Plaza de Venezia
Jean Juan Palette-Cazajus
La mañana resultará un poco errática e indecisa. Nos apeamos en la Plaza de Venezia porque hay aquí una persona obsesionada con la columna de Trajano y empeñada en ver de cerca los tebeos helicoidales que la decoran. En realidad, sin prismáticos es imposible enterarse de que las fajas esculpidas relatan las victorias de Trajano contra los Dacios. La columna merece la visita. Napoléon quiso llevársela a París y después se contentó con erigir una réplica, la columna de la Plaza Vendôme. Pero personalmente mi interés por ella ha quedado suplantado por una información que me ha confortado en mi admiración por la audacia y las capacidades proactivas de los romanos. Aquí donde estamos, casi al pie de la columna, había una colina que el bético Trajano mandó nada menos que enrasar para levantar columna, foro y mercados a su nombre. A nuestras mentes actuales les cuesta metabolizar aquella turbadora suma de voluntad férrea y de trabajo esclavo.
Columna de Trajano
Desde aquí el heteróclito espacio que nos rodea parece el equivalente urbano de una impresionante chamarilería. De lujo, eso sí. Frente a nosotros, están los restos del emporio trajaneo. Detrás de nosotros, las cúpulas casi gemelas de las iglesias de Santa María di Loreto y del Santissimo Nome di María, las llamadas «dos Marías». Prosiguiendo el giro a la izquierda, al otro lado del flujo motorizado, está el Palacio de Venecia con el pequeño, casi mezquino, balcón blanco donde actuaba Mussolini. Prolónguese el movimiento, y más allá de los coches el infausto «Vittoriano» ocupará todo el campo visual. Un leve giro más y se abre el espacio de los Foros Imperiales. Tal vez convendría hablar aquí de una carismática anarquía espacial, felizmente resuelta por los pinos que salpican todo el paisaje y lo romanizan inconfundiblemente, además de infundirle coherencia.
Torre delle Milizie
Al bajar del autobús, nos hemos olvidado del habitualmente vistoso «Palazzo Bonaparte» que ocupa la esquina izquierda con la Vía del Corso y cuya fachada a la plaza está casi tapada por lonas y andamios. Tal vez impelidos por cierto sentido del deber histórico, regresamos para asomarnos un rato al patio de esta opulenta construcción de la segunda mitad del siglo XVII, adquirida en 1818 por Letizia Ramolino, la madre de Napoleón, entonces exiliada en Roma. Aquí vivió hasta su muerte en 1836, con 86 años, aquella que se hacía llamar «Señora madre» y que, en tiempos faustos del hijo, solía repetir con tremendo acento corso: «A ver lo que dura esto». Luego ponemos rumbo hacia la cercana plaza del Quirinale. Zona sutura, de alguna manera, entre la Roma papal y la Roma de la burguesía posterior a la capitalidad italiana. El tejido urbano es heterogéneo e irregular. En la Vía Quattro novembre, los aparatosos edificios neobarrocos, hoteles, bancos, seguros, alternan con los restos de la historia. Pasamos detrás de la medieval «Torre delle Milizie», impresionante cuando se la ve desde los Foros, encaramada como está en las pendientes del Quirinale. Luce menos desde aquí si bien es cierto que le faltan dos de los cuatro pisos iniciales, derruidos por un terremoto. Su mole de ladrillo de finales del siglo XII siempre me traslada a aquellas guerras clánicas que asolaron un medievo romano brutal y desmemoriado, instalado de «okupa» sobre los vestigios antiguos. Aquello hace pensar en la célebre frase con que Bernardo de Chartres se definía a sí mismo frente a los pensadores antiguos: «Somos enanos subidos a los hombros de gigantes». Sigue el espectáculo durante la breve caminata: a los pies de la torre, la elegante fachada de «Santa Caterina a Magnanapoli» dialoga con su casi gemela, la del vecino templo «dei Santi Domenico e Sixto», esvelta y empinada sobre un espolón del terreno.
Sant'Andrea al Quirinale
Irregular, elevada, un poco destartalada, la plaza del Quirinale tiene indudable carácter. No hasta el punto de compartir la opinión de Stendhal que la consideraba como la plaza más bella de Roma. Llamábase entonces Plaza de Montecavallo por la fuente monumental que la adorna, otro obelisco egipcio flanqueado por dos imponentes estatuas de los Dioscuros y sus caballos, procedentes de las Termas de Constantino. Al mismo tiempo la plaza es un libro de historia romana e italiana. Su personalidad la determina esencialmente la interminable y más bien aburrida fachada del palacio del Quirinale que encierra tesoros inestimables. Fue hasta el final de los estados pontificales, en 1870, la residencia de verano de los papas. Antes de serlo de los monarcas de la dinastía de Savoia y ahora de los Presidentes de la República. La plaza se completa por un lado con el palacio dieciochesco de la Consulta, sede un tiempo de la administración pontificia, hoy del Tribunal Constitucional. El tercer lado lo ocupan «le scuderie», lo que fueron las cuadras papales, casi palaciegas. Al este se abre el heteróclito mar de los tejados que se derraman hacia la perspectiva de la cúpula vaticana. Esta fue siempre la plaza del poder. Nuestra intención inicial era seguir por la Vía del Quirinale al encuentro de dos manifiestos arquitectónicos de tan alto significado en la historia del arte como modesto tamaño o sea, separadas por doscientos metros, las iglesias de Sant’Andrea al Quirinale, de Bernini y San Carlo Alle Quatro Fontane, de Borromini: el derbi cumbre del estilo barroco ¡Las dos están cerradas! Quedan las fachadas. La minimalista, de Bernini, es un sobrio frontón clásico, solo barroquizado por una pequeña avanzada semicicular. La pequeña fachada de San Carlino es en cambio un concentrado de energía atormentada. Uno casi entiende que Borromini terminara por suicidarse empalándose sobre la propia espada.
San Carlo alle 4 Fontane
Se acuerda que el siguiente objetivo podría ser aprovechar la luz del día para el imprescindible retorno al Panteón. La Fuente de Trevi pilla de paso. Pocos segundos son necesarios para volver a comprobar tanto la real suntuosidad teatral del monumental decorado como la mezquindad de su marco urbano. La densidad humana es más que notable y uno piensa con espanto en los enjambres agosteños. Percibe uno claramente el giro copernicano en la historia contemporánea de la fuente. El lugar ha devenido en el escenario de una inversión de los papeles: la hermosa fuente solo está aquí en tanto que instrumento de medición de los flujos turísticos. Vórtice de concentración humana, ya solo es el elemento activador del verdadero espectáculo que es la propia multitud. Esta se divide en dos grupos fundamentales, el de los espectadores del primer grado, aquellos que siguen creyendo, contra toda evidencia, que la fuente es efectivamente el espectáculo, confirmando así que el turismo de masas es la nueva modalidad de las antiguas peregrinaciones. El imperativo de «ver» las reliquias quedó sustituido por el imperativo de «ver» ciertos monumentos. La otra parte la constituye un público autodistanciado, que se sabe parte esencial del show y viene a cumplir, bonachón y casi irónico, con el tópico. Esto es un ruidoso desierto narrativo. Pero resulta que a menos de diez metros, cierra la esquina la muy original fachada de la iglesia «dei Santi Vincenzo e Anastasio», la cual relata una interesante historieta francoespañola. Fue sufragada por el cardenal Julio Mazarino (1602-1661), italiano de origen y eficaz valido del rey Luis XIV de Francia. Fue amante probable de la madre de este, la española Ana de Austria, hija de Felipe III y regenta del reino durante la infancia de su hijo. Mazarino tenía una sobrina, la guapa y trepadora María Mancini, que le sorbía los sesos al joven Luis XIV. La devolvió a Roma para casarlo con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y prima por partida doble. Al trono de España accedería el nieto de ambos, Felipe V. De muy poco depende siempre el porvenir de una dinastía.
Fuente de Trevi, justo a la derecha
Al rato, desembocaremos en La piazza della Rottonda por la esquina más alejada. Lo que da tiempo para que, a la majestuosa obviedad clásica del pórtico venga a superponerse un poco de frustración. Originalmente, se accedía a él mediante una escalinata de tres gradas, que ha quedado sepultada por la elevación histórica del suelo. Hoy el piso del pórtico está practicamente a la altura del adoquinado de la plaza lo que achata la percepción de sus verdaderas proporciones. Quiero pensar que no sería técnicamente muy complicado rebajar el nivel de la plaza de modo que el pórtico recobrara toda su majestuosidad. Tan ligera es la milagrosa materialidad de la cúpula como aplastante su carga simbólica.
Cúpula del Panteón
Abruma la complejidad de las dificultades técnicas que hubo que vencer y la inteligencia de las soluciones que se adoptaron; asombra la variedad de los tipos de piedra y de cemento utilizados, el control y redistribución de los tremendos pesos y empujes sobre pilares y arcos, empotrados en la masa mural. Pero para nosotros, desde aquí, relajados y sentados, la sensación es de ligera y pura levitación. La perfección geométrica y técnica de la semiesfera que nos tutela induce físicamente la conciencia de su propensión natural a completarse en una esfericidad envolvente. Ella es la que nos acoge en este momento y nos insufla el sentimiento de habitar un espacio uterino y ontológicamente perfecto. Heidegger habría dicho que la intuición del Ser es aquí constante. Daremos la vuelta al edificio, a su zona trasera. El efecto es entonces muy diferente, macizo, casi basto. En parte por culpa de la elevación del suelo y sobre todo porque se percibe físicamente el excepcional espesor de los muros.
Panteón