Abate Sieyes
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
De la investidura hemos salido con la cabeza caliente y los pies fríos por culpa del mandato imperativo. O sea, el mandato.
El mandato (poder que el poderdante da al apoderado) es la perra que cogió un cura loco, el abate Sieyes, a quien “no le gustaban ni los reyes ni los pueblos, ni los hombres ni las mujeres”, sino únicamente “él y el dinero”. Con esa perra de caza (pura “funambulia grecizante”, que diría el clásico) ayudó a desatar la Revolución francesa, al cabo de la cual, cuando le preguntaron qué había estado haciendo, respondió: “He vivido”. Y se puso a redactarle una Constitución a Napoleón como Errejón a Evo.
Nuestra Constitución prohíbe el mandato. A esa prohibición se agarró Margarita Robles, jurista como Villacís, para recurrir una multa de su partido por votar “no” a Rajoy contra lo ordenado. En un sistema representativo, prohibir el mandato sería convertir al sirviente (diputado) en amo (elector), pero, bien mirado, tampoco supone un problema dejar al diputado a solas con su conciencia: la única conciencia del político es el poder, y siempre sabrá orientarse hacia la trufa más gorda.
Aunque todavía hay que oír por ahí que un diputado representa a toda España, la representación política es una relación de tres personas (los “personeros”, en el castellano del Rey Sabio): representado, representante y ante quien se representa. Mas el Estado de partidos elimina la representación mediante el sistema proporcional de listas, por lo que prohibir el mandato puede parecer tan absurdo como tapiar un cementerio: los de fuera no quieren entrar y los de dentro no pueden salir.
El Sistema sustituye el principio de representación por el principio de identidad y el mandato imperativo por esa disciplina de partido que nos hace ver que el diputado representa a su verdadero elector, que no es el ciudadano, sino el jefe que hace las listas. Es la lección que Simancas, el Besteiro de Kehl, nos ha dado con la bancada socialista en este puente de Reyes.