Guiño ochentero de Ojeda en la tarde de los Doloresaguirre
José Ramón Márquez
Hoy
es día de agradecimiento a la ganadería de Dolores Aguirre, divisa amarilla y
azul, por traer a Las Ventas el toro que es cambiante, lleno de matices, de
dificultades, de peligro, de ideas y de intenciones. Y de mansedumbre que, como
tantas veces se ha dicho, es una de las características que estimamos en los
toros de lidia, una de sus más intrínsecas condiciones, mucho más que la de la
bravura, que ésa sí que es dificilísima de hallar, que uno después de tantos
miles de toros como habrá visto por esas Plazas de Dios apenas si sería capaz
de poner encima de la mesa media docena larga de toros bravos, de lo que yo
entiendo por bravura, no de lo que dicen los revistosos acinturados que es
bravura, que eso es otra cosa más propia de las granjas porcinas.
Hoy,
¿por qué será?, los doloresaguirre no han permitido ni medio milímetro de toreo
bufo, y hay que ser agradecido y reconocerlo. Y cuando uno por ahí se ha
intentado poner a hacer unas chicuelinas, el toro se ha tragado la primera, se
ha percatado del truco en la segunda y en la tercera ha sacado al torero de la
Plaza, como quien dice, que mansos sí, pero tonterías las justitas. Qué casuallidad
que hoy, en este domingo de Plaza medio llena o medio vacía, según cada cual lo
vea, hemos tenido la fortuna de no ver ni una manoletina, ni una bernardina, ni
una pedresina, ni un solo pase de los que se dan por la espalda cuando el toro
ni impresiona ni mete miedo. Qué casualidad que esta corrida haya sido un
auténtico festival de herramientas por el suelo, de capotes, de muletas, de
banderillas, de una vara de picar, de un aditamento de extraña forma de los que
porta el penco, todo el material por ahí tirado, que a la primera de cambio la
cosa se ponía negra y había que salir pitando por si las moscas, dejando la herramienta
en el tajo, que ya habría ocasión de recogerla cuando hubiese menos lío. Y
también lo de las pasadas en falso del peonaje, que eso es otro indicio de que
ahí abajo hay un peligro constatable, que hubo toro al que se le pusieron
nones, una pasada, un palo, como quien dice un hombre, un voto; cuatro pasadas
y cuatro palos en la espalda del toro y tarariiiiiii, no vaya a haber una
desgracia, que eso también cuenta. Y en esas cosas está la verdad de los
doloresaguirre, que es la verdad del toro como parte del problema y nunca como
parte de la solución, que es lo que a muchos nos gusta más que la embestida
boba y perruna, la ausencia de ideas -ni malas ni buenas- y la entrega, que son
índices del fracaso ganadero, porque representan la ganadería puesta al
servicio del torero y no del público.
Hoy, de los que hemos estado echando la
tarde aposentados en la dura roca de Las Ventas, nadie podrá decir que se ha
aburrido. Hoy valía aquello que nos enseñaron los viejos: “Mirando el toro es
imposible aburrirse”, pero para que esto sea verdad es preciso que haya toro de
lidia, no mona de granja, hace falta la incertidumbre que trajeron dentro los
toros, el miedo palpable que había en su presencia, el desasosiego de sus
embestidas y la promesa cierta de la cogida en la imprevisibilidad de sus
reacciones. Hoy, como siempre nos pasa en estas corridas, añorábamos la presencia del “poderoso” Julián
de San Blas especializado en poder a toros que salen podidos del chiquero; de la tauromaquia Vogue de Manzanares III,
esa estética ayuna por completo de ética; de la tauromaquia espaldar de Roca, a
ver si con estos toros de hoy habría tenido los redaños necesarios como hacer
su permanente homenaje al Chispas, al Charlots y al Llapisera y liarse a dar
sus pases y sus lances bufos travestidos de toreo serio; hoy era día para
rememorar las idioteces con las que los revistosos acinturados van agavillando
su red clientelar y se van labrando un futuro, que “hay que vivir, amigo
mío/antes que nada hay que vivir/ y ya va haciendo frío”, que ya lo cantaba en
los 80 Juan Bautista Humet (qDg) y tenía el hombre más razón que un Santo.
Para
cuántos de los que hoy estaban en Las Ventas sería su primera vez, como
unos que cruzaban junto a mí la calle de Julio Camba, y decía el más joven, mirando
a la Plaza: “¡Qué grande es!”, que me habría cambiado por él en ese momento a
cambio de poder ver Las Ventas por primera vez y, además, en esa primera vez, haber
tenido la fortuna de ver al toro incierto, oscuro, avizor, al animal mitológico
que es la fuente del mayor pavor, de ese miedo ancestral que nos viene
directamente desde los cazadores del paleolítico, de ver embestir a los toros
con el rabo enhiesto, como la catenaria de un tranvía, acometiendo con todo su
cuerpo, desde la punta del pitón hasta el último pelo de la cola y luego
volviendo grupas para arrear un trompazo al caballo o despreocupándose de los
capotes que se le tendían o apoderándose de la totalidad del ruedo, marcando su
territorio, echando a sus matadores literalmente de la Plaza, acosando e
intimidando a los de oro y a los de plata o yéndose a chiqueros, al aroma del
sitio por el que salieron, a ver si por allí podían regresar a la Dehesa de
Frías a contar que a ellos no hubo nadie que les intentase dar un pase cambiado
por la espalda y a relatar que aunque los picadores les hicieron picadillo las
espaldas, que aquello parecía la plataforma de perforación de petróleo que hay
en Oklahoma City en frente del Capitolio, en Lincoln Boulevard, ellos ni se
cayeron ni abrieron sus bocas para enseñar la lengua, y eso que tundieron a los
animales sin conmiseración, y les barrenaron lo que las fuerzas de los
picadores daban de sí para ver de acabar con ellos de la manera más expeditiva
posible, que si alguno de los puyazos de hoy se los llegan a dar a los del Cuvi
de la videocámara o a los de Juan Pedro, los pobres ni salen del caballo: ahí
mismo, bajo los faldones, entonan el gorigori y parten hacia la vida del Mundo
Futuro, amén. Es que hay que decir que hubo un toro que entró seis veces a los
pencos de las faldillas, tres al de tanda y tres al de reserva, que se llevó
unas varas que ponían los pelos de punta, y que hubo otro al que se le formó
charco de sangre a lo largo del espinazo, sin contar con lo que se le caía por
los costados, y ya sabías por dónde había estado el toro sólo mirando las
marcas de sangre que dejaba en el sitio donde se quedaba parado, de lo que les
manaba de las cavernas que les habían practicado a base de apretarles con los
acerados filos de la puya.
Y
con esta difícil corrida, en la que nada fue gratis, se anunciaron Rubén Pinar,
Venegas y Gómez del Pilar. Loor a ellos.
Rubén
Pinar ha cambiado, para su bien, de aquel ajulianamiento suyo de novillero y de
sus inicios como matador a otra cosa más estimable y seria, a medida que sus
oponentes lo han ido siendo. Es inolvidable el toque de atención que dio en la
postrera corrida de Guardiola en Madrid, corridón muy serio y difícil con el
que desdichadamente se cerró la historia ganadera de tan predilecta divisa,
junto a Fundi y Uceda Leal. Hoy ha refrendado esa impresión de torero con
oficio y solvencia como para enfrentarse a un toro de las complicaciones de su
primero, Botero, número 25, sacarle a base de arrestos y de torería los pases
que pudo por los dos pitones, tragando lo suyo, y mandarlo al otro barrio para
saludar desde el tercio una sincera ovación de reconocimiento a la solidez de
su labor que tiene bastante más peso que la Puerta Grande de López Simón del
otro día.
De
Venegas nos esperábamos un planteamiento más dramático y no faltaba quien,
antes de salir el toro, auguraba que las posibilidades de que el jienense se
fuese a los dominios de Padrós eran muy elevadas. Por suerte no se cumplió la
profecía y a cambio nos dejó, en el
segundo, Caracorta, número 29, la heroica dimensión del que sabe sobreponerse a
unos arreones y unas incertidumbres que llevaban firmada la promesa de la
sangre. Tuvo que trabajar lo suyo ante un toro que prometía la cornada en una
de cada tres embestidas, y eso es bastante más difícil de bandear si te vienes
a Las Ventas con el bagaje de tres corridas el año pasado. Estuvo serio. Por
dos veces el toro le hizo correr hacia el burladero y no se amilanó, continuó
su porfía, acaso algo larga, y le faltó en ambos machetear a los toros para
prepararlos mejor a la muerte. Su primero, al sentir dentro de sí el acero se
lanzó frenéticamente a dar caza a su matador, cayendo muerto al suelo tras el
arreón en una escena de una belleza y una intensidad desusada en nuestros días.
Y
Gómez del Pilar, que si Venegas venía con tres, Gómez del Pilar venía con una,
así que se fue a porta gayola en sus dos toros, con un par, viendo cómo iba la
tarde. El primero no le permitió darla, porque ni le vio y salió a derechas por
las tablas; a su segundo sí que se la llegó a dar, muy emocionante y cambiando
el viaje del toro, aunque tantas veces hemos dicho que no es ni mucho menos
santo de nuestra devoción esa innecesaria demostración de valor. Su primero, el
que no quiso lo de la porta gayola, fue un toro de mucho peligro al que Gómez
del Pilar recetó unos sólidos y mandones muletazos rodilla en tierra que dejan
los de Julián y Talavante como algo diminuto y lleno de truco, que la condición
del enemigo es la que realmente pone las cosas en valor. Anduvo con gran
dignidad ante ambos toros, y el sexto, en un arranque de sinceridad, echó a
correr hacia chiqueros y allí se tumbó, para dejar las cosas claras.
Manuel
Macías en el tercero y Víctor Manuel Martínez tomaron el oprobioso olivo, y le
damos bula al segundo de ellos porque si no llega a saltar, el toro le desguaza
vivo. La verdad es que no ha sido tarde de peones y el honor del gremio fue
salvado de manera completa, valiente y torerísima por David Adalid que puso dos
espléndidos pares al cuarto toro que fueron largamente ovacionados como
reconocimiento al valor y al arte de este gran peón.
Éste es mi cuerpo
Cayetano
Gómez del Pilar frente al barquillero de toriles
La larga cambiada se la pegó el toro, Carafea, que pasó de él
Vamos que nos vamos