Pavimento cosmatesco
Jean Juan Palette-Cazajus
Mi intención era desembocar en el Coliseo tras recorrer la extrañamente tranquila y provinciana «Vía de San Giovanni in Laterano». Ello previa parada y visita de la pequeña pero valiosa basílica de San Clemente. El acceso al espacio conventual es desde aquí tan discreto y recoleto que uno puede olvidar que a pocas decenas de metros está la paralela, capitalina y ruidosa «Vía Labicana». No quiero estropearles a mis familiares la mañana turísticamente idílica. A primera vista la pequeña basílica actual, levantada en el siglo XII, resulta particularmente entrañable gracias al poder de evocación de sus columnas dispares, de recuperación antigua, off course, y el protagonismo de la piedra sobria y del mármol sin pulir. Tanta austeridad acromática es inhabitual en Roma y resalta todavía más los colores del admirable mosaico del ábside. El ambiente es provinciano, casi campestre. Es también el primer contacto con el arte de los pavimentos «cosmatescos». Siempre sorprende la belleza espontánea, juvenil, de aquella técnica omnipresente en las iglesias más antiguas de Roma, cuyo apogeo se situó en los siglos XII y XIII. Practicada por artesanos pertenecientes no se sabe bien si a un grupo gremial o a un clan familiar de apellidos familiares tales que Cosma o Cosmati. Es fácil imaginárselos recorriendo Italia al ritmo de los encargos, para dejar su largo reguero de obras conocidas en pueblos y ciudades. Los motivos suelen ser geométricos, sinuosos o circulares. Lo más significativo son las teselas de colores utilizadas, procedentes cómo no, de la inagotable cantera de los mármoles antiguos. Durante más de mil años la Roma cristiana creció fagocitando los despojos, monumentales e intelectuales, de la pagana.
San Clemente
Por una escalera se baja a los restos de la anterior basílica paleocristiana, del siglo V. El espectáculo visual de la superposición de los estratos de la historia humana es perturbador y edificante para la mente, más aún cuando reparamos en que los muros de acceso están literalmente incrustados con restos romanos, lapidarios o estatuarios, torsos, caras, manos, brazos, piernas. La densidad productiva de aquella cultura era tal que lo menos excepcional terminó sirviendo de relleno. Pero de allí se sigue bajando a un tercer sótano para acceder a varios espacios que rodean lo que fuese un «mitreo» del siglo II, descubierto en 1869. El ambiente se torna oscuro, húmedo y frío. Las paredes ofrecen un muestrario de los distintos aparejos romanos, «opus incertum», «opus caementicum». Al menos así me pareció, no soy especialista. Los muros principales muestran gruesos bloques de toba. Estamos, calculo, entre 8 y 10 metros bajo tierra. El mitreo está muy bien conservado con sus bancadas laterales de piedra, su altar con el canónico relieve de Mitra tauróctono, tocado con gorro frigio y agarrando al toro por los orificios nasales, mientras la mano derecha clava en el animal el cuchillo sacrificial. El mitraismo era un culto mistérico e iniciático – ambos aspectos suelen ir juntos – de procedencia indirectamente indoirania, tal vez una herejía del Zoroastrismo, y basado en el sacrificio del toro primordial, generador de energía y fertilidad. El culto fue particularmente popular entre los legionarios, más o menos desde el siglo II d.C. hasta el siglo IV.
Mitreo de San Clemente
Hace años que entre los aficionados a los toros algo leídos se puso de moda una forma de fascinación por el culto de Mitra en el cual quisieron ver, con más ingenuidad y precipitación que sereno raciocinio, un ritual antecesor de las corridas de toros. Es evidente que es imposible detectar la más mínima relación de continuidad histórica ni de causalidad práctica entre el primero y las segundas. Lo más que se puede inferir es una referencia genérica a la cansina función mítica del toro en la cultura occidental, tan manida ya que termina perdiendo toda significación. Los arqueólogos han levantado el mapa de los mitreos descubiertos, numerosos en Italia y en la parte meridional de la cuenca danubiana, también en la Galia y paradójicamente muy escasos, solamente tres, en Hispania. La corrida de toros es el producto de situaciones históricas, religiosas y culturales absolutamente distintas. Lo que tienen que hacer los defensores de las corridas de toros, entre los cuales me incluyo, es renunciar a buscarse coartadas para forjarse argumentos. Existen y muy fuertes, siempre que uno se dedique a la dura e ingrata manía de pensar. Discúlpese la digresión.
Roma dura, Roma perdura
La penumbra, la humedad que rezuma de todas las paredes, la sensación de aislamiento, las costillas aparentes de los varios aparejos constructivos romanos, el rumor sorprendentemente fuerte y cristalino de las aguas subterráneas, algún destello de sol que se cuela desde la superficie, todo contribuye a apretar el corazón, a despertar emociones telúricas y un tipo de sentimiento confuso, tal vez lo que algunos llaman «sagrado». Allí abajo luché vanamente para convencerme a mí mismo de una evidencia: el espacio que me rodeaba se parecía como un huevo a una castaña a la realidad física que se ofrecía a los ojos de los contemporáneos, a los del «novio», del «soldado» o del «león», por citar 3 de los 7 grados iniciáticos de la jerarquía mitraica. Más exactamente como un cadáver a la vez en plena descomposición y en plena autopsia (los arqueólogos son los forenses de la historia) se parece a la persona viva, sana y vigorosa que fue alguna vez. Pero nada que hacer: como la piedra, Roma es dura ; como la piedra, Roma perdura. Allá abajo, yo el turista lambada, no pude evitar sentir por un momento el espíritu de la Civitas antigua aleteando sobre mi cabeza.
Roma today
Nada más regresar a la Vía di San Giovanni in Laterano, tras salir de San Clemente, en seguida se perfiló, cerrando la perspectiva, la colosal silueta del «Colosseo». En el preciso momento en que la mirada abrazaba la totalidad de su mole, destacó en medio de la riada de los moscones rodantes, la silueta de un autobús turístico de dos pisos, en modo chillón y pink panther que vino a inscribirse perfectamente en el marco ocupado por el gigantesco anfiteatro. Me invadió un sentimiento de evidencia irrefragable. La única certeza existencial y abarcable era aquí la de aquel trivial artefacto turístico y la de los cientos de vehículos que transitaban por la plaza. La imagen del antiguo circo no pasaba de ser un fondo escénico. Era una imagen tan desgastada y grandilocuente, tan inseparable de la postal o del cartel de agencia de viajes que en ese momento fui incapaz de ver otra cosa que un inmenso decorado de carton piedra, reproducido con gran calidad. Evidentemente la productora se había gastado el dinero en espera del primer golpe de manivela de lo que tenía que ser el rodaje de un ambicioso «péplum» en technicolor. De un momento a otro iba a surgir algún representante de aquella inigualable antigüedad hollywoodense, algún centurión con minifalda legionaria y cara de cowboy estándar.
El Coliseo en 1920
Mi hermana me preguntó qué tipo de masoquismo me impulsaba a sacar fotos en el preciso momento en que se interponía entre el monumento y el objetivo la mayor concentración de coches y autobuses chillones. A lo que le contesté que si, en su momento, la Roma de los Flavios constituyera efectivamente el natural entorno del monumento, la realidad de su entorno actual, su verdadera ontología eran hoy, además de la marea motorizada, las latas de cerveza que crujen bajo las pisadas, los envoltorios grasientos y los turistas cansinos sentados en el cesped donde merodeaban bangladesíes resignados de antemano a no vender sus palos de selfie. La buena pregunta sería, al revés, la que se plantea la naturaleza del tabú que todavía impulsa una mayoría de gente a mentirse desesperadamente y a tratar – vanamente - de conseguir un encuadre virgen y atemporal. Parte de la respuesta se encuentra en los párrafos que André Gorz dedicara en «Ecología y política» a glosar la vanidad del concepto de democratización de los privilegios, en realidad una contradictio in terminis.
Un oxímoron semántico en la base, entre otras muchas cosas, del turismo de masas. Glosamos sucintamente el libro y el autor en su momento. Stendhal, a lo largo del primer tercio del siglo XIX, pero incluso el barojiano César de la novela «César o nada», hacia 1910, todavía pudieron contemplar el Coliseo en condiciones físicas que apenas habían cambiado durante cerca de dos mil años. Los primeros «turistas» disfrutaron también de un breve período de transición durante el cual los entornos eran, todavía en gran medida, los que habían conocido los «viajeros».
Pero incluso ese turismo minoritario y privilegiado ya suscitaba, en 1910, el sarcasmo de Baroja: «Tomó César por la Vía Nazionale hacia el centro. Entre la gente, algunos extranjeros con la guía roja en la mano marchaban a grandes pasos a contemplar los monumentos de Roma que el código del esnobismo mundial considera indispensable admirarlos». La tal «guía roja» era la famosa y excelente Baedeker, biblia del turismo premasivo durante casi un siglo.
Foto decente