Ignacio Ruiz Quintano
Los astrónomos sostienen que, según todos los cálculos, un buen día el sol estallará y, en un abrir y cerrar de ojos, todos nos convertiremos en gas. Mientras ese buen día llega, el único modo de obtener una sensación parecida al gran espectáculo que se nos garantiza por la segunda ley de la termodinámica es abrir gas a lomos de una «quinientos», la cilindrada reina del motociclismo, en cuyo firmamento lo infinitamente pequeño equivale a lo infinitamente grande, que es, más o menos, la distancia que en diez años ha recorrido Alex Crivillé, el gallo más gallo de todos los gallos.
¿Qué son quinientos centímetros cúbicos? Cualquiera sabe, pero dicen que si el cuerpo humano pudiera ser comprimido hasta quedar sus electrones en contacto unos con otros su volumen no excedería de unos cuantos milímetros cúbicos. Sin el milagro de la compresión tampoco habría el milagro de la velocidad, que, fuera de las matemáticas, carece de un significado preciso, incluso para los guardias de la circulación. Por guasearse de esta circunstancia, Bertrand Russell, que nunca perdía ocasión de arrancarle algún pelo al lobo de la autoridad, contra las multas por velocidad excesiva, y siempre que se mencionara en los papeles el tiempo de la velocidad, recomendaba una defensa basada en la falta de pruebas, supuesto que todas las versiones serían verdaderas. La del motero: «Estaba parado.» La del amigo del motero: «Iba a cuarenta kilómetros por hora.» Y la del guardia: «Iba a doscientos kilómetros por hora.» ¿A cuánto diría uno que va Alex Crivillé?
Al lado de lo de Crivillé, lo de Pedro Duque, el astronauta, nos parece el mismo número que el del Hombre Bala o la Mujer Cañón. De hecho, a dar vueltas a la Tierra con un cohete ya se apuntan las señoras, pero dar vueltas en un circuito con una «quinientos» sigue siendo una cosa de hombres, como el chispazo de soberano. («¿Eres lo bastante hombre para una Triumph?», era una de las gran-des preguntas de los sesenta, planteada por la publicidad británica antes de las apoteosis de Di y la Tercera Vía.) Es la diferencia que hay entre montárselo de astronauta y montárselo de marciano.
Hace diez años, cuando Crivillé arrancaba con una JJ Cobas colorada y doméstica, a los tíos del «quinientos» los llamaban marcianos porque parecían de otro planeta, o sea, de Marte, que representa la velocidad, y con la gracia circense de las bastoneras yankis interpretaban sobre la moto una música marcial, una suerte de «Suite de los Planetas», para atraer la influencia del planeta rojo. Pero los españoles, que veníamos de la motoneta heroica y sentimental de Ángel Nieto, todavía estábamos con el mosquito detrás de la oreja, y pensábamos que en el motociclismo no habíamos de ser nunca más que juguetes para una hora, sin poder confirmar en lo absoluto, que era el «quinientos».
El tejano Kevin Schwantz fue el epígono de aquella raza y de aquel estilo. Fue un piloto de dibujos animados, pero de los de la Warner, que están más locos. En la leyenda del motociclismo, la locura era una religión con un misterio supremo, el «interior», fruto de una «frenada» imposible como la que Schwantz le hizo a su compatriota Waynne Rayney en el circuito alemán de Hockemheim una mañana de mayo de 1991. «No estoy loco -contestaba él-; es que tengo que compensar con trucos lo que la moto no me da.» La moto era una Suzuki que nadie había querido montar, por salvaje, pero Schwantz siempre dijo que correr en moto es lo mejor que se puede hacer en este mundo... vestido. Luego, tras la estela de los marcianos gringos surgieron los canguros mecánicos, Gardner y Doohan, y ahora, como compendio de tanta leyenda, Crivillé, con su cuerpo de faquir, al aire de su vuelo, en una moto del Japón, lo que demuestra que en la vida hay que ser, como decía Gómez de la Serna, por lo menos politeísta, para que todo tenga más favor y mejor ejecución.
Kevin Schwantz
Bertrand Russell, que nunca perdía ocasión de arrancarle algún
pelo al lobo de la autoridad, contra las multas por velocidad excesiva, y
siempre que se mencionara en los papeles el tiempo de la velocidad,
recomendaba una defensa basada en la falta de pruebas, supuesto que
todas las versiones serían verdaderas. La del motero: «Estaba parado.»
La del amigo del motero: «Iba a cuarenta kilómetros por hora.» Y la del
guardia: «Iba a doscientos kilómetros por hora.»