Ignacio Ruiz Quintano
Según las últimas estadísticas, uno de cada tres españoles no se cree que la Tierra es redonda. Mi ensayista dice que esto es lo que los alemanes llaman «Gesundenes Volksempfiden», o «sana experiencia del pueblo», aunque no dice cuántos alemanes lo dicen ni qué quieren decir con eso. A uno, desde luego, le parece muy alemana y muy de pueblo la sana experiencia de una Tierra cuadrada, pero ahí está ese tercio de españoles recalcitrantes a quienes seguramente les hace reír la idea de los antípodas, que tienen que andar cabeza abajo. La causa hay que buscarla en la vanidad humana, que, aunque sólo es aplicable a lo cercano, como la política nacionalista o la geometría euclidiana, se empeña en proyectarse sobre el universo.
El narcisismo, individual o colectivo, es la primera fuente de nuestras creencias: creerse en el centro del universo proporciona una sensación de excelencia que se desvanece únicamente al contacto con los astrónomos, para quienes la Tierra no es sino un modesto planeta de una estrella secundaria en una galaxia regional. Freud, que se ocupó médica y literariamente del narcisismo, consideraba que Copénico y Darwin representan los dos mayores estacazos a la vanidad humana, y a lo mejor no es casualidad que hoy el Estado de Kansas persiga oficialmente las hipótesis de Darwin ni que uno de cada tres españoles rehúsen estadísticamente las teorías de Copémico. Cuando por razones más estéticas que científicas algunos griegos pensaron que la Tierra es redonda, los demás griegos se sintieron en el deber de acusarlos de impiedad, y los cristianos, más tarde, de herejía. «¿Puede alguien ser tan necio como para creer que hay hombres cuyos pies están más altos que sus cabezas?», se preguntaba Lactancio, el tutor del hijo de Constantino. Ahora, en cambio, lo herético, al menos culturalmente, es negar a los antípodas, aunque no seré yo quien se burle de esta herejía, puesto que quienes por simple comodidad mental vamos de copernicanos por la vida tampoco nos cansamos de aludir a la «salida» y a la «puesta» del sol como principio y final del día.
La cosa es que un tercio de españoles todavía imaginan plana la Tierra: unos lo razonarán deductivamente, a partir de lo que les parece evidente, y otros lo razonarán inductivamente, a partir de lo que han observado. En cualquier caso, nadie los ha persuadido a creer lo contrario, y, bien mirado, cuando nadie sabe nada, ¿qué sentido tiene cambiar de idea? En general, con las ideas sólo acaban los hechos, no otras ideas. En Inglaterra, donde todavía se manejan ideas, con las ideas de Margaret Thatcher han acabado los hechos de «Café Irlandés» o «Full Monty», no las memorias de John Major, que la recuerda «autócrata, esquizofrénica y maleducada», y me-nos aún la «third way» de Tony Blair, para quien el centro del universo ya no es ni la Tierra ni el Sol, sino su Gobierno, que ha proclamado el final de la lucha de clases, lo cual nos parece cierto si leemos a Anthony Giddens, que es como leer a Lactancio, pero no si leemos a Shakespeare, que es como leer a Copérnico.
El narcisismo, individual o colectivo, es la primera fuente de nuestras creencias: creerse en el centro del universo proporciona una sensación de excelencia que se desvanece únicamente al contacto con los astrónomos, para quienes la Tierra no es sino un modesto planeta de una estrella secundaria en una galaxia regional. Freud, que se ocupó médica y literariamente del narcisismo, consideraba que Copénico y Darwin representan los dos mayores estacazos a la vanidad humana, y a lo mejor no es casualidad que hoy el Estado de Kansas persiga oficialmente las hipótesis de Darwin ni que uno de cada tres españoles rehúsen estadísticamente las teorías de Copémico. Cuando por razones más estéticas que científicas algunos griegos pensaron que la Tierra es redonda, los demás griegos se sintieron en el deber de acusarlos de impiedad, y los cristianos, más tarde, de herejía. «¿Puede alguien ser tan necio como para creer que hay hombres cuyos pies están más altos que sus cabezas?», se preguntaba Lactancio, el tutor del hijo de Constantino. Ahora, en cambio, lo herético, al menos culturalmente, es negar a los antípodas, aunque no seré yo quien se burle de esta herejía, puesto que quienes por simple comodidad mental vamos de copernicanos por la vida tampoco nos cansamos de aludir a la «salida» y a la «puesta» del sol como principio y final del día.
La cosa es que un tercio de españoles todavía imaginan plana la Tierra: unos lo razonarán deductivamente, a partir de lo que les parece evidente, y otros lo razonarán inductivamente, a partir de lo que han observado. En cualquier caso, nadie los ha persuadido a creer lo contrario, y, bien mirado, cuando nadie sabe nada, ¿qué sentido tiene cambiar de idea? En general, con las ideas sólo acaban los hechos, no otras ideas. En Inglaterra, donde todavía se manejan ideas, con las ideas de Margaret Thatcher han acabado los hechos de «Café Irlandés» o «Full Monty», no las memorias de John Major, que la recuerda «autócrata, esquizofrénica y maleducada», y me-nos aún la «third way» de Tony Blair, para quien el centro del universo ya no es ni la Tierra ni el Sol, sino su Gobierno, que ha proclamado el final de la lucha de clases, lo cual nos parece cierto si leemos a Anthony Giddens, que es como leer a Lactancio, pero no si leemos a Shakespeare, que es como leer a Copérnico.
¿Y los vehículos del movimiento dialéctico? Hegel pensó en las naciones; Marx, en las clases, y Franco, que sin duda imaginaba plana la Tierra, en las bicicletas. («Los obreros lo que necesitan son bicicletas», dijo a Ridruejo.) Blair, sin embargo, es un político antípoda, y todo el tiempo que le deja libre el adorno de su imagen lo dedica a descuidar sus deberes: las observaciones pacientes y las hipótesis audaces. Proclamar el final de la lucha de clases, es decir, de la oposición entre los intereses de los muchos y de los pocos, constituye una hipótesis audaz, pero revela una observación deficiente, lo que supone incurrir en la hostilidad de ambas partes, salvo que el mundo se haya vuelto del revés y los pobres ya no quieran ser ricos y los ricos quieran dejar de serlo, en cuyo caso asistimos al fin de la historia.
Dionisio Ridruejo
La cosa es que un tercio de españoles todavía imaginan
plana la Tierra: unos lo razonarán deductivamente, a partir de lo que
les parece evidente, y otros lo razonarán inductivamente, a partir de lo
que han observado