Quiterio, en el centro, rodeado de perreros en una montería del Gargantón
Francisco Javier Gómez Izquierdo
Ha muerto Quiterio. Quiterio el del Gargantón. La muerte lo fue a buscar o lo esperó, ¡qué sabemos nosotros de dama tan caprichosa!, en el campo, pero a pesar de que aún andamos sobrecogidos por la impresión y sin consuelo la familia, he llegado a pensar esta noche sin sueño que podría ser que la Naturaleza, que es sabia y creo que también certera, a veces llama para sí a sus mejores criaturas, como se acusaba a los dioses cuando se llevaba a los héroes.
Quiterio era el guarda del Gargantón, una finca de los Montes de Toledo ya mítica para un servidor pues no en balde en ella pastoreó cabras mi suegro y fue el hogar de mi doña hasta que el padre se trasladó a vivir a C. Real. El Gargantón venía a pertenecer a los dueños de la Clesa, fábrica en la carretera Logroño de Burgos un poco más arriba de Campofrío, cuando Gamonal y Capiscol aún tenían frontera. (“El mundo es un moquero”, decía Carlos, otro muerto temprano).
Paco, la paz del campo, que dice don Ignacio, tiene, joer, tenía, mucho trato con Quiterio. Con él hablaba casi todos los días y por septiembre cuadrábamos la visita de la berrea. “Sin problemas, Paco”, decía el guarda. Muchas de las fotografía que han aparecido en Salmonetes... de ese cortejo copular vienen del Gargantón. “Tu suegro es el que se sabe la finca como la palma de la mano”, me decía Quiterio con esa tranquilidad absoluta que transmiten las gentes regidas por el sol, las nubes y las aguas. Quiterio era un hombre poderoso. Alto, fuerte, serio, sensato... y sobre todo discreto. Ha visto escopetas famosas, pretenciosas y aristocráticas y de todas ha guardado el secreto como corresponde al papel de celoso confesor que toda su corta vida ha asumido. En el pueblo he tomado con él más de tres cervezas y siempre le he oído hablar tranquilo y sonriendo. Con Paco lo hacía con una complicidad sólo al alcance de los que la Naturaleza elige y por ellos me he enterado de las barbaridades que con frecuencia se le ocurre tanto al gremio ecologista como al de la política.
No sé qué decir, pero el caso es que su muerte me ha dolido al rozarme porque yo apreciaba a Quiterio mas de lo que creía. Me ha hecho presumir ante los amigos del privilegio de ver la berrea como nadie y me ha dado la impresión de que se alegraba cuando nos encontrábamos en el Valle de la Viuda, ése capricho de la toponimia.
No sabemos si Quiterio tenía intención de ver la final de Copa, pero el caso es que al atardecer del sábado volvía por un camino de la finca en un vehículo y el conductor sintió “un ronquío”, me dice Paco, y se precipitó el acabose. Yo creo que la culpa de su muerte la ha tenido esta Primavera esplendorosa que ha pintado de verde rabioso el campo, ha hecho brotar hasta las flores más perdidas y ha desbordado los arroyos; esta Primavera que han vuelto a manar los “maniantales”, como dice Eugenio, otro guarda como Dios manda, y en la que era imposible que los grandes corazones amantes de la Naturaleza no reventaran de emoción. Así se fue Quiterio...
...y es que la Diosa no quería que uno de los mejores de sus hijos tuviera que padecer los humanos deterioros.
Descanse en paz.