ideario filosófico de Sloterdijk. El humanismo, se nos dice, ha muerto. Su misión consistía en «domesticar» lo «salvaje» de los hombres, pues, en palabras del obispo de Mondoñedo-Ferrol, «donde hay hombre, puede haber lo que sea». Enterrado el humanismo, de nuestra domesticación podría encargarse, según la propuesta de Sloterdijk, la genética, que de momento ha desatado la euforia con la promesa de hacer desaparecer las enfermedades. ¿Hemos de alegramos de ello?
De entrada, toda enfermedad es una aventura. De hecho, decía Camba, cuando se llega a cierta edad es la única aventura posible. Pero, ¿a qué edad se es viejo? Bemard Shaw confesaba sentirse a los ochenta años tan joven como cuando tenía quince, declaración que, según Camba, honraba la última parte de su vida, pero que no enaltecía mucho la primera. En la iglesia parroquial de pueblo que había escogido para vivir retirado había una lápida que decía: «Jane Eversley. Nacida en 1815. Muerta en 1895. Su vida fue breve.» Y Shaw, señalándosela a sus visitantes, explicaba: «Ustedes comprenderán que si aquí se puede decir de una mujer que vivió ochenta años que su vida fue breve, éste es el clima que yo necesitaba.» Bien, pues al ritmo de «faisaneo» que llevamos, dentro de cuarenta años toda España gozará del mismo «clima joven» que el pueblo de Bernard Shaw.
Socialmente, la edad de «faisanarse» llega cuando los demás empiezan a encontrarlo a uno muy joven. Tom Kirkwold, autor de «El fin del envejecimiento», achaca el «faisanaje» al hecho de vivir con unos cuerpos que fueron diseñados para la Edad de Piedra, y estamos en el siglo XXI. Como especie, pues, podemos darnos la misma importancia que Groucho Marx le daba a su bisabuelo: «Todo lo que soy se lo debo a mi bisabuelo, el viejo Cyrus Tecumseh Flywheel. Si aún viviera, el mundo entero hablaría de él... ¿Que por qué? Porque si estuviera vivo tendría ciento cuarenta años.» Y es que en esto de la esperanza de vida media los más difíciles siguen siendo los primeros ciento cuarenta años. Para alcanzarlos, los moralistas consideran imprescindible llevar una vida sana, que en su lenguaje significa morigerada, aunque luego siempre es al impío a quien uno ve floreciendo como un verde laurel. Y si a Goethe le bastaron sesenta años para componer sus doce mil ciento once versos fáusticos, ¿qué razón tenemos nosotros para desear que la vida sea más larga de lo que es?
Sainkho, la gran dama de la música tuvense
Por qué hay la leyenda de varios Faustos y ninguna de una Fausta mujer: «¿Cómo siendo el hombre un resignado con la vejez y la mujer una disparatada rebelde contra las arrugas, no ha aparecido la vieja rejuvenecida por el diablo? ¿Cómo siendo una compradora de todo a plazos no compra la juventud luciferina a crédito de su alma?»