Ignacio Ruiz Quintano
Abc
César no quiso cuidarse de los idus de marzo, y ahí tenemos ya al turco.
El turco, en Europa, no es Aytekin, sino el turco de toda la vida, que viene con Erdogan a desquitarse de Lepanto en el bullarengue de frau Merkel, que no es De Gaulle, como ella se ve, sino otra víctima del folletín moral alemán, necesitada de justificar constantemente los barrotes mentales detrás de los cuales vive su generación. Para Sloterdijk se trata de un fenómeno de autoconfinamiento: no han querido comprender la diferencia entre culpa y responsabilidad, y creen que ganan crédito comportándose de manera más culpable que responsable. Medio siglo después de que (“con melancolía”) reparara en ello Friedrich Sieburg, los alemanes no sólo no se habrían adentrado en espacios libres, sino que habrían preferido “llevarse el calabozo” consigo.
En cambio, en España, el turco, hoy, es Arturo Mas, escogido por la sinjusticia, que decía Fray Luis, como cabeza de turco de la sedición catalana, camino de convertirse para los magos del Consenso en “derecho constitucional”, y perezca el mundo.
El triunfo del turco barcelonés con su sentencia, no por sedición, sino por niño trasto (en la teoría schmittiana, “el ‘protego ergo obligo’ es el ‘cogito ergo sum’ del Estado”) es absoluto: la sinjusticia jugaba a españolizar Cataluña, pero Mas ha catalanizado España.
Sin coacción no hay ley y sin protección no hay Estado.
Mas debe de venir de Rivas, el catalán que Camba encontró en Constantinopla montando una plaza de toros, hermano espiritual, a su vez, de aquel otro que en la guerra civil de Marruecos, con Abdelaziz y Hafid luchando por el sultanato, fue a Rabat a poner una casa de préstamos.
–¿Matar toros? –se mosquearon los turcos, que “por aquel entonces se dedicaban a matar armenios”–. ¡Jamás!
No hubo corrida. Y los toreros se paseaban, dice Camba, haciéndole quiebros a los famosos perros vagabundos sin que nadie los tomase por sacerdotes, sino por unos monstruos de crueldad.