Torcuato Luca de Tena y Álvarez Ossorio
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La nueva fe del liberalismo nace en 1814, cuando Inglaterra le corta la coleta a Napoleón, cosa que no sabe Valls, esa “panier a crabes” que Macron nos ha metido en casa.
La idea (nada que ver con los meñiques cupresinos del Embassy) era que la economía, la industria y la técnica eliminarían el Estado, la guerra y la política, con lo cual la nueva fe sólo sobrevivió como delicadeza cultural: un respeto profundo a las ideas ajenas, que era (en el periódico, no en el bar) cuanto pedía Juan Ignacio Luca de Tena para considerar liberal a un hombre.
Porque, liberales de culto, uno sólo ha conocido a los Luca de Tena, y ahí está su obra, iniciada por un hombre de la generación cultural (¡liberal!) de la Regencia (veinteañeros a la muerte de Alfonso XII).
Políticos liberales no hay. El destino no reside en la política, sino en la economía, dijo Rathenau, el ministro de Weimar: “El liberalismo –resume Leo Strauss en su revisión crítica de Schmitt– se refuta a sí mismo ‘ad absurdum’ cada vez que toma parte de un acto político”.
–En España no hay liberales, sino totalitarios –avisó en sus “Cartas a un Príncipe” del 64 el Gallo de Arévalo, y lo recordaría en la Santa Transición, cuando los “liberales” de la política (¡el Centro!) no lo dejaban escribir, pero lo hacía en ABC (¡los Luca de Tena!) como “Fouché”.
El Centro de entonces, como el de ahora, era una oficina de carnés: “Las nuevas credenciales democráticas –explicaba Romero– se habían obtenido en una carrera de transformismo y de liquidación de aquellos que tenían las biografías de los transformados”. Tiraban de “óstrakon” con una liberalidad que daba gusto.
¿Y nuestro liberalismo económico? Eso ya lo dio por perdido Gerald Brenan (¡don Geraldo!), que nos miraba con ojo de águila desde las cimas de Granada:
–El famoso individualismo español no se extiende a la economía. Se sienten felices cobijados en empleos del Estado.