domingo, 21 de junio de 2020

Chi-tam



Ignacio Ruiz Quintano

Al cabo de la Segunda Guerra Mundial, el general Montgomery promulgó un decreto para pedir a los padres alemanes que explicaran a sus hijos que los soldados británicos no podían sonreírles a causa de la maldad de sus progenitores. ¿Qué importaba que Wodehouse repartiera sonrisas a sueldo de los nazis? Primero, la sonrisa, y luego, la culpa. La sonrisa es la galantería del héroe. (En el Japón heroico y galante, un superior en la escala social podía matar legalmente en el acto a cualquier inferior que no le hubiera sonreído.) En cuanto a la culpa, ya sabemos que es uno de los hechos psicológicos dominantes en la Historia.

Mientras Montgomery promulgaba decretos, Karl Jaspers dictaba el célebre curso sobre la responsabilidad política de Alemania, con su concienzuda distinción entre culpa penal, culpa moral, culpa política y culpa metafísica, que constituye el más estremecedor análisis de los problemas filosóficos sobre el tránsito de la dictadura a la democracia, que para Jaspers no es más que una idea: la idea que responde a la conciencia de la imperfección del hombre. Y se hace la gran pregunta: «¿Son culpables los pueblos por los gobernantes que toleran; por ejemplo, Francia por Napoleón Un hombre se incauta del poder, y todo el mundo se va con el dictador, quien, en consecuencia, no puede ejercer su dictadura, supuesto que para gobernar por la fuerza es necesario que los gobernados se resistan. Pero lo de Napoleón, se dirá, es extraordinario, y tiene, además, el «chic» de lo francés. Un soldado de fortuna que primero prefirió la gloria de imperar en Francia a la vanidad de sobresalir en Córcega, y que luego arriesgó esa gloria por el poder de conquistar Rusia. Lo dijo Blücher, el general prusiano que socorrió a Wellington en Waterloo, cuando vio en 1814 los palacios imperiales: «Hay que ser tonto para tener todo esto y pretender invadir Moscú.» Está visto que Napoleón pensaba en la posteridad, y Blücher, no. «¿Por qué debería yo hacer algo para la posteridad? Ella nunca hizo nada por mí.» Algunos pensamos igual que Blücher, pero otros, y, por cierto, más eminentes, piensan peor: así quienes justifican la Revolución francesa por Napoleón, o, con la misma regla de tres, la Guerra Civil por Franco, que lo que en el matrimonio, como dice Jaspers, es posible y conveniente, es ya por principio pernicioso en el Estado: la ligazón incondicional a una persona.

Los habitantes de Malabar tienen un ciclo de tiempo que consta de sesenta años, y lo llaman Chi-tam como podían llamarlo «ironía contemplativa». De aquí el malabarismo de esa proposición no de ley socialista para condenar, sesenta años después del suceso, el «golpe fascista» de Franco. Es lo que la Iglesia ha hecho con Galileo, sólo que al revés. Claro que, si no lo condenamos cuando lo teníamos a mano, ¿a qué viene condenarlo ahora? Se nos ocurren dos motivos falsos (el filosófico y el psicológico) y uno verdadero (el publicitario o saduceo).

El filosófico: puesto que el fascismo no es, en esencia, más que el sometimiento del legislativo al ejecutivo, los diputados se preguntan si han ca-biado el régimen o sólo el nombre del régimen. El psicológico: los diputados necesitan exponer la doctrina del pecado original en su humildad extrema -el chocolate con soconusco de Franco sería como la manzana de Adán- a través de esas sesiones históricas que, en palabras de Camba, vienen a ser, con relación a las otras, algo así como las corridas goyescas en comparación de las ordinarias. Y, finalmente, el publicitario o saduceo. Los saduceos, que negaban la resurrección, eran unos judíos muy chinches que quisieron meter a Jesús en un «salsipuedes» (Mateo, 22-23) como el que los diputados de oposición han puesto en el camino de los gubernamentales hacia ese centro que ideológicamente es la nada, con los consiguientes titulares periodísticos en plan centros a la olla para que los tontos rematen. En plena furia electoral, los columnistas -«¡A mí, Sabino, que los arrollo!»- piden cuero. Y ése es el juego.

Karl Jaspers

Los habitantes de Malabar tienen un ciclo de tiempo que consta de sesenta años, y lo llaman Chi-tam como podían llamarlo «ironía contemplativa». De aquí el malabarismo de esa proposición no de ley socialista para condenar, sesenta años después del suceso, el «golpe fascista» de Franco