ENTREVISTA
Por Alberto Guillén
Una cabeza asoma por entre los cobertores de la cama. Es Camba. Acaba de despertar. Tiene la voz ronca de juerguista, y, en esta postura, Camba no tiene el talento de sus libros.
–Tomen asiento. Ustedes perdonen que les reciba...
–Oh, no importa –decimos a dúo yo y La Jara.
Yo tomo asiento. La Jara se queda de pie delante de Camba. Camba saca los brazos, se confunde y se alisa los cabellos. La Jara es un amigo mío, que tiene mucho talento, que me admira desconsideradamente, que escribe cuentos y tiene fama por un libro... que va a editar. Además, es duque auténtico. La Jara sigue de pie. Camba se vuelve a confundir, ahora sin alisarse los cabellos.
–¿No hay otra silla? –pregunta.
–Gracias. Estoy bien –dice La Jara.
La Jara, parado sobre una pata, parece un ibis en un biombo japonés. Es largo como el deseo de una doncella y tiene la cabeza de pájaro. También tiene alas.
Luego, pitillos. Es la manera de comenzar. El cerebro es también una pipa. Pero el de Camba no humea todavía. Camba no dice impertinencias ni sonríe. Yo le pregunto cuatro cosas, mirándole los brazos velludos, y él me contesta otras cuatro.
–Nosotros creíamos que usted tenía veinticinco años.
–No, señores. Tengo cuarenta –dice Camba bostezando.
–¿Ha viajado usted mucho?
–¡Mucho!
–¿Ha publicado usted un nuevo libro?
–Sí, La rana viajera.
–¿Por qué lo llama usted así?
–Porque España es un charquito donde ha vuelto la rana viajera que soy yo.
(Esto del charquito está muy bien. Efectivamente, España es un charquito. Pero es también “un golfillo arrimado a un farol”. Esto es también de Camba.)
Total. Camba no quiere decir impertinencias. Está rascándose los brazos como cualquier hortera y hasta bosteza de nuevo sin acordarse de Carreño.
–¿Quiere usted que le veamos otra vez?
–Cuando quieran. Más tarde. En el café del hotel.
Nos despedimos. Bajamos. Nos miramos.
–¿Qué tal? –interrogo a La Jara.
La Jara se levanta de hombros, ni más ni menos que el Pacheco de Eça de Queiroz.
A la tarde, envueltos en el humo del tabaco y en la charla anodina del café, Camba ha empezado a mostrar su finísima alma de clown. Es el hombre que ríe. Tiene un gracejo inimitable. Cuenta chistes con la cara seria y hace cabriolas sin desgonzar el busto. ¡Es él mismo! El Camba de las crónicas. “Puede no firmarlas”, le decía un día Sanchiz. Es uno de los pocos que sabe reír en un país tan lúgubre y sombrío como España. España es negra, Solana tiene razón. Los humoristas, aquí, son necesarios. Hay muchacha que se llama Angustias. Las Dolores son corrientísimas. Hasta en esto se revela la sicología de un pueblo. En Francia las niñas se llaman Fifí o Lulú, o Mimí. Aquí son Angustias. Esto oprime el corazón. El corazón de España está oprimido. La risa de Cervantes no hace bien: hay en ella dolor, como lo hay en la mueca de Quevedo. Hay que vivir aquí para comprender el humorismo macabro de sus artistas. Goya, por ejemplo. Éste es genial. Pero no el Goya pintor de tapices, no: el Goya de los Caprichos. Nunca, en ningún país de la Tierra, ha reído la Muerte como aquí. Los Caprichos de Goya hacen daño: ¡son la epilepsia de lo lúgubre! Goya es un pintor de larvas y de manicomio: ha encontrado lo grotesco en la angustia y lo risible en la Muerte. ¡Es genial!
Además de negra, España es lívida. Todos sus pintores tienen la obsesión del más allá. Goya, retorciendo sus muñecos entre la miseria y la muerte. Velázquez, con sus reyes macilentos, con sus bufones grotescos, donde toda la fealdad y toda la miseria de la carne aspiran a la muerte. Teotocópuli, con sus caballeros entecos, apergaminados, con las pupilas febriles, que velan al borde de la Vida. Ribera, con sus ascetas admirables, de miembros exangües y de ojos llenos de celestes ensueños. Todos místicos, todos atormentados, lúgubres todos. Todos diciendo el dolor de la vida precaria y la celeste penumbra que entreabre la Muerte.
–¿Decía usted...? ¿Cómo, señor Camba? ¿Quiere usted hacernos reír?
El mozo nos sirve café. Camba nos sirve golosinas. El café tiene un gusto a frejoles, las golosinas tienen sabor a...
–Una vez –dice Camba–, en casa de una señora que hace libros de cocina y de boudoir, y creo que se llama Colombine [Carmen de Burgos], se juntaron varios burlones y le pusieron a Salvador Rueda una corona de lata, con hojas en forma de laurel. Rueda se la ladeó con aire de beodo y se hizo retratar. Después puso su efigie coronada en la tapa de sus libros. Luego se fue a América sin olvidar, claro está, la corona de lata. En América no se la dejaron desembarcar. Él protestó, suplicó. “Es prenda de mi uso”, decía. ¡Nada! Luego vinieron unos admiradores de Rueda y se lo llevaron con gritos y tocando peroles y trompetas. Eran unos negros de Nicaragua o Costa Rica que manifestaban su entusiasmo a don Salvador.
–Perdone usted, don Julio –le interrumpo–, no fueron unos negros de Nicaragua o Costa Rica los que tal hicieron, sino unos españoles de la isla de Cuba, que aclamaban a un genio español. Los escritores de Cuba, en cambio, coronaron por aquellos días a un negro coplero a modo de protesta y para que no se fuera a creer que existe un país en América donde se pueda aclamar a ese genio español. ¿Me comprende usted?
Risas. Camba se ha puesto muy serio. Tiene los ojillos huyentes y los labios rapados, con un aire burlón.
–¿Saben ustedes dónde anda Unamuno? –pregunto.
–En Salamanca –dice Camba–. Siempre se vuelve allí a coleccionar anécdotas y paradojas. Cuando tiene un repertorio se viene a Madrid. Las cuenta a todos, en todas partes, hasta que todos las han oído, y cuando todos, absolutamente todos, las saben, regresa a Salamanca y vuelve a comenzar.
–¿Y Maeztu? ¿Qué hace Ramiro de Maeztu?
–Hombre, vaya usted a verle. Es un tipo muy interesante. Comenzará rezando el Padre Nuestro y acabará con un Sermón de la Montaña, o algo parecido.
–¡Ah! ¿Es muy religioso? Pues he de verle. ¿No sabe usted de otros pintorescos?
–Sí, hombre, sí. Puede usted ir a ver a Grau. Éste es todo un caso; le hará reír mucho. No ha leído nada, pero se llama Genio. “Él y Shakespeare” es su lema y su obsesión. Si usted tiene paciencia, acabará por abrazarle.
Luego hablamos de Belda. Camba no se santigua, como hizo al decir el nombre de Maeztu, pero le pide la mano a un banquero gordo, que ríe, y que es amigo de Camba.
–¿Usted lee a Belda? –le pregunta.
–No, hombre –dice el banquero–. Yo soy casado y no me hace falta.
–¿Será como Vargas Vila? –digo yo.
–¿Quién es Vargas Vila? –dice Camba.
–Es un señor a quien leen los seminaristas, los viejos verdes y hasta las niñas a escondidas de su mamá –digo pensando en mis quince años y en mis escapadas a la campiña, donde leía a Vargas Vila a escondidas del sol.
Eso fue todo. Luego, más tarde, pensando en Camba, me dije, con un un verso del más americano de nuestros poetas, el inimitable Luis Carlos López:
Como si fuese una caricatura de trapero sin garfio, tu figura hace reír a mi sinceridad...
(De La linterna de Diógenes, 1921, libro cruento de semblanzas venenosas
sobre los escritores más famosos del momento.)
sobre los escritores más famosos del momento.)