Uno de los Saltillos del pasado San Isidro
Jean Palette-Cazajus
Recibí hace más de dos meses un correo de la Fundación de Estudios Taurinos solicitando mi participación a una encuesta cuyos resultados deberían de ser publicados en el próximo N° 40 de la Revista de Estudios Taurinos, hija de la citada fundación. Se me pasó la cosa. Pero ya son dos los avisos que fustigan mi escasa vergüenza torera y acabo de ceder, cumpliendo con los dos folios exigidos:
1) ¿Qué razones avalan su afición a la fiesta de toros?
En mi caso personal, joven adolescente francés, no cabe negar el papel inicial de lo que se conoce como exotismo. El exotismo es el sueño de una radical exterioridad. Puede ser trivial punto de fuga o basculación de los ejes vitales y de la propia identidad. Lean a Víctor Segalen. Hoy, tras compartir mi vida entre ambas naciones, sigo pensando que la corrida es, fundamentalmente, exotismo absoluto. Entendida como ritual, como misterio en el sentido griego, o como simple espectáculo, “la corrida de muerte” consiste efectivamente en una exteriorización absoluta del sujeto humano fuera de los aplomos cotidianos de su condición básica.
Descarto el argumento de la belleza. Primero porque sólo surge en muy contadas ocasiones. Luego porque es convención. La tauromaquia no es retórica. Es la respuesta del logos a la etología del toro. En el ruedo reinan las reglas. Si surge la belleza no será perceptible para quien las desconozca. No hay belleza sin educación previa. En Los Toros, la belleza es la respuesta fácil que acalla las preguntas complicadas. Antes que de educación, convendría hablar aquí de «iniciación» . La excepcionalidad de la corrida de toros se basa en una transgresión fundamental. En la sociedad del simulacro y de la realidad «virtual», la corrida expone, única, la obscenidad de la muerte. La conciencia del aficionado más básico debe estar modelada por esta sagrada premisa.
Intuí desde un principio que las palabras básicas que denotaban la corrida de toros, muerte, peligro, belleza, tragedia, sangre, entusiasmo, aburrimiento, vulgaridad, cutrez, verdad, mentira… perdían todo sentido consideradas una por una. La corrida de toros es, parodiemos a Marcel Mauss, un “hecho existencial total”. Siempre me resultó difícil explicar la corrida. Las circunstancias actuales me empujan a intentar entender lo que explica de mí.
Arielle Dombasle,
antitaurina e inefable esposa de Bernard-Henri Lévy
2) ¿Qué opina de las circunstancias actuales que están viviendo las fiestas de toros?
La sensibilidad zoófila se ha apoderado de los siquismos humanos. Se trata de una ruptura epistemológica y deóntica brutal. La temática de los llamados derechos animales ocupa el primer plano de las preocupaciones en la sociedad posoccidental. Una sociedad regresiva, de pronto asustada por el pitón buido de la razón y tentada por el necio refugio en el cascarón de las creencias autocompasivas, piensa así conjurar la violencia intraespecífica que define su condición. Califican de culminación del proceso de civilización lo que son síntomas de su crisis agónica. Sus salmodias lastimeras calan hondo en un abanico que va desde el fervor místico a la indiferencia benevolente. Tal ideología se extiende de forma viral y hace buena las teorías de Richard Dawkins sobre replicación cultural de los “memes”.
Mientras, buena parte de la afición honra el verso machadiano y “desprecia cuanto ignora”. Nada quiere saber sobre sus adversarios, ni quiénes, ni cómo, ni cuántos. Semejantes tropas suelen ser el plato favorito de los desastres. Piensan enfrentarse a una secta necia y minoritaria. Pero ven los estragos de su capacidad de influencia, ven cómo la sociedad se define mayoritariamente opuesta o indiferente a los toros. La pereza discursiva se acuerda entonces del viejo compló judeomasónico, resucitado hoy en catalanopodemita. Aires de caverna soplan sobre tal afición.
Creen defender la Fiesta y la trivializan. Son los primeros en tapar su grandeza. Su rancia retórica oculta el temor a enfrentarse a la gravedad de esta relación a vida o muerte con “la sustancia peligrosa de los seres vivos”, palabras de Lévi Strauss. Hace años que afirmo que todo aficionado dotado del cupo neuronal reglamentario es alguien que sólo puede cabalgar inconfortablemente el filo de la navaja entre el Sí y el No. Alguien que al final considera no obstante que la aportación de los toros a la inexplicable anomalía humana inclina positivamente el fiel de la balanza.
La paleoantropología y la biología evolutivas, la etología, las neurociencias son cada vez más aptas para desbaratar las obsesiones antropomórficas del lamento animalista. Esto sólo le puede resultar contraintuitivo al dueño de un cerebro previamente colonizado por semejantes dogmas. No soy el primero en negar toda dualidad ontológica de las sustancias entre el hombre y el animal. O en recusar toda intervención de la trascendencia en el debate. Precisamente porque el hombre ocupa, en tanto que uno más en la cadena de los seres vivos, su sitio en la evolución del genoma, es más fácil evidenciar la inconmensurabilidad de destino entre cualquiera de los animales y el proceso autopoiético y emergente de la particularidad humana.
Otro Saltillo
Un buen natural, siempre que el toro “no se deje”, ¡claro!, puede calificarse de neguentrópico. El toreo sirve para reactivar en cada ocasión el núcleo fisible del tiempo y de la muerte. El bifaz lítico anunció la hominización. Chronos/Thanatos es el bifaz existencial que anuncia y fataliza la humana condición. El primate se hominizó cuando accedió al tiempo, es decir a la convivencia -¿la connivencia?- con la muerte. Tiempo y muerte sedimentaron durante milenios en el espesor geológico del lenguaje. Por eso no debemos dudar de que el contenido existencial de cada especie reside entero en lo que cada ejemplar sea capaz de decir de sí mismo. De modo que el toro muere, pero sólo el hombre es mortal. La “Creación” es muda, los animalistas burdos ventrílocuos.
Ni el hombre acaba de acceder a la real conciencia de su finitud. Si tuviera cabal conciencia de tal e inmenso absurdo, la vida se le haría literalmente imposible. Los ingenuos siempre pensaron que el devenir de la especie iría aportando paz y respuestas a sus preguntas. El devenir sólo invalida las viejas respuestas y carga de tormentas las nuevas preguntas. La corrida de toros es una pregunta muy seria y debería ser la mejor vacuna contra las ilusiones mortales.
3) ¿Qué soluciones daría para incentivar en la sociedad del siglo XXI las fiestas de toros?
Muchas cosas deberían cambiar para que la corrida de toros saliera viva del siglo XXI. Me pierdo en la historia del hombre y me voy sin evocar siquiera la necrosis interna de la Fiesta actual, sus menguantes públicos papanatas, sus toros precocinados y su toreo fraudulento. Suena el tercer aviso sin tiempo para explicar por qué, medida positiva en los toros, será siempre aquella que suscite el rechazo unánime de empresarios, ganaderos y toreros. De momento la única pregunta seria es la de saber quién acabará primero con los ritos táuricos, si el cáncer en las propias entrañas o la agresión exterior. No por ello debe aflojar nuestra voluntad de defender la tauromaquia. Recordemos el mito de Sísifo. Vivimus quia absurdum.
¡Y otro!