Bonifacio 1995
(13. La olvidada verdad de los geómetras; 14. En el fragor de la batalla)
José Bergamín
Jean Juan Palette-Cazajus
13. LA OLVIDADA VERDAD DE LOS GEÓMETRAS
Los textos elegidos aquí lo fueron porque muestran la evolución convergente de dos estados de la opinión sobre la tauromaquia durante los últimos cuarenta años: la opinión intelectual y la opinión pública. La perspectiva del objeto taurino fue siempre azarosa, aventura extraña entre la grandeza y el naufragio. Se pudo hablar de una época áurea del toreo. No cabe hablar de plenitud para la atmósfera ideológica o intelectual que la envolviera históricamente. Nunca serena, siempre inestable y con aviso de tormentas. Quienes fueron los precursores y avisadores de la complicada contemporaneidad fueron también los que más se acercaron a la plenitud por la originalidad de la reflexión. Retrospectivamente, del período anterior al que abarca este trabajo, hay que destacar un pequeño diamante negro, un breve objeto literario deslumbrante, aforístico y arbitrario. Las 72 páginas de El arte de birlibirloque (1930) de José Bergamín revelan la Tauromaquia y vuelven casi redundante todo lo que pudo escribirse después. ¿Quién se atrevería hoy a escribir que «una corrida de toros es un espectáculo inmoral, y, por consiguiente, educador de la inteligencia»?
Vimos cómo el interés por los toros, profundo, esencial, ampliamente documentado, manifestado durante toda su vida por Ortega y Gasset contrastó con la promesa siempre dilatada y definitivamente abortada de redactar su Paquiro, o de las corridas de toros. Nada como este fracaso biográfico, esta fisura fatal, para simbolizar la difícil conexión entre la realidad «fenoménica» de los Toros y todo intento de acercamiento «nouménico». Dificultad que sin duda atraviesa la totalidad del presente trabajo. Dicen que la frase presidía el frontispicio de la Academia platónica. Bergamín deseaba verla inscrita en la entrada de las plazas de toros: «El que no sepa geometría no puede entrar». Entendió Ortega y Gasset que iba a ser difícil mejorarla. En La caza y los toros, donde están sus reflexiones taurinas más agudas, sin duda elaboradas al alimón con Domingo Ortega, se contentó con explicitarla un poco más:
«Toro y torero constituyen lo que los matemáticos llaman grupo de transformaciones geométricas […] En la terminología taurina en lugar de espacios y sistemas de puntos, se habla de terrenos y esta intuición de los terrenos - toro y torero- es el don congénito y básico que el gran torero trae al mundo […] Todo lo demás, aún siendo importante es secundario».
Me acosa una terrible tentación: la de pensar que Bergamín y Ortega iluminaban la comprensión de los Toros. La de pensar que los que vinieron después la oscurecieron.
Rafael el Gallo y José Ortega y Gasset en la Cervecería Alemana
14. EN EL FRAGOR DE LA BATALLA
Francis Wolff es un reputado filósofo y universitario francés. Es el director del departamento de filosofía de la prestigiosa ENS (Escuela Normal Superior) de París, donde anima los inestimables «lunes de la filosofía», excepcional espacio de debate y confrontación. Reconocido especialista en filosofía antigua, particularmente en Aristóteles, es también aficionado a los toros e incansable defensor de la tauromaquia. Publicó en 2007 Filosofía de las corridas de toros. Título ambicioso. El propio autor se encarga de relativizar: «Tranquilícense los no filósofos o aquellos a quienes la palabra filosofía asusta o aburre...no hay que tomarla aquí al pie de la letra». El libro es un tratado ameno que se propone abarcar la globalidad de la corrida de toros, empezando con la definición de sus protagonistas, toro y torero, pasando por los problemas suscitados, la legitimidad de la muerte del toro, la especificidad ética del improbable individuo al que llamamos torero y la determinación de la propia naturaleza del espectáculo, ritual, sacrificial, ética, estética o... sublime en sentido kantiano como sugiere el filósofo. La obra se despliega como una glosa prolija, que no siempre consigue evitar el pecado de toda literatura taurina, el énfasis un punto redundante. Va dirigida lo mismo al aficionado avezado como al profano ilustrado. Aquí el filósofo pone sobre todo la destreza y la agudeza de su «gesto técnico», profesional y la calidad de la expresión textual. El segundo y tercer capítulo, «Sobre nuestros deberes hacia los animales en general» y «Por qué muere el toro», tejen una apretada red argumental que se desarrolla, intuimos, mirando de reojo hacia la presencia del enemigo. No estoy seguro de que la definición antropomórfica del toro como un «ser activo, resistente, combatiente» dueño aparentemente de su destino, que «realiza su esencia cuando combate» o el concepto, muy aristotélico, de «toreidad», constituyan el mejor acceso posible a la ética y la realidad del toro de lidia. En este tema, toda argumentación eficiente debe externalizarse y oponer la rotunda definición de los propios conceptos a su relativización o matización, determinadas desde la presión externa.
Francis Wolff
Los capítulos sobre la ética y el ser del torero le deben mucho a la inspiración estoica y se nutren de referencias a Marco Aurelio, Séneca o Epícteto. «¡Locura es que haya todavía quien quiera ser torero!» se admira Wolff. Acoplada con el aforismo geométrico de Bergamín, la exclamación del filósofo ayuda a redondear una definición muy plausible de la corrida de toros y de su enigma. Por supuesto Wolff echa su cuarto a espadas y también nos ofrece su personal disertación sobre el estatuto artístico de la corrida. Al menos destaca su carácter también impuro, su frecuente «fealdad», sus roces con lo terrible y lo sublime. Como nada hay comparable con los toros para estimular el verbo y la tentación lírica, como el libro está sembrado de referencias a toros, toreros y faenas concretas, el resultado coquetea con la idealización. Ciertamente Wolff es lúcido, nos ha avisado de que la corrida de toros puede ser muy desabrida. Suele ser lo más frecuente. Pero nada en su libro permite hacerse una idea de los funestos síntomas actuales de degradación interna: obvia la polémica esencial sobre la definición de la bravura del toro y su necesario grado de peligrosidad, silencia la indigencia ganadera predominante. Finge ignorar la victoria definitiva del público de espectadores sobre el público de aficionados. Es decir la del papanatismo sobre la exigencia crítica. Nada tampoco sobre el alarmante proceso de retraimiento de los públicos taurinos. Ni las constantes corruptelas y trampas del “mundillo” de la profesión. Wolff sabe, pero no lo dice, que el enemigo interior se llama tentación del simulacro. Por esto, no lo dudemos, el único filósofo taurino válido es el aficionado asiduo y exigente. Sus conocimientos fundamentales no han de ser enciclopédicos. Requieren saber algo de la etología elemental del toro en el ruedo así como las mínimas reglas de geometría de los terrenos invocadas por Bergamín y Ortega y Gasset. El resultado no será tanto el acceso al disfrute estético como a cierta forma de coherencia entre pensamiento y realidad de los fenómenos. Es decir el acceso a una infrecuente forma de madurez y acierto filosófico.
Fernando Savater
La intensificación del fragor de la batalla llevó el filósofo francés a publicar posteriormente un libro más modesto, nutrido del anterior, 50 razones para defender las corridas de toros. En 2010, al calor de la polémica suscitada en Cataluña y que terminaría con la prohibición de las corridas de toros, Fernando Savater publicaba un librito de 96 páginas, Tauroética. La contraportada es un excelente resumen: «El libro de Fernando Savater no es un alegato a favor de las corridas de toros, sino contra las argumentaciones moralistas de quienes quieren suprimirlas. Sobre todo, es una reflexión sobre nuestras relaciones con los animales y la diferencia esencial entre los miramientos que debemos tener con ellos y las obligaciones éticas que tenemos con los humanos”. Poco podremos añadir en materia de ambigüedades. No me consta que Fernando Savater sea un aficionado a los toros particularmente apasionado y asiduo. Creo que en aquel momento tan desagradable, que vio la fiesta de los toros atenazada por la improbable pinza bífida del animalismo y del catalanismo político, incomodado por unos y otros, el filósofo quiso reaccionar contra la confluencia de la mala fe. La argumentación se quiere didáctica, minuciosa, caso por caso, pero a la postre termina siendo relativista y errática. Es el posicionamiento preferido por el animalismo radical que lo considera, con toda razón, como éticamente inseguro y propio de quien se bate en retirada. En su momento, las incontables páginas animalistas y antiespecistas de Internet se recomendaban unas a otras el comentario crítico de un universitario americano que, según ellos, desbarataba la argumentación de Savater. Sólo era una crítica lógicamente argumentada desde la vulgata animalista pero tan escolar como alicorta. Coincido con ella en una cosa: Savater parece desconocer los grandes autores de la literatura animalista. Nadie debe sentirse obligado a leer las 750 páginas de la biblia de Tom Regan sobre derechos animales pero es un deber conocer básicamente los fundamentos de un ideario activo y en constante evolución, sólidamente afianzado en las más prestigiosas universidades. Desespera toda comparación con el aldeanismo y la producción casposa y autosatisfecha tan habituales en el bando adverso.
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Bonifacio en su estudio madrileño de la calle de la Cabeza