Toro
Jean Juan Palette-Cazajus
Han sido muy numerosos a lo largo de los últimos decenios, los textos que postulaban la dimensión sacrificial de la corrida de toros. En todos ellos el sacrificio no era inmediatamente perceptible sino que aparecía como la interpretación connotada de enunciados simbólicos o metafóricos. Jamás hemos tratado de ocultar la distancia y reserva que nos han inspirado estos trabajos, por otra parte brillantes e innovadores. No creemos que la corrida de toros sea críptica ni que el acceso a sus significados haya de pasar por un proceso iniciático. Ciertamente no es un espectáculo evidente y requiere un aprendizaje. Como todas las actividades específicamente humanas: como el vivir, como el morir, como usar un tenedor o comer con palillos. Pero la corrida de toros es un espectáculo performativo en el sentido que dan los lingüistas a la palabra, es decir que expone de forma escrupulosa sus propios enunciados. Curiosamente, teóricos del sacrificio y animalistas coinciden en lo que parece una evidencia: al final suele morir el toro, «sacrificado» por el torero.
Picasso. La muerte del torero, 1933
En realidad, el papel de «sacrificador», el torero sólo lo endosa definitivamente en el momento preciso en que el toro rueda en la arena. Hasta ese segundo concreto, este papel postrero ha quedado totalmente ocultado por el de «sacrificado» potencial. Puesto que, finalmente, nunca es tan indefenso el diestro como en el momento en que, estoque en mano, parece trocarse en sacrificador definitivo. Las reglas preceptivas de la estocada le piden entonces exponerse al máximo riesgo, inmolarse casi en la rectitud de los pitones del toro. Se libra -no siempre- ya sea haciendo trampa, «aliviándose», ya sea gracias a la perfecta ejecución del complejo gesto técnico que lo preserva. Si en algo han coincidido «simbolistas» y «sacrificiales» es en la indefensión inicial del torero, su «feminización» como insiste más de uno. Sabemos que el torero es el sacrificador, pero lo percibimos como probable víctima propiciatoria. Sea lo que fuere, si el aficionado acata, con cierta indiferencia, este juego de roles es sólo en la medida en que le permitirá contemplar el relato de una fábula moral.
Nos entenderemos mejor recordando previamente algunas banalidades. Básicamente, el toreo supone algo tan improbable y absurdo como el aprovechamiento de la naturaleza poco inteligente y acometedora del toro bravo para la producción de enigmáticas significaciones cinéticas, ello a costa de graves riesgos para la integridad física humana. Lo que se puede hacer con el toro es muy limitado. Las suertes básicas, el pase «natural» y el pase «obligado» o «de pecho», fueron dictadas por la etología del animal y las sangrientas enseñanzas sacadas de un cúmulo de percances secularmente acumulados. Son las que se mostraron fundamentales para aprender a librar su acometida. Todas las demás suertes añadidas por la historia no hacen sino completar y adornar las fundamentales, como hacen las miniaturas alrededor de la mayúscula inicial en los códices medievales. Con estas suertes básicas se dibuja, contaba Ortega y Gasset, «una geometría y cinemática taurina», hasta el punto de que «el que ha querido explicar una suerte ha tenido que tomar el lápiz de dibujar líneas que simbolizan movimientos». El torero no hace sino extraer de las condiciones del toro el mejor trazado posible de líneas y contralíneas, curvas y contracurvas. Cuando el diestro se entrena toreando «de salón», damos sentido a esta gestual porque sobrentendemos la presencia del toro. En sí, aquellos garabatos carecerían de la más mínima significación.
Natural. Iván Fandiño
En cambio, en la plaza, instrumentadas al toro bravo, ejecutadas con arreglo a los preceptos de la máxima dificultad, practicadas en «los terrenos de la verdad», trazadas con la armonía, cadencia y hondura que permite -o no- la singularidad del torero, aquellas líneas y contralíneas, aquellas curvas y contracurvas, generan una verdadera epifanía (Eπιφάνεια/Epipháneia), o sea la fugitiva aparición y desaparición de un acontecimiento susceptible de causar un fuerte impacto «estético». Dicho sea en rigurosa referencia etimológica a la «αἴσθησις»/aisthèsis, la facultad de la sensación, de la percepción, de la emoción. Nadie busque aquí la menor referencia a la «belleza». Admitimos que es difícil dar cuenta de alguna experiencia taurina excepcional sin recurrir a ella. Esto es así porque, secularmente, la palabra sirve para un roto como para un descosido y es muy socorrida para calificar toda experiencia que nos parezca rozar lo inefable. Pero asociada a las catastróficas derivas del concepto de la tauromaquia como «arte», ha venido a comprometerse habitualmente con lo bonito, lo afectado, lo postizo y, con frecuencia, la impostura. Descartemos pues, de momento, este comodín sólo susceptible de enredar la recta percepción de la experiencia taurina. En las situaciones privilegiadas, el mensaje del toreo ignora la belleza. Dice una cosa muy medida y mesurada: esto es lo máximo de lo que permite el encuentro excepcional del peligro, de la geometría y de un don individual. No debería ser normalmente posible contemplarlo. Se trata de algo que pretende acercarse a lo verdadero. Puede que entonces asintieran los griegos: lo verdadero, «to ἀληθήν/ to alêthên», es el único camino hacia «to καλόν/ to kalón», lo bello.
Pase de pecho. Iván Fandiño
Porque en la raíz de nuestra fuerte emoción -siempre que surja- subyace la conciencia de que, según va transcurriendo el tiempo, el torero no hace sino sustancializar su papel de víctima inicial. Desde que el toro salta al ruedo, el torero asume una dimensión oblativa. Y ello hasta el último segundo, tratábamos de mostrar hace un rato. Pero hasta este gesto final, el transcurso de lo que llamamos lidia significa la coalescencia de la dimensión oblativa del torero con su capacidad agentiva, «dramática» en sentido originario, la de torear. Esta es su gran originalidad: el torero es una víctima proactiva. Amenazado por el telurismo anómico del toro, se reivindica como su inversión absoluta, como el arquetipo de la habilidad humana. Y así, lógicamente, la práctica del toreo se construye sobre los pilares de la acción virtuosa: horizonte del riesgo, tensión ética y voluntad de acción. Todo viene a recordar aquí lo que Aristóteles entendía por «praxis». El torero ilustra singularmente la distinción que hacía el estagirita entre «praxis» y «poiesis», entre acción y producción, entre «obrar» y «obra». Y así el torero no «produce» obra alguna, de su obrar nada queda, pero torear -torear bien, habría que precisar- es un obrar ético en sentido aristotélico: «El hecho de obrar bien es el objeto último de la acción»[1].
De modo que la mejor faena consiste -sobre la premisa del «obrar bien», del ineludible cumplimiento de las normas de colocación y ejecución- en una serie de trazos geométricos, engullidos por el tiempo en el preciso instante en que van siendo dibujados en el espacio y que la fuerte percepción del riesgo convierte en impronta poderosa del alma y de la memoria: «Si existe una vida del espíritu, lo debemos a la muerte, que, presentida como fin absoluto, bloquea la voluntad y transforma el futuro en pasado anticipado, los proyectos de la voluntad en objetos de pensamiento y la espera del alma en recuerdo preconcebido» [2]. La frase sobrecogedora de Hannah Arendt no se escribió para ilustrar nuestra definición ¡Y sin embargo! Difícil sugerir mejor la relación del toreo con el ser, con el tiempo y el albur del riesgo.
Estocada. Iván Fandiño
Hablar de «vida del espíritu» chocará a quienes sólo pueden pensar la tauromaquia en términos de barbarie. Sólo la mala fe puede negar que la corrida de toros sea a menudo aburrida, frecuentemente vulgar, sórdida a ratos. Pero es capaz de ofrecer momentos excepcionales. El simulacro aparece cuando falta el respeto por las normas «práctico-éticas», o la realidad del peligro, o faltan ambas cosas a la vez como resulta cada vez más habitual. Aceptación del simulacro o incapacidad de percibirlo por un lado, exigencia de autenticidad por otro, trazan la línea divisoria que segrega hoy espectadores y aficionados. Amenazada por los animalistas en su perennidad, la corrida de toros ve socavada su integridad por sus propios públicos menguantes. La expansión del simulacro introduce las maldades sociales en las plazas de toros. El aficionado, en cambio, va a la plaza acorazado con sus criterios de autenticidad. Son dispares de un individuo a otro. Pero para todos ellos sólo el máximo rigor de los principios posibilita la aparición de los contados momentos excepcionales. Como los místicos, aceptan peregrinar largo tiempo por los páramos del aburrimiento con tal de acceder a raros momentos de éxtasis. Su presencia en la plaza es pues pura concentración ética, tensa como un arco que no se relaja mientras dure la lidia. Por esto, en una plaza de toros el aire puede ser tan puro y aséptico como el de un quirófano. Si la muerte aparece tan «necesaria» en la corrida de toros es precisamente porque su presencia cumple un papel profiláctico: el aura de su amenaza excluye radicalmente la presencia simultánea del Mal.
NOTAS:
1. ARISTÓTELES: Ética a Nicomaco. El hecho de que, de alguna manera, casi todas las faenas queden, hoy por hoy, técnicamente registradas y su "re-visión" al alcance de todos, altera radicalmente, para actores y espectadores, esta fundamental diferencia entre "obrar" y "obra". Las consecuencias son sustanciales y habrían necesitado reflexión aparte.
2. ARENDT, Hannah: La vida del espíritu.
Estoicos y (peri)patéticos. Filósofos en Esparta (la Andanada del 9)