Bonifacio 1995
(20. Presencia de la muerte, ausencia del Mal. Fin)
Gran Vía, Madrid
Jean Juan Palette-Cazajus
20. PRESENCIA DE LA MUERTE, AUSENCIA DEL MAL
La tauromaquia pelea por su supervivencia, «arrinconada en tablas», diría un aficionado. En su relación de gemelidad antagónica, tauromaquia y antitauromaquia ofrecen una relectura incómoda de la leyenda de los Dioscuros, inmortales y mortales a la vez, donde la antitauromaquia tiende a creerse inmortal mientras la tauromaquia se sabe mortal. Teníamos que pensar primero el Mundo si queríamos poder pensar los Toros. Hoy la divisoria entre taurinos y animalistas coincide con la falla fundamental de la posmodernidad occidental que va dejando de separar progresistas y conservadores, para ir discriminando cada vez más distintamente entre «artificialistas» y «naturalistas».
Por un lado están quienes creen en la ilimitada capacidad de la voluntad humana para modelar, y siempre positivamente, la propia condición. Son los estimables herederos de la gran Filosofía de las Luces. Pero piensan el hoy desde aquel ayer, con el mismo estado de ignorancia que lastraba tantos textos del ilusionado Siglo XVIII. Hoy ya no es perdonable. Por otro están quienes, conviviendo con el estado de la genética, de la biología evolutiva, de la paleontología humana, de las neurociencias, vienen asumiendo que la naturaleza humana no es plastilina; quienes han entendido que la violencia intraespecífica de los primates evolucionados se muestra rebelde a las mejores intenciones; quienes piensan que los dos siglos y medio transcurridos desde las Luces o la Aufklärung, y los menos de tres cuartos de siglo desde la Shoah, poco pesan en nuestra historia evolutiva. El carácter problemático de la condición humana es el resultado lógico de nuestra anomalía evolutiva. «Quaestio mihi factus sum» resumió Agustín de Hipona. El horizonte de la muerte es la condición de posibilidad de nuestra Condición mientras su negación alucinada es una de las tendencias profundas de nuestras sociedades.
Arco, Madrid
Los grupos animalistas sueñan con un ser humano mondo y lirondo de las adherencias de su historia natural, desposeído de su espesor sustancial, maleable y convertible a placer en un «hombre sin atributos» como en la novela de Robert Musil. Para que humanidad y «animalidad» conformen el colectivo angelical soñado por quienes viven dominados por la pulsión de retorno a un útero edénico, hay que falsificar la realidad. Pero la animalidad no se define como el arca de Noé sino como la cadena trófica de la predación, de la que formó parte la especie humana durante el 99,7% de su existencia. Fuimos cazadores y presas, devoradores y devorados, a menudo en el seno de la propia especie. Seguimos siendo predadores fundamentales, regularmente de forma homicida, sistemáticamente de forma social. Al igual que las otras pasiones ideológicas -religiosas o políticas- el animalismo cumple una función «endotélica». Estabiliza el eje interior, le confiere la ilusión del sentido y de la finalidad y permite sobrenadar en un mundo abrupto y tumultuoso.
Considerada desde el espesor inalterable de la violencia humana intraespecífica, la muerte del toro no resulta particularmente escandalosa. Interpela sobre todo los adeptos de la función endotélica y los similares creyentes en una mutación inminente de la naturaleza humana. Prohibir las corridas de toros tendría la única ventaja de demostrar por fin su absoluta incongruencia con la maldad humana. El mal es precisamente aquello que no puede prohibirse. No ignoramos en ningún momento la gravedad moral de toda relación a vida o muerte con lo que Lévi Strauss llamaba «la sustancia peligrosa de los seres vivos». Grande es la diferencia entre matar o no matar un animal, pero no fue, durante miles de años, una disyuntiva ética. Fue la diferencia entre un acto fundador de la historia humana y su contrario, es decir un «no acto». Por esto los hombres, en los Vedas, en el Pentateuco, seguramente desde mucho antes, velaron por que fuesen codificadas y culturalizadas «las reglas de la buena muerte animal» [Nota 6]. El aficionado a los toros es tan capaz como cualquiera de valorar la legitimidad y la coherencia -también la incoherencia- de cualquier problemática animal.
Sevilla
Sacaremos del cajón de la vieja tradición filosófica dos conceptos antinómicos que nos ayudarán a entender la excepcionalidad de la corrida de toros: «contingencia» y «necesidad», por un lado lo que puede ser o no ser, por otro lo que no puede no ser. La corrida es una práctica «contingente», es decir que siendo, bien podía no haber sido y bien podría no ser algún día. Cuando llega a morir un torero, lo volvimos a leer con motivo de la reciente muerte de Iván Fandiño, uno de los chistes rituales de los animalistas consiste en exclamar: «Toros, equis decenas de miles, torero 1». No por consabida menos indecente equiparación de la vida animal y humana. Muy al contrario, la corrida de toros es un acto performativo que dice que la frontera entre humanos y animales es hermética y debe mantenerse sagrada. La corrida de toros convoca, provoca e invoca el misterio fundamental: la emergencia improbable del hiato que separó el animal humano del resto de la biocenosis, es decir la “necesidad” de la muerte.
Ya lo dijimos, el universo es concebible sin el hombre. Pero sólo es concebible presuponiendo la existencia del hombre para plantear la posibilidad de un universo sin la propia presencia. Y de aquí no pasa el pensamiento sin darse de cabezazos contra la roca de la caverna. Nada en absoluto podemos decir sobre la realidad de un universo sin nosotros por más que se empeñen algunos descerebrados. Por esto aquel universo mudo, silencioso e impenetrable sólo se fue convirtiendo en un “mundo” siempre más denso y dilatado a partir del momento en que fuimos capaces de nombrarlo. Y así venimos acumulando, de forma vertiginosa, la infinitud de los significados. Repitámoslo: para la escala evolutiva, para la filogenia de las especies, los conceptos humanos de “muerte” y “vida” están sumidos en una misma indeterminación funcional. Es la ontogenia del ejemplar humano la que inventa y separa la “vida” de la “muerte”, definiendo ésta como la progresiva emergencia de la anomalía humana en tanto que conciencia de la propia finitud. Antes sólo había evolución, mutación, desaparición, aparición y sustitución de especies. El individuo humano emerge contra su especie. Se debe entender que esta anomalía letal es la que siempre induce en el hombre los sueños teleológicos y hace definitivamente imposible para ellos cualquier atisbo de realización. Hoy vemos además cómo el hombre ha contagiado la fragilidad de su destino a la mayoría de las restantes especies. Hablar de “vida individual” es biológicamente absurdo y absurda es, hablando con Albert Camus, una existencia humana, definida por el desgaje radical entre el destino del ejemplar humano, sabedor de su terrible precariedad, y el horizonte anómico de la propia especie.
Las Ventas, Madrid
El conocimiento de que la muerte es «necesaria» en sentido filosófico, es decir inexorable, algo que no puede no ser, es el trágico privilegio y el eje sacro de la condición humana. De principio a fin, dijimos, la práctica del toreo sólo cobra sentido con la puesta en riesgo de la propia vida del torero. Es decir que la conciencia del riesgo asumido por el torero, la conciencia de su muerte potencial, es el instrumento que incorpora en la corrida la presencia filosóficamente «necesaria» de la muerte. Nada como la corrida de toros celebra y recuerda la presencia-conciencia de la muerte como condición de posibilidad de la existencia humana. Por esto a la infrecuente muerte del torero se opone el infrecuente indulto del toro. Por un lado la excepcionalidad de la tragedia humana, por otro la excepcionalidad de una decisión que, más allá de su criterio antropomórfico, delata el sentimiento de que la muerte del toro es cosa seria. En ningún caso delictuosa ni criminal. El toro muere, pero el «ser-hacia-la-muerte» sólo puede ser el torero. Así y todo, nuestra conciencia de la necesidad de la muerte es universal y proyecta una sombra trágica que no puede dejar de abarcar el resto de los seres vivientes. Ni debe ni puede banalizarse la muerte del toro. De modo que la corrida de toros ocupa un espacio fronterizo entre contingencia y necesidad y viene a abrir en la conciencia un hiato vitalmente transgresivo y anxiógeno. Tenemos derecho a pensar que buena parte de la esfera animalista se sitúa en la configuración de las ideologías salvíficas que cegaron el siglo XX. Aquellas que llevaron el pensador francobúlgaro Tzvetan Todorov, muerto en febrero del 2017, a escribir que “la tentación del Bien es mucho más peligrosa que la del Mal”. Si la muerte es tan «necesaria» en la corrida de toros es que su aura excluye radicalmente la presencia simultánea del Mal.
[Nota 6. MÉCHIN, Colette, Les Règles de la Bonne Mort Animale en Europe Occidentale. L'Homme, 1991, N°12.]
El Cid, Bilbao
***
Bonifacio y Oteiza