José Ramón Márquez
Elegía de mayo en Madrid
…cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte…
Gabriel Celaya
Mayo de silencio en Madrid. Mayo extraño de silencio y de vacío con la Muerte corriendo por los bulevares, por las plazuelas del Madrid de los Austrias, por el Ensanche, por el Madrid financiero de los edificios imponentes de vidrio y fealdad. Por los cinturones de ronda anda rondando la parca y la Muerte está presente en cada esquina, en cada mirada, en todos los lugares menos en el luminoso sitio donde cada tarde de mayo se la conjura y se la vence de manera ritual a las siete de la tarde. Mayo de silencio de Madrid, mayo de 2020, con la impostada alegría de algunos insensatos que atruenan los vecindarios con músicas extemporáneas y con absurdas, tristísimas, “verbenas de balcones”. Mayo de silencio en Madrid, sin los genuinos ritos del mayo madrileño en loor de San Isidro Labrador, del Isidro de los isidros, del Isidro de la fuente milagrosa, de las rosquillas tontas y listas, del Isidro de la feria de toros en Las Ventas del Espíritu Santo, de las cuarenta tardes en la piedra mirando al cielo, como labradores, a ver si esta tarde va a llover o si se echa de una vez el viento, maldito viento.
Mayo de silencio en Las Ventas, el escenario de todas nuestras tardes de mayo de los últimos siete lustros: mayo extraño sin las ilusiones, la expectación y la decepción, la ira, la exigencia, la entrega, el aplauso, la pasión; mayo que va de Escolar a Victorino, del Partido de Resina a Miura, de Adolfo a Cuadri y a Baltasar Ibán, mayo de muchos mayos, de José Antonio Campuzano dictando la ley de la estocada al volapié, de Pepín improvisando genialmente tres derechazos en los que se contiene toda la inspiración, de Antoñete crujiendo sus cascados huesos en la media verónica definitiva, de Paquito Esplá yendo al toro con la montera puesta, de Ángel Teruel dando guapamente el medio pecho al toro, de Frascuelo iniciando por bajo la faena, de Manolo Cortés echando el capote adelante y lanceando a la verónica con todo su cuerpo entero, con toda su raza. Mayo de bailes de corrales y luego de éxtasis con Curro Romero, de bronca en el tendido y de entrega cerrada a aquél que ‘lo hizo’, tardes de ¡cojo! y de ¡fuera! y de ¡torero!, de silbidos y de pañoladas, de los últimos Urcolas, todos ellos como tigres chorreados en verdugo, tardes de opiniones contrarias y de unanimidades, de un par al sesgo y otro huyendo, tardes de susto y de hule, de caídas de latiguillo, de verónicas de pegolete, de Rafaelillo dando el pecho a una alimaña, del Lili bendiciendo al tendido a su manera antes de banderillear, de la perfecta suavidad del capote de seda del Boni dejando al toro fijado. Tardes de toros, mayo en Las Ventas hurtado.
…cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte…
Gabriel Celaya
Mayo de silencio en Madrid. Mayo extraño de silencio y de vacío con la Muerte corriendo por los bulevares, por las plazuelas del Madrid de los Austrias, por el Ensanche, por el Madrid financiero de los edificios imponentes de vidrio y fealdad. Por los cinturones de ronda anda rondando la parca y la Muerte está presente en cada esquina, en cada mirada, en todos los lugares menos en el luminoso sitio donde cada tarde de mayo se la conjura y se la vence de manera ritual a las siete de la tarde. Mayo de silencio de Madrid, mayo de 2020, con la impostada alegría de algunos insensatos que atruenan los vecindarios con músicas extemporáneas y con absurdas, tristísimas, “verbenas de balcones”. Mayo de silencio en Madrid, sin los genuinos ritos del mayo madrileño en loor de San Isidro Labrador, del Isidro de los isidros, del Isidro de la fuente milagrosa, de las rosquillas tontas y listas, del Isidro de la feria de toros en Las Ventas del Espíritu Santo, de las cuarenta tardes en la piedra mirando al cielo, como labradores, a ver si esta tarde va a llover o si se echa de una vez el viento, maldito viento.
Mayo de silencio en Las Ventas, el escenario de todas nuestras tardes de mayo de los últimos siete lustros: mayo extraño sin las ilusiones, la expectación y la decepción, la ira, la exigencia, la entrega, el aplauso, la pasión; mayo que va de Escolar a Victorino, del Partido de Resina a Miura, de Adolfo a Cuadri y a Baltasar Ibán, mayo de muchos mayos, de José Antonio Campuzano dictando la ley de la estocada al volapié, de Pepín improvisando genialmente tres derechazos en los que se contiene toda la inspiración, de Antoñete crujiendo sus cascados huesos en la media verónica definitiva, de Paquito Esplá yendo al toro con la montera puesta, de Ángel Teruel dando guapamente el medio pecho al toro, de Frascuelo iniciando por bajo la faena, de Manolo Cortés echando el capote adelante y lanceando a la verónica con todo su cuerpo entero, con toda su raza. Mayo de bailes de corrales y luego de éxtasis con Curro Romero, de bronca en el tendido y de entrega cerrada a aquél que ‘lo hizo’, tardes de ¡cojo! y de ¡fuera! y de ¡torero!, de silbidos y de pañoladas, de los últimos Urcolas, todos ellos como tigres chorreados en verdugo, tardes de opiniones contrarias y de unanimidades, de un par al sesgo y otro huyendo, tardes de susto y de hule, de caídas de latiguillo, de verónicas de pegolete, de Rafaelillo dando el pecho a una alimaña, del Lili bendiciendo al tendido a su manera antes de banderillear, de la perfecta suavidad del capote de seda del Boni dejando al toro fijado. Tardes de toros, mayo en Las Ventas hurtado.
Mayo de silencio y de añoranza de los amigos a los que no vamos a ver y de todos aquellos que, cada uno a su manera, ayudaron a que la afición fuese creciendo y haciéndose fuerte, de Julián y su “¡empalma otra vara” a Alfonso y su “estocada arriba, pero un poco caída”; de las madrugadas junto a la inteligente lectura de los “Ritos y Juegos del toro” de Óscar, al pobre de Quico, que se fue a comprar una lavadora el día que César Rincón la lió, porque “yo paso de ver a ese indio”; de Manolo Gallarín, capaz de convertir con su verbo la más tediosa de las tardes en “una página del Cossío” al Salvador de “¿a quién defiende la autoridad?”, de Pascual, partidario de Palomar y (¿quién podría imaginarlo?) soriano de pro, y también aquellos con los que nunca cruzamos una palabra, con aquel personaje del cráneo embadurnado en betún para simular el pelo que no tenía, con el de “¡no te precipotes”, con el Diamante Rubio de gafas de pasta sin cristales y atronadores palmetazos, con don Juan Font, con quien siempre nos comunicamos en la distancia (¡ya está bien, señor Font!) o el pelmazo almohadillero especializado en turistas, tan espeso. Todos aquellos que ya no están y, como un escalofrío, la tremenda premonición de los que, cuando volvamos, ya no van a estar más.
Mayo de silencio en las tabernas, en los bares donde las faenas se aumentan o se denuestan, en el Guarro, en el Puerta Grande, en los Timbales, el Braulio, el Toribio, en la Venta de Leandro, en la taberna de don Ramón de la Cruz, en el Albero, en la Tienta, en Salvador o en los del otro lado del Puente de Ventas, en esas sucursales del tendido donde se discute la estocada, donde se echa mano de Guerrita o del Espartero en el fragor de la disputa a cuerpo limpio, donde siempre planea sobre los contendientes la descalificación del “es que no tienes ni p… idea”, ese infamante sambenito. Bares que han visto rehacer y renacer a las mejores faenas: “mira: el toro es ese barril, entonces tú…”, bares donde se han reescrito las normas de la tauromaquia, con una caña de cerveza en la mano, sin ningún don José de la Tixera que lo haya ido apuntando, bares de discusión, de afirmación de la verdad de cada cual, ateneos del olor a fritanga en los que medirse y probarse frente a los otros, sosteniendo cada uno su verdad. Bares del fuera de cacho y del cargar la suerte, donde se ha explicado una y mil veces la manera de ligar sin perder pasos y ‘echando la pata alante’, bares donde una vez pasaron Manolo Montoliú o Michelín, donde se han fijado tauromaquias al amor de una de callos o de mollejas, de un vaso de vino y de un plato de jamón.
Mayo de silencio en Madrid, deambulando espectralmente por las calles a las siete de la tarde, para contemplar el desconocido mundo de este Madrid de las tardes de mayo en este mayo en el que todas las tardes son como esas tardes, pasada la Feria, que se tornan largas y tediosas sin los ritos de mayo: el atasco de la calle de Alcalá, el ambiente en la explanada, la apresurada subida por las escaleras, el fragor de la emoción, el aplauso y la protesta, el corrillo junto a la puerta a la salida, la ensoñación con lo ‘arrematao’ en el camino de vuelta a casa. Y en cambio, he aquí este mayo silente de puertas cerradas, con los carteles del Domingo de Ramos y de Resurrección pegados junto a las taquillas, los tristísimos carteles que proclaman el inicio de una temporada que en Las Ventas ni siquiera llegó a iniciarse, anunciando nada a los viandantes, imponente vacío de “No hay billetes”, mientras en lo alto de la Puerta Grande tres banderas a media asta avisan, torvamente, de la presencia cercana de la Muerte.