Bonifacio 2003
(4. Entre inventario y decadencia; 5. El planeta de los Toros; 6. Pemán espejo de su tiempo )
Norbert Elias: El proceso de civilización
Jean Juan Palette-Cazajus
4. ENTRE INVENTARIO Y DECADENCIA
El sentimiento de decadencia ha acompañado la tauromaquia desde sus inicios. Siempre ha sido la tauromaquia una extraña «anomalía» en el sentido que le dan a la palabra los astrofísicos. Porque ha sido siempre un objeto celeste difícilmente identificable. Cuando toda Europa parecía inscribirse en el Proceso de la civilización tal como lo exponía Norbert Elías, es decir el proceso de expulsión, fuera del paisaje social, del espectáculo de los humores del cuerpo como de los humores y las aristas de la mente, de las emociones más invasivas, a fortiori la violencia y la muerte, aparece la corrida de toros que se complace en exhibir y potenciar estéticamente un espectáculo que gira alrededor del sacrificio público de un ser vivo. El rico manantial semántico y axiológico de la tauromaquia se desarrollará en absoluta contraposición a la normativa del Proceso de Civilización.
José Gómez Ortega, «Joselito», muere trágicamente en Talavera en 1920. Juan Belmonte se retira de los toros en 1922, con 30 años, para regresar a los ruedos dos años después. El período que sigue, hasta la Guerra Civil, resultará efectivamente más grisáceo. La Segunda República, salvo excepciones, es poco taurófila cuando no antitaurina y el propio Azaña confesaba que los toros «le aburrían una barbaridad». El fútbol y el cine llevan camino de convertirse en las grandes pasiones populares. Y a partir de 1928, con la progresiva implantación del llamado «peto» destinado a proteger al caballo de las cornadas del toro, irrumpe una innovación de consecuencias trascendentales para la identidad, el equilibrio y el porvenir de la tauromaquia.
Anteriormente, durante la llamada suerte de varas, cada toro despanzurraba entre 2 y 5 caballos, a veces más. Es decir que a lo largo del siglo XIX y casi del primer tercio del XX finaron infinitamente más caballos que toros. Zuloaga pintó en 1910 un cuadro, hoy en la Hispanic Society de Nueva York, que muestra un picador a lomos de un penco esquelético y ensangrentado y lo tituló La víctima de la Fiesta. Cualquiera puede encontrar en YouTube secuencias en turbio blanco y negro donde los desgraciados matalones yacen desparramados en el ruedo o aparecen arrastrando por la plaza el sórdido bulto negro del mondongo. Aquellos tristes rocines eran los residuos escuálidos y crepusculares, desechados por edad o condiciones, de las labores del campo y del transporte público, en una época en que apenas existía la motorización. Lo que aparecía como un progreso ético era también el simple epifenómeno determinista de un cambio de paradigma en la historia de las fuentes de energía. Para los humanos, el animal empezaba a «ser» porque estaba dejando de «hacer». Curiosamente, entre muchos aficionados, no forzosamente perversos ni fascinados por el desparrame de vísceras caballunas, la imposición legal del peto fue acogida como una auténtica desgracia. Para muchos iba a ser la puntilla que acababa con la «Fiesta». Miguel, primogénito de Ortega y Gasset, cuenta que su padre le decía «...que entonces existía un equilibrio entre la fuerza del picador y la del toro; que al imponer los petos, ese equilibrio había desaparecido al hacerse fuerte el picador con el caballo protegido, con lo cual el toro quedaba deshecho».
Zuloaga: La víctima de la Fiesta
Otros muchos, entre los cuales estaban los promotores y redactores del Cossío, conscientes de los motivos que imponían poner fin a una situación demasiado polémica, también intuyeron que la corrida de toros se estaba enfrentando a una ruptura epistemológica de impredecibles consecuencias. Tal ruptura epistemológica afectó por igual la estructura histórica de la corrida de toros y la estructura mental de muchos aficionados. La nueva situación fue vivida, incluso por sus partidarios, sin duda mayoritarios, no como un progreso civilizador sino como un síntoma preagónico. Hasta entonces, el primitivismo de aquella «Fiesta» le confería, podríamos pensar, una vitalidad casi «precultural». Algo como si la tauromaquia anterior a la imposición del peto se dirigiera a esa dimensión de la vivencia social que Durkheim calificaba de «efervescencia comunitaria». Toda la realidad social, desde el neolítico, durante muchos miles de años, fue orgánica. Nunca volveremos a tener acceso a las milenarias percepciones y representaciones, emocionales y mentales, desaparecidas con el maquinismo y la motorización. Magistralmente lo expresaba Ortega, agradeciéndole a Marañon el envío de unas fotos del malogrado Espartero (1865-1894): «Lo que ha cambiado por encima y por debajo de todo eso es la zona del alma de que todavía vivía el toreo»[Nota 2] . La enciclopedia dirigida por José María de Cossío inauguró para los aficionados a los toros los tiempos del acceso a una práctica reflexiva. Transformó de alguna forma la tauromaquia en un objeto social y cultural sometido a la racionalidad, la reflexión y la distancia que proporcionan las fuentes escritas y el rigor de los documentos. La tauromaquia se convirtió en un objeto moderno y marcado por la temporalidad. Es decir transitorio; es decir mortal. De modo que el libro de Cecilio Muñoz Fillol aparece como un apéndice existencial al Cossío, y a la vez una protesta contra su empirismo descriptivo. Es un escrito nostálgico y litúrgico, ingenuo y reivindicativo.
Manuel García Cuesta, El Espartero (1866-1894)
5. EL PLANETA DE LOS TOROS.
A todos aquellos, la gran mayoría, que no son moradores de lo que Antonio Díaz Cañabate llamaba «planeta de los toros», les asombrará el carácter profuso de la literatura taurina. Pero cualquiera que se asome a su feraz hojarasca pronto se dará cuenta de que sobra el casticismo trasnochado, la retórica obesa, las consideraciones polvorientas y las anécdotas triviales. Un riguroso trabajo de clasificación de los tropos y los semantemas que alimentan dicha literatura supliría con ventaja el objeto de este trabajo. El pensamiento taurino parece haber sido siempre aquejado de temor e impotencia frente a las exigencias filosóficas y éticas de su propio objeto.
La propensión al vacío retórico y al cartón piedra dialéctico que lastra buena parte de la literatura taurina, tiene su equivalente en los ruedos actuales. Es la diferencia entre toreo «pa fuera» y toreo «pa dentro», entre toreo exterior y toreo interior. La diferencia entre los dos está al alcance del más profano. Está basada en el etograma fundamental de los herbívoros que huyen de sus predadores o los embisten si no queda más remedio. La intensa selección ganadera practicada con el toro de lidia ha potenciado la dimensión acometedora y reiterativa de la embestida. Pero siempre queda presente en el animal la tentación atávica de romper el enfrentamiento, la de irse «por sus terrenos», se dice en la plaza. Conocido por torear «al alimón», en fiestas camperas y en el estrado de las conferencias, con Ortega y Gasset, el torero Domingo Ortega decía que torear era conseguir que “el toro vaya por donde no quiere ir”. Ni más ni menos. Hablar de toreo interior quiere decir lo mismo. Hablar de toreo exterior supone, lo habrán deducido, pactar de forma más o menos descarada con el toro para que se vaya por sus terrenos, por donde quiere ir, por donde «coge» menos. Paradójicamente, ese toreo, rectilíneo o apenas arqueado, suele ser más largo, más espectacular, más fácil de «ligar» que el auténtico y encandila al «espectador» mientras el aficionado se desespera. El toreo interior es curvo, sobrio, intenso, fuerza el terreno y la naturaleza del toro y se practica en el espacio de la «corná». Nada más concreto, más biológico, más prosaico si cabe. Conseguir de forma metódica, armónica, rítmica y de principio a fin que el toro vaya por donde no quiere ir es la definición de la faena perfecta. No se torea citando a Heidegger y enarbolando Ser y tiempo. Se torea “citando” al toro, conociendo y forzando su etología comportamental. Entonces sí cabe la posibilidad de que, alguna vez, milagrosamente, surjan y se conjuren ser y tiempo. Siempre que el toro sea «bravo».
José María de Cossío y Juan Belmonte
El aficionado piensa que un toro no puede ser calificado de bravo si no es peligroso. Pero hoy existen numerosos cerebros crepusculares que sueñan con maridar bravura y docilidad. No se imagina el profano con qué indudable profesionalidad y admirable competencia genética los ganaderos actuales son capaces de crear un toro que embista sin crear peligro. Bien pocos son ya los toros bravos que salen de toriles. Cuando irrumpe uno, el aficionado cabal dice simplemente: «Hoy salió el toro». El torero podrá optar entonces entre exteriorizar el peligro o interiorizarlo. Podrá elegir entre la permanencia del Ente o la arriesgada posibilidad del Ser. Cuando coinciden en el ruedo toreo interior, es decir etimológicamente «egocéntrico», y toro bravo, el «Ser hacia la muerte» accede a la plena conciencia de sí. Surge una inesperada forma de «ereignis», de advenimiento que fusiona verdad del espacio, verdad del tiempo y, si nos gusta jugar con la palabra, verdad del Ser. De alguna manera se habrá representado en la arena la alegoría de la constitución ética de la propia conciencia. Pero en la plaza, como en la vida, la inercia de la existencia se complace con los encantos de Eigentlichkeit, la diosa Inautenticidad. Las halagüeñas exhibiciones del simulacro bastan para complacernos. Optar por Eigentlichen Seinkönnens, por la propia capacidad de acercarse a la autenticidad, en la plaza como en la vida, es voluntad de pocos.
En la casa de Cecilio Muñoz Fillol (1909-1979)
6. PEMÁN ESPEJO DE SU TIEMPO
- «Los toros son un sacrificio, un rito ancestral, no sanguinario, pero sí ineludiblemente sangriento. Hay que ligarlos con raíces micénicas, ibéricas y romanas de razas fuertes y solares. (...) Existe como atávico rito de purificación y liberación de la crueldad animal y nativa, de esas ardientes razas solares (…) pero estoy dispuesto a admitir que de no matar tantos toros, nos hubiéramos matado unos a otros. (…) Nunca sé que de una corrida saliera la gente para asesinarse o quemar conventos [Nota 3]. Para estas cosas se ha salido de los Ateneos, de los mítines y aún de las cátedras. Es la inteligencia la que, cuando es cruel, lo es definitivamente, porque no se libera a sí misma tan estética y fácilmente como el instinto» [Nota 4].
La cita es de José María Pemán. En una crónica de 1951 dedicada al ya citado libro del crítico taurino «Giraldillo», uno de tantos atrevida e impropiamente titulados Filosofía del toreo. Baña en la sopa ideológica de su época. Al mismo tiempo su recurso, nada gratuito, a dos palabras tan significativas como «sacrificio» y «rito» anticipa la temática que resultará dominante durante medio siglo en las reflexiones «serias» sobre la tauromaquia. Pemán, como hiciera Fillol, se acuerda de la crueldad. En ambos casos parece dictar la palabra el contexto cronológico posguerracivilista y la memoria escaldada de la irracionalidad de las turbas. La totalidad del artículo se caracteriza por el tono ligero y la «gracia» de que alardeaba el autor. Pero la cosa es más interesante de lo que parece. Los Toros se postulaban entonces como «La Fiesta Nacional». Pero al amparo de la retórica ampulosa, el trapío del animal había quedado reducido y sus defensas solían mermarse de manera fraudulenta y sistemática. Frente a quienes se atrevían a protestar, estaban los que temían que el regreso a un toro más voluminoso y mejor armado tuviese consecuencias sangrientas. El eco de la muerte de Manolete (1947) no se había apagado. El artículo de Pemán glosaba tal polémica y mostraba cómo ya existía entonces la divisoria entre autenticidad y simulacro, riesgo e inocuidad, profundidad y espectacularidad.
Tal período histórico constituyó una travesía del desierto para la reflexión sobre la tauromaquia. Brilla como un diamante aislado el bellísimo libro de Ángel Álvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro, publicado en 1962. El investigador quiere encontrar las premisas del toreo moderno en las prácticas asociadas al rito del toro nupcial, documentadas desde la época de Alfonso el Sabio. En puridad habla poco o nada de la corrida de toros. Pero casi todos los que escribirán sobre toros a continuación, tendrán metida la obra en un rincón de su mente. Muerto el dictador, los toros recobraron por un tiempo cierta frescura, se renovó y rejuveneció la afición, subió el nivel de exigencia y también la altura del debate taurino. Porque el advenimiento de la democracia estimuló a la vez el pensamiento taurino y su inseparable dioscuro inverso, el discurso animalista y antitaurino. Todo el mundo sabe que el discurso antitaurino ha sido una constante histórica desde la misma Edad Media. Pero sólo en los últimos decenios acabó de centrarse en la exclusiva dimensión filoanimalista. Tradicionalmente, las razones invocadas para el rechazo cabían en la expresión «pan y toros», tópico que pretendía significar la “alienación” popular contrapuesta a las exigencias regeneracionistas del ciudadano ilustrado. Pan y toros era el título de un panfleto de 1812 atribuido a León de Arroyal. Las razones de la hostilidad hacia los Toros podían ser religiosas a veces, pero eran esencialmente de índole económica, política y social. Nadie se preocupaba por la muerte del toro. Recordábamos hace un instante que la mortandad en el ruedo era antes caballuna que taurina.
Ortega y Gasset y Domingo Ortega al alimón
Nota 2. GONZÁLEZ ALCÁZAR, Felipe: Paquiro o de las corridas de toros. Ortega y la tauromaquia. Revista de Estudios Orteguianos N.º 16/17 2008.
Nota 3. Al alimón: Modalidad del toreo en que dos lidiadores asen cada uno el extremo de un solo capote para citar y pasar el toro, con mayor frecuencia una vaquilla.
Nota 4. Pemán parece ignorar que tras una mala corrida en la plaza del Torín de Barcelona, “El dia de Sant Jaume del any trenta-cinc” (25 de Julio 1835), en un contexto anticarlista y anticlerical, ”això va ser la causa de cremar els convents”.
Nota 5. PEMÁN José María: Filosofía del toreo. ABC, 23 de agosto de 1951.