CONVERSACIÓN CON RAMÓN PÉREZ DE AYALA
(Oviedo, 1880- Madrid, 1962)
Por Alberto Guillén
Quiero acordarme de la dedicatoria de mi libro. Yo le llevé un libro a don Ramón, aunque hay quien dice que no lee los libros americanos que le envían. ¿Qué decía la dedicatoria? Ni más ni menos, así: "A don Ramón Pérez de Ayala,
que es el único español en cuyo talento creo". ¿Así? ¿Tanto? ¿Y por
qué? Justifiquémonos. Opinión tan decisiva ha menester razones
contundentes. Pero ¿no es Ayala el que ha dicho ser un "hombre
semifrustrado sólo por el hecho de haber nacido español"? ¿Es un hombre
semifrustrado en el único en quien creo? No, señor. Es que "todo español
por el hecho de ser español –es Ayala el que habla– es un hombre
disminuido, es tres cuartos de hombre, medio hombre, un ochavo de
hombre". ¿Entonces? Nada. La consecuencia es clara: Ayala tiene un
admirable talento, porque...
¿Pero no es España?... " No; España no es todavía nación
civilizada", dice don Ramón. ¡Todavía! Esto es, a pesar de los mil
novecientos veintiún años que... (Perdonen los puntos suspensivos los
lectores, que en este caso me ahorran tiempo y bilis.) ¿Cómo no estar,
pues, de acuerdo, absolutamente de acuerdo con don Ramón? Menos mal que
yo nací en cualquier parte y a él, es decir, a don Ramón, le "cupo la
desdicha de nacer en España, a deshora". Esto es, cuando aún no es
nación civilizada. Antes en sus dominios no se ponía el sol. ¿Y ahora?
Esto se ha reducido a una grillera. Pues bien, paseando en la grillera,
dándome de codazos con mendigos y con grillos... Nada. Que a mí me pasa
lo que a Ayala: "A cada paso que doy –dice don Ramón– experimento una
manera de congoja, de asfixia, que no es sino la ausencia de ideas en el
ambiente".
Bueno. Ahora es Ayala el que habla. Paseamos por el Prado y ya los
almendros están en flor; también los golfillos enseñan impunemente las
desnudeces en el aire tibio.
–Haría mucho bien –dice Ayala– que cada cierto tiempo viniera
un muchacho de talento como usted, con ese valor que tiene usted, o
observar el ambiente literario. España es una pecera demasiado chica y
unos peces molestan a los otros con la cola.
–Serán como los asnos de mi aldea, don Ramón. Cuando no se revuelcan, dan con los cascos en el predio vecino.
–Sí, aquí es igual, somos como comadres que vivimos de la vida ajena a
falta de la propia. Murmurando de todo. Ensayando el palillo de dientes
en el nombre del amigo. Dando mordisquitos de ratón en...
–Es verdad, don Ramón. Tiene usted razón. Ya lo había pensado. Si yo
no tuviese un título tan bueno como La linterna de Diógenes para un
libro humorista que estoy haciendo sobre la vida literaria de aquí, lo
llamaría Las alegres comadres. Yo no he hecho más que escribirlo: ellos
lo han pensado. Los visité a todos sin otra intención que conocer
hombres, pero como más que hombres eran literatos, hablamos de
literatura. Yo creo que la literatura le interesará siempre a un
literato más que el arte culinario, ¿no le parece? ¡Eso fue todo y no
fue nada! Y así nació mi libro.
–Muy bien. Será ése un libro moral. Hará bien. Saneará el ambiente.
Enseñará a amordazar esos pequeños odios, esos pequeños rencores que se
tienen unos a otros, y a no tener siempre sino una opinión. Aquí son
distintos el literato en sus libros y el hombre en su casa. Parece que
siguen la máxima de Dumas: "Yo tengo –decía Dumas– dos opiniones
de la Virgen: una para los periódicos y otra para los amigos". Esto es
lo que pasa aquí. Se elogian en letras de molde y se muerden por la
espalda. Yo abomino esta duplicidad. Soy uno en la vida como en mis
libros. Opino igual delante de un amigo que en los diarios. Es necesario
que cada cual cargue con lo que dice, ¿no es verdad?
–¡Claro! O que no lo diga.
–Esto es, que no lo diga si no tiene el valor de sostenerlo. Por ejemplo, yo tengo para mí que Benavente puede
tener todos los defectos orgánicos que le dé la gana, pero eso no le
quitaría el derecho de poder ser un buen dramaturgo. Cien veces he ido a
un estreno suyo con el deseo de que aquello fuese una maravilla. Si
luego ha resultado un desastre, yo no he tenido la culpa.
–Claro está, don Ramón. Pero ¿no es verdad que usted le dijo al escritor Hidalgo que Benavente era un...?
–No, hombre. No le dije eso. Ese joven ignora los matices. Pude
haberlo dicho, pero no en esa forma. Lo que le dije es que Benavente
tenía esa malevolencia morbosa y aguda que caracteriza a las mujeres.
Nada más. Yo no digo nunca palabras que deben decir sólo los jayanes. La
fisiología no tiene que ver nada en mis apreciaciones sobre Benavente.
Hay hombres con sicología femenina, como hay mujeres que al escribir
parecen machos. Un caso es la Pardo Bazán: muy mujer, ha tenido hijos y
todo y, sin embargo, sus libros son hombrunos. Cosas sicológicas.
Jacinto Benavente
–¿De modo que usted siempre dice la verdad?
–Siempre.
–Pero eso crea enemigos.
–Sí, muchos. Yo los tengo sin contar. Me llaman el malévolo por eso.
¿Malévolo? No, señor: un individuo puede ser mi amigo, pero si tiene un
verso bien medido que le hemos de hacer, yo se lo digo.
–¿O viceversa?
–¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?
–¿Que si su amigo es un idiota?...
–Sí, señor; o viceversa.
Don Ramón en la calle usa unos lentes enormes y un gabán de color
indeciso. Es nervioso. A veces pega unas carreritas de chiquillo. Se
entusiasma hablando. En su casa no es ni calvo ni fatigado, ni "poseur"
como un Ortega y Gasset, por ejemplo, ni inocente como los Quintero, ni desharrapado y tonto como Baroja, o gélido como Azorín.
Es más bien sencillo, más bien afable, agudo y cordial, muy agudo y muy
cordial. En Ayala no hay nada decorativo. Nada, ni su desdén por los
demás. ¿Habla bien? ¿Habla mal? No sé, está en un plano superior. Nada
más. Otros elogian por lo contrario. Eso es todo. ¡Cómo he gozado yo
viéndole quitar los oropeles a tantos hombres consagrados con la misma
alegría y la misma naturalidad que un niño las alas a una mariposa!...
¿Por qué? Dice lo que siente. Nada más.
–¡Baroja es!... (Suprimo la palabra por decoro.)
–Ya lo sabía. Siga usted.
–Él mismo ha confesado su debilidad en Juventud, egolatría, diciendo que no ha tenido nunca el valor de acercarse a una mujer.
–¡Eso es bastante económico!
–¡Es verdad, don Pío es muy económico! Más aún, es avaro. Los Baroja
juntan el dinero por el placer de juntarlo. Son sucios. De panaderos han
llegado...
–¿Cómo? ¿Don Pío fue panadero?
–Sí, don Pío fue panadero muchos años. Hoy es escritor, aunque no
sabe escribir. No hay más que ver sus obras para comprender su caso.
Tienen esa desconexión, esa falta de fijeza, de atención, de energía
sostenida del hombre normal. Don Pío es un hombre que se sienta a la
vera del camino y ve pasar un hombre. Lo describe con dos pinceladas y
ya no se vuelve a acordar más del hombre. Luego una mujer... Luego don
Pío se va de la vera del camino y se acuesta en el primer fondín. En el
detalle, en la pincelada, es en lo único que está bien...
–¿Entonces es algo así como Gómez de la Serna?
–Sí, algo semejante. Sólo que Gómez de la Serna no es más que eso: un
detallista, un observador del microcosmos; un hombre que tiene, en vez
de ojos, lunas de aumento. Nada más. La Serna trata de hacer una
catedral sobre la cabeza de un alfiler, cuando lo lógico sería construir
una grillera. Cuando La Serna se contenta con la grillera, está bien;
pero muy bien.
–Es verdad –digo, mirando el aire azul por la ventana.
–¿Y qué impresión le da a usted Picón?
–No tiene importancia –dice don Ramón, cruzando una pierna sobre la otra–. A mí me da la impresión de un animalito que se conserva en alcohol.
–¿Y Palacio Valdés, señor Ayala? A mí me ha hecho un gran teatro. Me ha dicho que él y Cervantes son los representativos de la novela en España.
–Hay que perdonarle. Está viejo, el pobre. Y ha estado muchos años
solitario. Cuando le visitan se desahoga. Es el suyo un caso de
epilepsia senil. Ya no tiene control. No hay que ser crueles con los
ancianos. Mire usted, cuando yo le visité la última vez, me dijo
señalándome su estante: "Goethe, para sobrevivir, no ha
necesitado sino eso: diez o doce obras". Debajo de las obras de Goethe,
don Armando había puesto las diez o doce suyas.
Pío Baroja
–Estuve a visitar a Jiménez, señor Ayala. Le encontré metido en un cuarto sordo. Quiere aislarse como una marmota.
–Sí, Jiménez es muy amigo mío, y yo le conozco mucho. Se aísla.
Quiere sacarlo todo de sí mismo, como las arañas el hilo de su vientre.
Por eso sus versos son inconsistentes y finos, como telas de araña, así
de finos y de inconsistentes.
–Pero tiene trescientos libros.
–¡Hombre! Han aumentado en progresión geométrica; hace dos años que no eran más que ochenta.
–Y Linares Rivas, ¿qué le parece, señor Ayala?
–Hombre. Ése sí, usted perdone, ése sí es un animal. Yo pedí que le
concedieran un sillón punitivo en la Academia para que no volviese a
escribir. Pero parece que no se ha contentado sólo con el sillón y sigue
escribiendo cosas para el Teatro.
–El que sí evoluciona es Martínez Sierra; me he encontrado con un furioso bolchevique.
–Sí, Martínez Sierra evoluciona como los cangrejos, para atrás. Muda
de alma como de calcetines. Cuando el alma vieja está un poco
hedionda...
–Sí, la arroja al basurero; ¿pero es que usted no le concede ningún valor a la obra de Martínez Sierra?
–No, eso no. Literatos como Martínez Sierra son siempre necesarios
para divertir a las muchachas y proporcionar buena lectura a las mamás
honestas. Sus obras se venden por cientos, especialmente Tú eres la paz.
No sólo gusta a las aldeanas. En Nueva York el año pasado se reunieron
las señoritas neoyorquinas para discutir muy seriamente si Martínez
Sierra era el primer dramaturgo del mundo.
–Tiene gracia. Y ¿es verdad lo que dicen los Quintero, que es usted un discípulo de Clarín?
–Materialmente, sí; lo fui de chiquillo, cuando iba a la escuela.
Clarín era maestro de escuela. ¿Pero espiritualmente? Aunque, como los Quintero
ven que Clarín escribió unos cuantos panfletos y yo también, han
deducido... Bueno. Los Quintero son muy buenos, pero muy inocentes, casi
tontos. Han hecho ese teatrito pequeño con personajes vulgares; también
pequeñitos, con mujercitas del pueblo, con niñitas muy apasionadas.
–¿Un teatro para niños?
–O para burgueses. A los Quintero se les ve perfectamente después de
las comidas y no interrumpen las digestiones. Al contrario...
–¿Es verdad que a Benavente le acusaron de plagiario en La comida de las fieras?
–No, en ese caso concreto no. Más bien en Sacrificios. Los diarios le
publicaron Sacrificios a doble columna con Aglavena y Seliseta, de Maeterlinck. Todo el mundo lo sabe.
–
Me decía don Armando Palacio Valdés –digo yo, tomando un sorbo de naranjada–
que la Pardo Bazán se daba cuenta de todo.
–
A mí me parece todo lo contrario –dice don Ramón, moviendo el azúcar de la suya, con la cucharilla–
,
todo lo contrario. No se da cuenta de nada. Es como una portera que no
sabe dónde tiene las narices. ¿No ha conversado usted con ella?
–No, señor. No estuvo en disposición de recibirme.
–Pues si alguna vez está dispuesta, verá usted que habla como una
tonta, sin darse cuenta de lo que la preguntan ni de lo que contesta.
Parece que está en babia.
–Será la edad. Hay que perdonarla. ¿Y Maeztu?
–Maeztu no se olvida ni me perdona el Mazorral de mi novela Troteras y
danzaderas, un personaje que era él. Tiene una pedantería insoportable.
Me envió sus libros y me olvidé de leerlos y de agradecérselo.
–¿Y Unamuno? ¿No cree usted que esté en el mismo plano con Ortega y Gasset y Alomar?
–Hombre, no hay que confundir: Ortega y Gasset es un hacedor de
frases. Un catedrático vacío, retórico y petulante. A mí me hace el
efecto de un maestro de escuela. Unamuno es otra cosa. Es un pensador.
Anda siempre tras de la verdad profunda del yo, la verdad trascendental
de la conciencia. Así, está muy bien. Pero cuando se da un codazo con el
prójimo es intolerable. Hace tres años que no escribe más que contra el
Rey porque no le quiso recibir.
–¿Usted estima a Cejador?
–Intelectualmente, no. Pero personalmente sí. Nos une una vieja
amistad. A mí me ha disgustado que el joven Hidalgo dijera que lo creía
un borrico. No, él es testarudo y trabajador como una mula nada más.
–¿Y Concha Espina?
–No la he leído ni pienso leerla. Creo que tiene algunos éxitos de librería con sus novelas. Tiene un hijo. No sé más.
–¿Y Grau? ¿Cómo es que hay personas que creen en el talento de Grau?
–Hombre, no sé. Grau es un ignorante que ni siquiera lee. Destroza el
castellano. Cree que con alterar el orden de las palabras hace poesía.
–Pues a mí me ha dicho que un húngaro le besó en la mejilla en el estreno de El hijo pródigo.
–El tal húngaro es Andrés Revetz, que escribe en El Sol. Él me
escribió diciéndome que estudiara la obra de Grau y la diera a conocer.
La carta estaba hecha en colaboración con Grau. Otra igual fue dirigida
a la Guerrero. Yo me he divertido mucho con las cosas de Grau.
Aquí venía a decirme que yo era el primer crítico del mundo. Yo no le
hacía caso. Luego no ha vuelto más...
Ayala es un poco estrábico. Pequeño y delgado. Sin bigotes, sin barbas y
sin pedantería. Eso sí, tiene un gran talento y una vasta cultura.
También tiene de los demás una visión aguda como un triángulo o como un
puñal. Habla de música, de pintura, y habla mal o bien (más mal que
bien) de los demás con un admirable conocimiento. Es un crítico, el
único que tiene España, sin salvar a
Andresito González Blanco,
que es muy estimado en los cafés. Y es un novelista. Ha hecho, además,
hermosos libros de versos, muy frescos, muy bellos y muy hondos. A mí me
gustan mucho los versos de don Ramón. En España no me gustan otros,
salvando los del gran
Juan Ramón Jiménez. Luego ha hecho ensayos críticos muy valientes, muy minuciosos, muy completos. Demasiado completos.
(...)
Tiene, además, varios retratos: uno admirable, pintado por
López Mezquita; varios, por
Vázquez Díaz y
otro por un pintor de cuyo nombre no puedo acordarme. A mí me ha
regalado uno por Vázquez Díaz, dedicado. Es todo Ayala: los ojos
pensativos, la boca despectiva y la frente grávida. ¡Ah! Me olvidaba de
las orejas: son de lobo.
(De La linterna de Diógenes
, 1921. Ave del Paraíso Ediciones, 2001)
Ramón Gómez de la Serna