Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Nos enteramos por los periódicos de que el Instituto Cervantes se propone acabar con los «tópicos españoles» en el mundo, aunque nos daríamos con un canto en los dientes si consiguiera acabar con las faltas de ortografía en los carteles de la Red de Carreteras del Estado. Al fin y al cabo, la ortografía es una parte de la gramática, pero, ¿qué tiene que ver el tópico con la lengua?
Al hablar del tópico, hablamos del viejo y honrado lugar común que hoy tiene en el turismo su método industrial de explotación. Acaben ustedes con los tópicos y habrán acabado con los turistas. También, a lo mejor, con los novelistas de estación, pero esto es algo que no afecta al Producto Interior Bruto de la nación, que, como todo el mundo sabe, vive del turismo. Turista es cualquier persona que viaja con el único propósito de confirmar tópicos. Sin tópicos no habría turismo, y si nos ponemos así, tampoco habría Cervantes, que en España es ahora un Instituto, aunque en el extranjero sigue siendo un tópico que se pronuncia «Chervanta», prosodia, por cierto, que no hace ninguna gracia a nuestro chauvinismo lingüístico, formado sobre la idea de que la lengua siempre fue compañera del imperio. «¡Tiene muchos bemoles / que no hablen español los españoles!», cantaba Pastora Imperio en «La Entente», estrenada con motivo de la visita de Poincaré a España.
La lengua común es una cosa, y otra cosa es el lugar común. Ortega formuló dos leyes de apariencia antagónica que, según él, se cumplen en toda enunciación. La primera: «Todo decir es deficiente.» Es decir, que nunca logramos decir plenamente lo que nos proponemos decir, y ésta es la pega de la lengua común. La segunda: «Todo decir es exuberante.» Es decir, que nuestro decir manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos e incluso no pocas que queremos silenciar, y ésta es la ventaja del lugar común. La lengua común es, desde luego, menos importante que el lugar común, pues si la gente se moviera por la lengua común, los japoneses no veranearían en España y los españoles veranearíamos en Buenos Aires, que en este tiempo siempre será más bonito y más fresco que Gredos. Sin embargo, hemos creado un Instituto Cervantes para preservar la lengua común, y para preservar el lugar común todavía no se le ha ocurrido a nadie crear un Instituto Pero Grullo.
A los tópicos, más que a la lengua, debemos los españoles el privilegio de encontramos a la cabeza del turismo mundial desde, al menos, el Siglo de las Luces, cuando Montesquieu propagó por Europa la gracia, no de nuestra conversación, sino de nuestra gravedad, que, según las «Cartas persas», se manifiesta principalmente de dos maneras: en las gafas y en los bigotes. «Las gafas demuestran que el que las lleva es hombre consumado en las ciencias y absorto en profundas lecturas, y cualquier nariz cargada con ellas puede pasar, sin disputa, por la nariz de un sabio...» Y cuando un español añade a estas cualidades «la de ser propietario de una gran espada o la de que su padre le haya enseñado a desafinar en una guitarra, no trabaja: su honor va unido al reposo de sus miembros, porque la nobleza se adquiere en las sillas».
¿Qué deuda de agradecimiento no contrajimos con Casanova? «No conozco pueblo más lleno de prejuicios que España», anotó en sus «Memorias», y ya tenemos dicho que el único móvil del turismo es la confirmación de prejuicios. Los turistas se comportan con los tópicos como las ardillas con las nueces; es decir, como si, al confirmar las expectativas que tienen puestas en un tópico, la siguiente expectativa tuviera que ser más probable. Cuando una ardilla se encuentra constantemente con nueces vanas, ¿se molestará en cascar la siguiente? Casanova escribió: «Los españoles son pequeños, mal conformados y sus rasgos físonómicos distan de ser bellos. Las mujeres, en cambio, son encantadoras, llenas de gracia y amabilidad, y de un temperamento de fuego.» Quiero decir que el fenómeno Lecquio sería inexplicable sin los lugares comunes de Casanova. Y allá el Cervantes con sus planes, pero la primera regla del negocio es no tocar lo que funciona.
Al hablar del tópico, hablamos del viejo y honrado lugar común que hoy tiene en el turismo su método industrial de explotación. Acaben ustedes con los tópicos y habrán acabado con los turistas. También, a lo mejor, con los novelistas de estación, pero esto es algo que no afecta al Producto Interior Bruto de la nación, que, como todo el mundo sabe, vive del turismo. Turista es cualquier persona que viaja con el único propósito de confirmar tópicos. Sin tópicos no habría turismo, y si nos ponemos así, tampoco habría Cervantes, que en España es ahora un Instituto, aunque en el extranjero sigue siendo un tópico que se pronuncia «Chervanta», prosodia, por cierto, que no hace ninguna gracia a nuestro chauvinismo lingüístico, formado sobre la idea de que la lengua siempre fue compañera del imperio. «¡Tiene muchos bemoles / que no hablen español los españoles!», cantaba Pastora Imperio en «La Entente», estrenada con motivo de la visita de Poincaré a España.
La lengua común es una cosa, y otra cosa es el lugar común. Ortega formuló dos leyes de apariencia antagónica que, según él, se cumplen en toda enunciación. La primera: «Todo decir es deficiente.» Es decir, que nunca logramos decir plenamente lo que nos proponemos decir, y ésta es la pega de la lengua común. La segunda: «Todo decir es exuberante.» Es decir, que nuestro decir manifiesta siempre muchas más cosas de las que nos proponemos e incluso no pocas que queremos silenciar, y ésta es la ventaja del lugar común. La lengua común es, desde luego, menos importante que el lugar común, pues si la gente se moviera por la lengua común, los japoneses no veranearían en España y los españoles veranearíamos en Buenos Aires, que en este tiempo siempre será más bonito y más fresco que Gredos. Sin embargo, hemos creado un Instituto Cervantes para preservar la lengua común, y para preservar el lugar común todavía no se le ha ocurrido a nadie crear un Instituto Pero Grullo.
A los tópicos, más que a la lengua, debemos los españoles el privilegio de encontramos a la cabeza del turismo mundial desde, al menos, el Siglo de las Luces, cuando Montesquieu propagó por Europa la gracia, no de nuestra conversación, sino de nuestra gravedad, que, según las «Cartas persas», se manifiesta principalmente de dos maneras: en las gafas y en los bigotes. «Las gafas demuestran que el que las lleva es hombre consumado en las ciencias y absorto en profundas lecturas, y cualquier nariz cargada con ellas puede pasar, sin disputa, por la nariz de un sabio...» Y cuando un español añade a estas cualidades «la de ser propietario de una gran espada o la de que su padre le haya enseñado a desafinar en una guitarra, no trabaja: su honor va unido al reposo de sus miembros, porque la nobleza se adquiere en las sillas».
¿Qué deuda de agradecimiento no contrajimos con Casanova? «No conozco pueblo más lleno de prejuicios que España», anotó en sus «Memorias», y ya tenemos dicho que el único móvil del turismo es la confirmación de prejuicios. Los turistas se comportan con los tópicos como las ardillas con las nueces; es decir, como si, al confirmar las expectativas que tienen puestas en un tópico, la siguiente expectativa tuviera que ser más probable. Cuando una ardilla se encuentra constantemente con nueces vanas, ¿se molestará en cascar la siguiente? Casanova escribió: «Los españoles son pequeños, mal conformados y sus rasgos físonómicos distan de ser bellos. Las mujeres, en cambio, son encantadoras, llenas de gracia y amabilidad, y de un temperamento de fuego.» Quiero decir que el fenómeno Lecquio sería inexplicable sin los lugares comunes de Casanova. Y allá el Cervantes con sus planes, pero la primera regla del negocio es no tocar lo que funciona.
«¡Tiene muchos bemoles / que no hablen español los españoles!», cantaba Pastora Imperio en «La Entente», estrenada con motivo de la visita de Poincaré a España