Sepulcro del cardenal Cisneros, el 21 de Julio 1936
Hughes
Abc
Estuve allí, nadie me lo tiene que contar. Muchos miles de personas abarrotaron las calles de Barcelona sin salirse una coma de la Constitución. Nadie y ni por un segundo.
Era la manifestación de los que no van a manifestaciones. Gente debutante que desearía no tener que volver a salir a la calle. No eran estudiantes en huelga, ni revolucionarios subvencionados, ni organizaciones con cargo al presupuesto. Era la gente que paga los impuestos y a la que nadie tocó silbato alguno.
Catalanes hartos de que con su dinero se les insulte y menosprecie.
Tres gritos fueron mayoritarios en su espontaneidad: “Viva España”, “Visca Catalunya” y “Puigdemont a prisión”. Esto se cantó mucho y con fuerza. La gente dio vivas al Rey, a la Policía y a la Guardia Civil.
No hubo partidos, no hubo consignas. No hubo insultos ni un solo aguilucho.
Otro grito se repitió: “No somos fachas, somos españoles”. Lo gritaban hasta desgañitarse personas de aspecto despolitizado, señores mayores, barceloneses de siempre, inmigrantes, negros, rubios, pelirrojos, probables fans de Camela y parejas filarmónicas. Gente humilde y pudiente, metropolitana y burguesa.
Había señores con 40, 50, 60 años “cotizados” en Cataluña, y catalanes “de aquí” con algo del corazón en Sevilla o Madrid. Gritaban mucho para quitarse un estigma que los saca del espacio público.
Una catalanidad mestiza, mezclada, tan personal como cada experiencia e imposible de encerrar en identidades simples, y mucho menos en caricaturas.
Gente que quiere estar tranquila y que llevaba a los niños y a los nietos como toda proclama política: una vida juntos y en paz.
Una señora muy mayor y muy pequeña resumía todo su maximalismo: “¿No puede seguir todo como hasta ahora?”
Al paso de la manifestación por la Vía Layetana, ancianos solitarios sujetaban banderas. Eran estandartes cívicos que nunca lo había hecho. ¿Será contable este señor? ¿No tiene cara de maestro este otro? Qué soledades tan de su padre y de su madre se concitaron allí... Miraban con emoción el paso de la gente y subían su bandera con una divertida timidez.
Había españoles comunes, inconfundibles, y españolidades excéntricas, cultivadas en soledad como una afición rara.
Viva Mataró, Viva Rubí, Viva Tarragona, Viva Cornellà. Eso se escuchó. Y una pancarta noble de La Mancha en solidaridad con la Senyera, y una Real Senyera Valenciana ondeando fiel junto a la catalana.
De pie en un banco, una mujer comenzó a dar vivas a Murcia, a Andalucía, a Cataluña, a la Constitución... “¡Que nos vas a dejar exhaustos!”, protestó alguien.
A todo se cantó y todo se celebró. La gente cosía sus banderas distintas y en el suelo se pisaban decenas, cientos de octavillas que invitaban a reflexionar sobre un discurso de Tarradellas. No eran fotocopias. Alguien minucioso se había tomado la molestia de escribir una por una.
Eran el tipo de gente que necesita el domingo para manifestarse porque por la semana trabaja o lo intenta.
“He estado en muchos 12 de octubre y esto es 40, 50, 60 veces mayor”, dijo un señor perdiendo la mirada calle abajo.
--¡No va ni el internet!
El “No somos fachas, somos españoles” se gritaba con una emotividad diferente. Tenía algo de liberación personal. Les están dando un golpe de Estado y encima lecciones de democracia.
Así que el español catalán salió a la calle y se vio lo que era. Un civismo ordenado y enternecedor. Adolescentes rubísimas, casi suizas, le cantaban a la Guardia Civil; ancianas de 1,55 envueltas en la bandera catalana gritaban “paz y Libertad”; un señor ciego salía al balcón y su rostro se iluminaba al escuchar vivas a España. Otro cantaba el himno de la Benemérita con la camiseta del Barça y una señera. Había modernos y catalanoparlantes, pijos, canis y personas sin atributos.
¿Qué identidad había allí representada?
Era amplia, muy diversa. Tanto que nadie se atrevía a dar un grito que pudiese violentar lo común. La cartelería era libre y bilingüe. Se pedía seny, convivencia, plena catalanidad y libertad para ser español. Los catalanes no quieren enfrentamientos ni más sermones de nadie; están contentos con su pluralidad, con su desdoblamiento. “Catalunya es la meva terra, España mi país”. Se le cantó mucho, muchísimo, a la manipulación de TV3. “¡Dejad en paz a mis hijos!”, gritó un hombre solo.
Pero no vi rabia. Y hubo quien no cantó nada y solo estuvo.
Se oyeron tambores y no eran batucada, eran antiguos legionarios despertando el júbilo general. Cornetines, tambores y una señora con un bombo.
Yo vi las caras de parejas barcelonesas al alegre paso de su marcha. Estaban divertidos y encantados.
Sus tambores pararon a hacerle un homenaje a la Policía. Nadie salía en la Jefatura a recibirlo pero el aplauso se coló por las ventanas abiertas.
Antes se lo brindaron a una señora anciana que observaba todo en un balcón de la Vía Layetana. Al oír tambores que tocaban por ella, la mujer abrazó a su nieta y rompió a llorar. “No estás sola”, gritaba la multitud.
Hubo gente que nunca había gritado Viva España que se reunió para hacerlo por primera vez. No hubo ni un “A por ellos”. Y cuanto todo terminó, volvieron a ser perfectos desconocidos en las terrazas del Borne.
Hacia mucho calor y se vio que la gran bandera española daba cobijo, sombra.
Tuvo algo de acto irrepetible y fundacional.
En la Estació de França se dieron los discursos. No se escuchaban bien y resultaban largos, aunque bienintencionados. Los políticos disuelven las manifestaciones. Vargas Llosa se enrolló con la Cultura y Borrell se puso pesado.
Porque el público, créanme, lo tenía claro. La gente es tan distinta que lo que tiene en común se resume en cuatro frases.
El público se bastaba y antes de irse había aprendido otro cántico: “Ya no somos silenciosos”.
La gente salió a la calle, a ganarla, y a dar una respuesta al golpe de Estado. Ahora todo el mundo sabe que imponer un cambio ilegal a esta multitud es algo peor que un crimen.