Madrid, 7:00 AM
Hughes
Abc
Hace unos días un amigo me mandó un extraño mensaje: “Me he comprado una mariconera”. No hizo más comentario. Hombre algo lacónico, debió de sentirse obligado a informar. Tampoco era cualquier cosa. Comprarse una mariconera no es cualquier cosa.
La palabra mariconera, el objeto mismo, puede que sea uno de los de mayor potencial que he conocido. Recuerdo que mi padre tenía una mariconera de piel marrón. Era (ahora lo veo) como una lengua de tierra de los 70 metiéndose en los años 80. En todos los álbumes familiares se percibe que nuestros padres eran realmente como Esteso y Pajares. Y ese objeto era muy de esa época. Era como el complemento necesario para los pantalones acampanados. Quizás el talle estrechísimo obligaba a llevar ahí llaves, tabaco, mechero, y demás (a menos, claro, que quisieran llevar los bolsillos como Pablo Iglesias).
El caso es que mi padre hablaba de la mariconera sin doble sentido, sin la menor broma. “Acércame la mariconera, hijo”, o “Ve donde la mariconera y me sacas el tabaco”. Era como decir la cazadora o el abrigo. Para los impresionables oídos infantiles, esa palabra contenía un insulto, un estigma, quizás un tabú. Así que la neutralidad con la que se referían a ese objeto personas bienhabladas resultaba desconcertante, incluso misteriosa. La palabra estaba plenamente aceptada y se usaba de forma rutinaria. “Dame el bolso, hijo”, hubiese sonado mal. Pero “Dame la mariconera” se decía con absoluta naturalidad. Era como “Pásame el salero”. Incluso más viril. Más como “Pásame el Soberano”.
Había algo en el objeto. También en la forma en que se llevaba. La agarraban por la muñeca pero como si fuese una cesta del jai alai. Con pocas alegrías. Por mariconera entendimos siempre la de mano. Nada de bolsos masculinos, bandoleras o riñoneras. Tampoco mochilas. Esa mochilita de explorador en Cortes de ahora entonces no se llevaba. Era impropio del varón adulto. El bolso era de mujer, la riñonera sería de albañil, en caso de existir, que creo que no, y la mochila era de estudiante. El hombre, si tenía que llevar algo, debía ser una mariconera. Hasta la plena aceptación de bolso (que el bolso era un poco como la bolsa del “hombre blandengue” que tanto denunció El Fary), hasta la generalización del bolso o la mochila infantilizadora, la mochila del hombre-crío, el hombre tuvo la única salida, la única transición de ese objeto. Es decir, el hombre español pasó de la “vida sin complementos” a poder colgarse un Luis Vuitton a través del istmo finísimo de la mariconera. ¡El nombre era el precio que debía pagar!
El hetero setentero español (estamos hablando de un Pajares aproximativo) aceptaba una prenda sospechosa de mariconería. Y se callaba. Y no movía una pestaña al respecto. Aceptaba el objeto y el nombre. Sin autoironía, sin bromitas. El primer complemento masculino, la pequeña ayuda marsupial que el hombre encontraba, la encontraba a costa de ponerle ese nombre brutal. Fue una liberación o avance en la vestimenta masculina que hubo de asumir ese terrible nombre. Se acercaba a la finura del gay, ganaba libertad vestimentaria, pero era sancionado con una palabra de sonoridad terrible.
Actualmente, la palabra sigue en el diccionario y pertenece a un objeto concreto, anticuado, pero no de todo sustituido. Los hombres llevan ahora bolso en bandolera, riñonera o incluso la mochila (mochila absolutamente transversal: Moragas, Sánchez, Garzón). Pero la de mano no ha recibido otro nombre que, quizás, bolso de mano. El bolso de mano no lleva correa. Es como un neceser. La mariconera es lo que lleva la correita ajustable a la muñeca, y eso es justo lo que daba al objeto prestancia y gracia. Esa correa era lo que daba al objeto su carácter. Diríamos que el nombre lo tuvo por esa correíta. Esa forma autoajustable a la muñeca cayó sin embargo en un desuso extraño que no se ha explicado del todo bien. Por eso, cuando mi amigo informó de su compra, estaba comunicando el extraño retorno a un objeto casi diría que retro. A un objeto finisetentero (ojo los del revival de la Transición ¡todos con la mariconera!). Un objeto que fue sustituido por la moda y quedó en el baúl de la historia llamándose así. Y que si se pusiera de moda generaría un problema social, casi político. (¿Desapareció solo para que desapareciera el nombre?)
Comprendí que en la información de mi amigo había una especie de mecanismo travieso, hilarante. Era como el koala austraiano en la Springfield de los Simpsons. Una palabra, un objeto, problemático. Algo a la vez tardofranquista y moderno, como de tiempos del disco, entre Macario y Tony Manero. Avanzado de forma, pero regresivo de nombre. Lo repito: el hombre se aproximaba a cierta elegancia sospechosa a cambio de un nombre brutal. Era casi chic pero sonaba a apedreamiento de homosexual rural. “De pitillo, pitillera”… Así se construyó la palabra. Es algo muy español. Si incluso Juan Ramón Jiménez, que fue uno de los espíritus más delicados del siglo, cuando se metía con los de la Generación del 27 los llamaba “mariconcillos de playa”, ¿qué vamos a esperar?
Además de ese potencial desconcertante, la mariconera tiene de extraña su decadencia. Pasó de moda sin mucha explicación. En realidad, es cómoda y manejable. Pero entraba mucho en juego la muñeca y por algún motivo fue una parte del cuerpo que no quisimos mover mucho más. Se fue sustituyendo por otras variedades de bolsos que llevar en hombros, espalda, riñones… Quedó como objeto para delegados de equipos de fútbol, cosas así. Creo que muchas (y esto es sólo otra hipótesis) se quedaron en las guanteras (guantera sin guantes, otra palabra náufraga) guardando la documentación del coche.
Algún Citroen, quizás.