Cazarrata, el Toro de Lidia
José Ramón Márquez
Lo primero que sale es el exabrupto: «¡Este tío es tonto!« A continuación viene la decepción. Lo digo por José Joaquín Moreno de Silva, que no me da la gana ponerle el «don», y su innecesario rebuzno en las páginas de Aplausos, la revista taurina, que voceaba Simón por esas Plazas de Dios.
Dice Moreno que la culpa de todo es de la «indición». Estaba él en sus predios disfrutando del airecillo cuando su dealer le trajo la indición para los toros. Había que meterles la hipodérmica para que no se pegasen o para la tos ferina, y el jaco que le traía el camello era de primera calidad. Raudo, Moreno se apresuró a consumar el rito: la cucharilla con el polvillo marrón, el mechero por debajo, la goma en la mano derecha del toro y el bombeo de la sangre, ahora salgo, ahora entro. Y así los seis, que se quedaron stoned, y así pasó lo que pasó: que se quedaron lo que el mismo Moreno llama «toros de manicomio».
Hay mucho mito con esto de las indiciones. Hubo un veterinario en Las Ventas que aseguraba desde su alta magistratura que poseía un bálsamo de fierabrás que inyectado a los toros les daba vigor y empuje y prevenía las caídas durante la lidia. El hombre cobraba el chute a precio de oro molido y así fue la cosa hasta que un mayoral se hizo con la hipodérmica y llevó a analizar los restos del contenido para averiguar que lo que había en su interior era un vaso de agua clara: H2O del canal bajo del Lozoya. Al menos aquel inocuo placebo del pícaro veterinario no tenía otro efecto secundario que el de despertar la envidia del mayoral, que veía cómo se enriquecía otro que no era él.
Lo del Moreno es peor, porque nos chafa la ilusión a los que vimos la corrida en la Plaza y salimos de allí entusiasmados por tamaña demostración de salvajismo en sus toros. Entiendo que los del plúmbeo tendido de la TV se aburrieran de lo lindo, especialmente con el extorero/gasolinero diciendo lo de que los toros estaban toreados:
-Sí, hombre… de todas las ganaderías del campo se tuvieron que ir precisamente a torear los morenosilva, que no había unas churras juampedreras por allí cerca con las que imitar a Belmonte en bolas…
Y se creó un estado de opinión en el que aquellas furias demoníacas, recuerdo de El Salamanquino cuando decía que algunos toros son las furias del infierno encerradas en un pellejo, caracterizadas de manera especialísima por la impresionante personalidad del toro Cazarrata, número 40, eran bichos toreados, escuálidos, aquejados de males inventados o reales… Imaginemos que eso fuese cierto: si la que liaron fue estando raquíticos y enfermos, si llegan a estar en plenitud derriban Las Ventas desde los cimientos.
Y ese deprimente estado de opinión de esta triste deriva que lleva al toro a ser el mármol de Carrara con el que se cincela el arte (¿pero qué arte?, digo yo) termina en la boca del Moreno echando por tierra a su ganado, insultando a los animales que salieron de su casa con su divisa azul celeste y blanca, con su señal hoja de higuera y rabisaco en ambas, con su hierro, una O con dos rayas paralelas dentro. Moreno, el que le decía a mi amigo Andrés que él cree en el toro encastado porque hace posible que haya más interés y variedad, subido a la carroza del orgullo de la cobardía salta ahora con que les puso la indición para que los toros no se pegasen, que en Jerez, Plaza conocida por las temerosas e impresionantes corridas que ahí se lidian, lo habían probado y que a él, ni corto ni perezoso, le faltó el tiempo para chutar a sus toros la metanfetamina jerezana que, mire usted por dónde, «hizo que los toros se abueyaran».
Las cosas del Moreno, que más que un ganadero de reses de lidia parece el del Monchito y el Rockefeller.