Vicente Llorca
Hubo un tiempo en que la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos era un lugar de estudio. Silenciosa y como enfurruñada, sus pasillos eran recorridos por una procesión de personajes mudos que se perdían por escaleras recónditas, en busca de no sé qué cuarto de manuscritos, bajaban a galerías de publicaciones absurdas o se mantenían toda la mañana bajo la luz de los pupitres inclinados de la Sala General, sumidos en alguna pesquisa interminable.
Hubo un tiempo en que la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos era un lugar de estudio. Silenciosa y como enfurruñada, sus pasillos eran recorridos por una procesión de personajes mudos que se perdían por escaleras recónditas, en busca de no sé qué cuarto de manuscritos, bajaban a galerías de publicaciones absurdas o se mantenían toda la mañana bajo la luz de los pupitres inclinados de la Sala General, sumidos en alguna pesquisa interminable.
Los personajes que a diario nos encontrábamos por los pasillos habían surgido, según la teoría de un amigo conquense, especialista en cultos prerromanos y que entonces vivía allí, de los sótanos del edificio de Francisco Jareño: allí habían nacido y, afirmaba, nunca salían a la luz de la calle. Por la noche, cuando las salas se cerraban, regresaban a sus cubículos, debajo del oscuro ascensor que llevaba a la cafetería.
Creo que no era cierto del todo. Si bien hubo personajes a los que nadie advirtió nunca fuera del cuarto de incunables, también es cierto que muchos días veíamos a algunos profesores de la facultad, los mejores, enredados entre folios y silencio, lejos del bullicio político en que se había convertido el decanato de Filosofía. Y el escritor M., que aparecía ya en programas de televisión, pasaba allí las horas, anónimo y fuera de las cámaras, en la esquina de los diccionarios, lo que le hizo crecer enormemente a nuestros ojos. (Que lo leyéramos ya era otra cantar). Catedráticos conocidos, investigadores anónimos, eruditos ensimismados, absortos leguleyos o una compañera del departamento de historia de arte, misteriosa e inalcanzable, en la biblioteca todos compartían una misma actitud, silenciosa y sin espectadores, detrás de qué enigmática lectura que estaba almacenada en los inagotables estantes.
Algunos llevaban la biblioteca dentro de sí. G., absorto personaje detrás de unas gafas inmensas, y especialista en la figura y la filosofía del rabino Maimónides, no tenía casa según creíamos. Su existencia transcurría entre la biblioteca, las salas del Ateneo por la tarde y un bar inmediato a éste en donde culminaba la jornada. Allí les hablaba a los impávidos camareros de la Guía de perplejos – entre bandejas de torreznos- y cuando le saludaba alguien pasaba a inquirirle sin dilación por su opinión sobre la Sefer Hamitzvot.
No eran horas, ciertamente. Pero la Biblioteca no le abandonaba.
La trivialidad es el mal, como bien saben los aún lectores, hayan leído o no a Hanna Arendt. Últimamente la Biblioteca, postrero reducto del secreto, ha pasado a formar parte del mundo del espectáculo también; y del éxito medido en el número de los espectadores. Largas filas de contempladores lelos hacen cola en la puerta para entrar en las salas. Unos folletos turísticos animan a subir las fatigosas escaleras. En el vestíbulo los turistas se disponen a dividirse por sus respectivos destinos, salones y galerías de los gabinetes de investigación. En fila, bajo la dirección de una guía turística, recorren la sala general en la que los últimos resistentes aún intentan, arcaicos y obsoletos, seguir leyendo qué manuscrito inútil. Contemplados por las cámaras de los viajeros los lectores de la biblioteca han pasado a formar parte, sin ellos saberlo, del espectáculo general. Y una hilera de sindicalistas en viaje a la capital les fotografía entonces, perplejos sobre los antiguos pupitres.
La representación ha alcanzado a la lectura, incluso. Nada se escapa a ella y próceres analfabetos, cuyo éxito político es inversamente proporcional a su discreción, han convertido la antigua Biblioteca en parte del espectáculo generalizado.
Han cerrado “Lastra”, la taberna asturiana de Lavapiés también. “Balmoral” nunca volvió a abrir. Autobuses de turistas con la guía en la mano infestan el barrio de las Huertas. Murió Pilar la de “El Garabatu” de la calle Echegaray. Su lugar lo infama hoy un local de comida vegana. Adónde iremos ahora.
La representación ha alcanzado a la lectura, incluso. Nada se escapa a ella y próceres analfabetos, cuyo éxito político es inversamente proporcional a su discreción, han convertido la antigua Biblioteca en parte del espectáculo generalizado.
Han cerrado “Lastra”, la taberna asturiana de Lavapiés también. “Balmoral” nunca volvió a abrir. Autobuses de turistas con la guía en la mano infestan el barrio de las Huertas. Murió Pilar la de “El Garabatu” de la calle Echegaray. Su lugar lo infama hoy un local de comida vegana. Adónde iremos ahora.