Teatro Marcello
Jean Juan Palette-Cazajus
La entrada monumental a lo que fuese el llamado «Pórtico de Octavia» edificado, hacia 27 a.C, por la hermana de Augusto, mantiene todavía cierta gallardía pese a que las dos columnas que le faltan hayan sido sustituidas por un rudimentario arco medieval de ladrillo. Aquél había sido el primer recinto arquitectónico de la historia romana comanditado por una mujer, afirma la historiadora feminista Margaret Woodhull. A la derecha se abre el espacio del Teatro Marcello. Sobre lo que era toda la zona hacia 1910, el parco Baroja se explaya: «En todas aquellas barriadas pobres se veían callejuelas cruzadas por cuerdas llenas de harapos; tenduchos negros de donde salía olor a grasa; callejones estrechos con montones de basura en medio. En los mismos palacios ya exonerados de su grandeza aparecía esta decoración de pingajos flotantes. En el Teatro Marcelo se hundía la vista en los arcos convertidos en fraguas. Parecía infernal ver en el fondo de aquellas cuevas negras los herreros destacándose entre las llamas».
Sta Ma deAracoeli
Entre los arcos ya no martillean los herreros de la época de Baroja. Está todo -¿perfectamente?- restaurado y encuentro muchos cambios desde la última vez que me acercara a verlo. Curiosamente, me produce un sentimiento casi de mayor autenticidad y grandiosidad que el Coliseo. Tal vez por la ausencia casi total en ese momento del tumulto turístico. También por su natural inserción en el tejido del viejo barrio. Y, qué duda cabe, por los bemoles de la familia Savelli que le encargó a Baldassare Peruzzi, en 1532, construirles un palacio encima del teatro y así superponer su propia historia a la antigua. Cosa que solo pudo ocurrir porque el edificio había quedado casi sepultado por la tierra y los aluviones traídos por el Tíber.
Cordonata del Capitolio
Casi tanto como por el edificio, quedamos largo tiempo interesados por una rica galería fotográfica que mostraba las labores de excavación que poco menos que desenterraron el Teatro, desde finales del siglo XIX hasta los años treinta del siguiente. De hecho, me parece que Stendhal nunca llega a mencionar su existencia. Cuando desembocamos en la plaza de Aracoeli reunimos nuestro valor frente a la dura prueba que nos espera: cruzar por el paso de peatones en ausencia de semáforos. Nos encomendamos a la Madonna y – mayúscula sorpresa - comprobamos que los automobilistas se paran. Mutación antropológica que se confirmó en los días siguientes. Esto ya no es lo que fuera. Frente a la sofisticación cortesana de la escalinata de la Trinità dei Monti, la escalinata de Santa María de Aracoeli, 124 gradas en lugar de 136, tiene una energía física, casi brutal. La primera es barroca, esta es medieval ya que se construyó para conmemorar el fin de la peste de 1348, bajo el caudillaje de Cola di Rienzo. Hay en ella algo casi geológico, es una cabalgata de gradas rústicas e impetuosas que suben al asalto de algo tan minimalista y surrealista como el paredón de ladrillo que sirve de fachada a la iglesia, con diferencia la construcción más sobria, escueta y desnuda de Roma. Parece que no tanto por sobriedad franciscana, a cuya orden pertenece, como por la desaparición de los mosaicos y frescos iniciales.
Palazzo Senatorio
Nosotros ascenderemos por las rampas, casi paralelas a las de Aracoeli, de la «cordonata capitolina». Me parece observar una injusta indiferencia de los visitantes hacia las estatuas de Cástor y Polux que flanquean y solemnizan el acceso a la plaza del Capitolio, pese a su espectacular tamaño. Copias romanas del siglo IV sobre originales griegos, hablan todavía la grandiosa lengua clásica y conservan el aura del culto que rodeaba a los dos gemelos, mortales e inmortales a la vez. Lo mismo que la perfecta copia de la estatua ecuestre de Marco Aurelio -el original se preserva en el vecino museo- lo dice todo del «imperium», interior y exterior, del emperador filósofo. «El Henri IV del Pont-Neuf -dice Stendhal- sólo parece preocupado de no caerse del caballo. A Marco Aurelio se le ve tranquilo y sencillo. Dirigiéndose a sus soldados. Se ve su carácter y casi lo que dice». También pensaba el escritor que, en lugar tan emblemático como el Capitolio, Paulo III Farnesio tenía que haberle encargado a Miguel Ángel grandiosas fachadas de templos paganos. Lo cual tal vez era mucho pedirle a un papa. A mí me satisface la pureza renacentista de lo que se edificó. El orden gigante de las pilastras que ritman las fachadas, las monumentales cornisas, la alternancia de frontones rectos y curvos de las ventanas, todo delata la fidelidad de Giacomo della Porta al proyecto inicial del maestro. Cuando Carlos Quinto hace su visita oficial a Roma el 5 de abril de 1536 para reconciliarse con el papa y hacerse perdonar el saqueo cometido por sus tropas nueve años antes, la ciudad todavía no se ha repuesto de los estragos de la tedesca soldadesca. El gran escritor Rabelais que se encontraba en Roma en aquellos días observa que «es una pena ver las ruinas de iglesias, palacios y casas que el papa ha mandado demoler para abrirle y aplanarle un camino (al emperador)». El Capitolio era todavía un campo yermo y Miguel Ángel solo pondría manos a la obra al año siguiente. Los Palacios Capitolinos no son grandiosos pero señalan la pauta hacia la nueva grandeza de Roma. Giacomo della Porta será aquí el digno albacea de Miguel Ángel como lo será a la hora de terminar la cúpula de San Pedro.
Arco deSéptimo Severo y perspectiva
La verdad es que el Capitolio, caput urbis, centro religioso de la antigua Roma y centro municipal de la actual, vegeta a la sombra aplastante del «Vittoriano» y cercado por el intenso tráfico. Aquello pide a gritos una peatonalización y una reforma urbana que se antojan complicadas. Al menos desde el centro de la plaza se puede olvidar unos instantes el agobio circundante. Los balcones sobre los Foros, a un lado y otro del Palacio Senatorio, parecen pensados desde una perspectiva premonitoriamente turística. Evidentemente el panorama es pura literatura clásica. A la derecha, los pinos y los cipreses del Palatino y del Celio. Delante de nosotros, el escalonado muestrario de las ruinas. Están reunidos dos de los tres ingredientes usados, durante siglos, por los pintores llamados «vedutisti»: árboles y ruinas. Falta el tercer ingrediente que solía ser una escena de género. Poco se puede esperar de nuestra grisalla humana y turística para engendrar una escena pintoresca. Pero la «veduta» en sí merece la pena. Allí en el fondo está, considerable, el Coliseo. Nada que hacer: seguimos distanciados. Más cerca, el campanario medieval de Santa Francesca Romana. Todavía más próximos, el pórtico y los frontones partidos de San Lorenzo in Miranda, mi magdalena de Proust. Casi a los pies, a la derecha, el pórtico del templo de Saturno. A la izquierda el solemne Arco de Séptimo Severo. Bajamos por las escaleras laterales que nos acercan casi a la altura de los tebeos en bajorrelieve que lo decoran. La inmediata fachada de la iglesia dei Santi Luca e Martina es un biombo decorativo de Pietro da Cortona, labrado en perfecto equilibrio entre Renacimiento y suave curva barroquizante.
Estratos
Vueltos al balaustre sobre el foro nos vimos literalmente arrollados y anegados por una horda de adolescentes asiáticos. Aquello era la escenificación del verbo «ningunear». De su mala educación inferí, admito que de forma políticamente incorrecta, que tenían que ser chinos. Pero aquello sonaba japonés. Ni uno solo siquiera, en ningún momento, le dedicó unos segundos a la contemplación del panorama. En medio de una constante algarabía, todos hacían cola para subirse al pretil que domina los Foros y hacerse, mecánica y recíprocamente, la misma foto, supongo que destinada a Instagram. Supe reprimir los negros deseos que asomaban en mi alma al verlos peligrosamente encaramados. Cual bandada de estorninos, a una señal misteriosa, como habían venido se fueron. La calma recobrada me permitió acordarme de que aquellos tres arcos misteriosos, abiertos allí abajo, sosteniendo la prosaica parte trasera del Palacio Senatorial, indicaban lo que queda del «tabularium», el archivo de Roma, donde se conservaban las tablillas oficiales, las «tabulae publicae».
Veduta romana
Al bajar, le dedicamos un vistazo a la retórica decimonónica del bronce de Cola di Rienzo (1313-1354). Bajo una capucha, se muestra la cara huraña y vehemente del que fuera, a su manera medieval, unos de los primeros líderes populistas de la historia. Se las tuvo tiesas con la «casta » de entonces, aquellos clanes nobiliarios que cortaban el bacalao en una Roma sin papas, ya que estos estaban en Aviñon. Cola di Rienzo deseaba oscuramente demasiadas cosas a la vez: restaurar la romanidad, el retorno de los papas y una Italia unificada. Pero era además un caudillo errático y brutal. Terminó masacrado allí mismo en la escalinata de Aracoeli, que él había mandado construir, y colgado por los pies igual que le pasaría a Mussolini. La necesidad de reponer fuerzas nos lleva a traspasar la puerta del autoproclamado «Antico caffè di Teatro Marcello». Tres de cada cuatro establecimientos romanos anteponen la palabra «antico/a» a la hora de denominarse. En este caso quedó claro que lo más «antico» del local eran los ingredientes de sus ensaladas. Cuesta creer que unos sencillos vegetales pudiesen resultar tan brutalmente insípidos.
Belleza, grandezza