Ignacio Ruiz Quintano
Vino a decirlo Sigourney Weaver, en San Sebastián: «Europa está mucho más abierta a la excentricidad que Estados Unidos.» Bueno, Europa fue la cuna de aquel liberalismo que enseñaba a disfrutar más con la discrepancia inteligente que con la conformidad pasiva, pues, si uno valora la inteligencia como debiera, aquella discrepancia significa un acuerdo más profundo que esta conformidad.
Collins, el amigo íntimo de Locke, llamó «librepensamiento» al uso del entendimiento en esforzarse para discutir el significado de cualquier proposición, en considerar la naturaleza de la evidencia a favor o en contra de ella, y en juzgarla en conformidad con la fuerza o la debilidad aparentes de la evidencia. Sin embargo, un siglo más tarde, entre los «errores modernos» eclesiásticamente condenados figuraban el liberalismo y, naturalmente, el librepensamiento, azote del fanatismo. Ya Lutero, que era un fanático, consideraba a Copérnico un pobre traficante de paradojas que deseaba ser conocido por su excentricidad. ¿Acaso todas las ideas que hoy son convencionales no fueron excéntricas cuando surgieron? Pues ahí tienen un argumento en favor del librepensamiento, esa excentricidad inglesa basada en la certidumbre de todas nuestras creencias. Se dice que el librepensador se caracteriza no tanto por sus creencias como por su manera de sostenerlas. Pero esta actitud excéntrica requiere de la educación, el sosiego y el optimismo del XVIII, que fue el siglo del librepensamiento real, frente al librepensamiento virtual que, vía Internet, nos promete el XXI. Por ejemplo, este comentario de anteayer en TVE: «El Numancia empleó menos pólvora en vencer al Deportivo que la que gastó Viriato en abatir las defensas del heroico pueblo castellano.»
La influencia de Internet en las mentalidades es comparable a la de la Revolución francesa. Luego, cuando la Revolución culminó en la guillotina, los librepensadores se volvieron religiosos. ¿Cuál será la culminación de Internet? Alain Finkielkraut, filósofo y francés, ve en Bill Gates al sumo sacerdote de la religión de conectar a todos los analfabetos con todos los libros del mundo, lo cual que los analfabetos de los que vive Bill Gates son como las esposas de las que vivían los librepensadores dieciochescos, que las preferían creyentes para que se mantuvieran castas. Según el malicioso aforismo de G. E. Moore, cuando un filósofo dice que algo es así y así, lo que realmente quiere decir es que no es tan así. Hombre, en nuestro tiempo los filósofos dicen poco. Dicen más los políticos, aunque sin otro interés que el de hacemos creer que sus intereses son idénticos a los nuestros. Pero, políticamente, no vamos hacia el librepensamiento, sino hacia el centrismo, que consiste en su negación, y cuya única utilidad es que hace innecesario castigar excentricidades, porque no hay ninguna excentricidad que castigar. ¿Sobra, entonces, la libertad de expresión? Desde una posición centrista, no sobra, pero tampoco falta: no porque se suponga que tenemos muchas cosas que expresar, sino, al contrario, porque se supone, y se supone bien, que no tenemos que expresar ninguna. Además, si uno quiere decir que puede decir todo lo que quiere decir, ¿qué duda cabe de que puede decirlo?
Caen como bolos los viejos valores, pero no las viejas realidades, y el librepensamiento, que es el arte de la impertinencia, sólo conduce a una soledad desolada. Seguimos siendo lo que hemos sido, pero ya sin creer en lo que somos. El escepticismo, que siempre fue un privilegio de los poderosos, se pone al alcance de los pobres, que siempre habían necesitado creen en algo para contentarse con su suerte. ¿Qué les queda? La música de Sabina, que sirve «para acompañar al desgraciado», o la disciplina del asceta, que consiste en concebir solamente los deseos que la situación le permite satisfacer a uno. Inducir al ignorante a enorgullecerse de su ignorancia es el mayor refinamiento de la propaganda moderna.
Collins, el amigo íntimo de Locke, llamó «librepensamiento» al uso del entendimiento en esforzarse para discutir el significado de cualquier proposición, en considerar la naturaleza de la evidencia a favor o en contra de ella, y en juzgarla en conformidad con la fuerza o la debilidad aparentes de la evidencia. Sin embargo, un siglo más tarde, entre los «errores modernos» eclesiásticamente condenados figuraban el liberalismo y, naturalmente, el librepensamiento, azote del fanatismo. Ya Lutero, que era un fanático, consideraba a Copérnico un pobre traficante de paradojas que deseaba ser conocido por su excentricidad. ¿Acaso todas las ideas que hoy son convencionales no fueron excéntricas cuando surgieron? Pues ahí tienen un argumento en favor del librepensamiento, esa excentricidad inglesa basada en la certidumbre de todas nuestras creencias. Se dice que el librepensador se caracteriza no tanto por sus creencias como por su manera de sostenerlas. Pero esta actitud excéntrica requiere de la educación, el sosiego y el optimismo del XVIII, que fue el siglo del librepensamiento real, frente al librepensamiento virtual que, vía Internet, nos promete el XXI. Por ejemplo, este comentario de anteayer en TVE: «El Numancia empleó menos pólvora en vencer al Deportivo que la que gastó Viriato en abatir las defensas del heroico pueblo castellano.»
La influencia de Internet en las mentalidades es comparable a la de la Revolución francesa. Luego, cuando la Revolución culminó en la guillotina, los librepensadores se volvieron religiosos. ¿Cuál será la culminación de Internet? Alain Finkielkraut, filósofo y francés, ve en Bill Gates al sumo sacerdote de la religión de conectar a todos los analfabetos con todos los libros del mundo, lo cual que los analfabetos de los que vive Bill Gates son como las esposas de las que vivían los librepensadores dieciochescos, que las preferían creyentes para que se mantuvieran castas. Según el malicioso aforismo de G. E. Moore, cuando un filósofo dice que algo es así y así, lo que realmente quiere decir es que no es tan así. Hombre, en nuestro tiempo los filósofos dicen poco. Dicen más los políticos, aunque sin otro interés que el de hacemos creer que sus intereses son idénticos a los nuestros. Pero, políticamente, no vamos hacia el librepensamiento, sino hacia el centrismo, que consiste en su negación, y cuya única utilidad es que hace innecesario castigar excentricidades, porque no hay ninguna excentricidad que castigar. ¿Sobra, entonces, la libertad de expresión? Desde una posición centrista, no sobra, pero tampoco falta: no porque se suponga que tenemos muchas cosas que expresar, sino, al contrario, porque se supone, y se supone bien, que no tenemos que expresar ninguna. Además, si uno quiere decir que puede decir todo lo que quiere decir, ¿qué duda cabe de que puede decirlo?
Caen como bolos los viejos valores, pero no las viejas realidades, y el librepensamiento, que es el arte de la impertinencia, sólo conduce a una soledad desolada. Seguimos siendo lo que hemos sido, pero ya sin creer en lo que somos. El escepticismo, que siempre fue un privilegio de los poderosos, se pone al alcance de los pobres, que siempre habían necesitado creen en algo para contentarse con su suerte. ¿Qué les queda? La música de Sabina, que sirve «para acompañar al desgraciado», o la disciplina del asceta, que consiste en concebir solamente los deseos que la situación le permite satisfacer a uno. Inducir al ignorante a enorgullecerse de su ignorancia es el mayor refinamiento de la propaganda moderna.
No vamos hacia el librepensamiento, sino hacia el centrismo, que
consiste en su negación, y cuya única utilidad es que hace innecesario
castigar excentricidades, porque no hay ninguna excentricidad que
castigar
Sigourney Weaver
¿Sobra, entonces, la libertad de expresión? Desde una posición
centrista, no sobra, pero tampoco falta: no porque se suponga que
tenemos muchas cosas que expresar, sino, al contrario, porque se supone,
y se supone bien, que no tenemos que expresar ninguna